martes, 1 de enero de 2019


Las narraciones de ambiente navideño son casi un género literario. Incluso si les exigimos que contengan un poco de música para que puedan sentirse a gusto en este blog, no sería difícil encontrar algunos buenos ejemplos. El que traemos hoy es un cuento de Mary Angela Dickens (nieta de Charles Dickens) titulado Un idilio en el ómnibus, que se publicó en 1896 y está incluido en la obra Relatos de música y músicos, referenciada al final.
La historia comienza con los protagonistas, Gwendoline y John, viajando en ómnibus. Gwen es una muchacha de aspecto un tanto pinturero y John un joven distinguido. Aún no se conocen ni saben que son primos, pero se da el caso que ambos se apean en la misma parada, se dirigen a la misma calle y John descubre que el portal donde ha de llamar es el mismo en el que acaba de entrar la muchacha segundos antes. El joven caballero reside en Alemania y la casa a la que va es la de unos familiares que están sobre aviso de su llegada. Todo es allí un poco destartalado. El cabeza de familia, su tío, se muestra servicial y obsequioso hasta rayar con lo servil. Por el contrario, sus hijas no le hacen el menor caso al viajero. La pequeña, Gwen, lo ha reconocido como el hombre que venía en el ómnibus. Está irritada porque en la charla con un compañero del Conservatorio mantenida en el transporte urbano se había expresado sobre su desconocido primo “alemán” con palabras poco gentiles. De modo que le muestra el lado más esquivo de su carácter. Tanto el recién llegado de Alemania como su tío y primas tienen en común la dedicación a la música.
El retrato que Mary Angela Dickens realiza de Gwendoline (estudiante de violín de 17 años) es tremendo. Nos la presenta ataviada con unas prendas de inconcebibles combinaciones y colores, como su pelliza azul o su sombrero de paja negro con flores amarillas, sobre un cabello que no conocía la disciplina del peine y el cepillo; atuendo de calle perfectamente acorde con el vestido de felpa “indescriptiblemente sucio” que llevaba en su casa y con el que, sin embargo, “estaba más guapa que nunca”. Gwendoline era una joven hermosa y eso se advierte pese a su desaliño y a la sordidez del entorno.
La escritora se recrea retratándola como un ser irascible, volcánico, temperamental, a veces directamente como una maleducada, pero deja entrever en ella unas pinceladas de melancolía y también la chispa de talento artístico. La autora no para de insistir en el difícil carácter de Gwen, en su “rencor feroz”, su “rebeldía y descontento infantil”, su “tono desafiante”, pero también, siempre, en su “enorme perspicacia”,
El relato entra entonces en la que me permito llamar “fase Pigmalión”. El jovial y compasivo John retrasa su partida, pese a que Gwen no se cansa de decirle que se vaya con viento fresco. Se cree llamado a educar a aquella rebelde pero, probablemente, talentosa muchacha. Hasta 1913 no se publicaría el célebre Pygmalion de George Bernard Shaw, si bien esta historia legendaria ya había conocido muchas creaciones desde la paradigmática de Ovidio, pasando por la incluida en Le roman de la rose o las óperas de Rameau u otros autores, asunto en parte ya tratado en este sitio. Y la verdad es que la lectura del mito que ofrece Mary A. Dickens constituye un original ejemplo, en primer lugar, por la poca docilidad de la supuesta “obra” del artista, es decir, por la independencia de juicio de una Galatea que no se deja “moldear” con facilidad.
Todo empieza hablando de música, su común dedicación. Ella no cuenta con la suficiente formación, desde luego, y además es indisciplinada. Con todo, parece que ambos hacen por verse, aunque ella se oculte tras una máscara de desprecio y él asuma tan inestable situación con su sentido compasivo característico o tomándoselo un poco a broma. 
John reconoce que no le gusta la forma de tocar de Gwen y se organiza una “batalla campal” nunca vista hasta entonces en su relación. Gwen, roja de cólera, le dice que lo odia. Y entonces John intenta creer que no lo puede decir en serio, porque más allá de su papel de mentor y de los consejos con que pretende avivar aquella llama del talento (que vive, pequeña y oculta, en el interior de la indómita Gwendoline), está el hecho irrefutable de que se ha enamorado de ella.
Pero ya se indicó que nuestra protagonista no es como la ovidiana, ni mucho menos, sino salvajemente libre, bella y punzante como un cardo. Así que vuelven las discusiones. Una de las trifulcas previas al desenlace tiene que ver con la Navidad, que se ha ido acercando en esas semanas de prórroga que se ha concedido el joven John. Gwen considera que son unas fiestas horrorosas, llenas de tonterías que no van a ningún lado (lo que nos recuerda a Scrooge, protagonista de Un cuento de Navidad, el célebre relato de Charles Dickens escrito medio siglo atrás), mientras que John tiene una visión más familiar y convencional. 
En todo caso, los protagonistas participarán como músicos en un pequeño festival benéfico. Gwen, siempre furiosa, ya ni se habla con su primo (o le dirige despiadadas invectivas) y no quiere tocar la pieza solista que John le había aconsejado; incluso planea ejecutar una página de gusto discutible, entre otras pillerías.
Finalmente, el milagro se produce y Gwen interpreta de manera magistral y conmovedora la gavota inicialmente prevista. Acto seguido sale corriendo a coger el ómnibus. Su primo John la sigue y logra subirse al “menos romántico de los transportes”, vacío a aquellas horas, y triunfa así felizmente, “el más extraño de los amores que hayan florecido en tierra pedregosa”. 

Nota: El cuento está recogido en Relatos de música y músicos. Barcelona, Alba Editorial, 2018. Traducción: Daniel de la Rubia.


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