La historia
de Pigmalión y de la que sólo mucho más tarde será llamada Galatea tiene su
fuente principal en Ovidio y es muy conocida. El escultor se enamora de su
estatua, acude a las fiestas de Afrodita y le pide a la diosa que su obra cobre
vida. Cuando regresa, el milagro sucede y el artista lo ratifica tomándole el
pulso a su creación. El marfil se ha convertido en carne y hueso. Lo del pulso
arterial —los “ritmos musicales del pulso”, como diría Censorino— pasa a ser
una constante en ciertas líneas del pensamiento posterior. Pero no seguiré por
ese lado.
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Como se
sabe, esta bella historia circuló también en otras épocas y en otras lenguas
con diversas variaciones. Así, la copiosa aportación de Jean de Meun al célebre
Roman de la Rose, escrito en langue d´oil en el tercio postrero del siglo XIII,
incluye el episodio de Pigmalión, cuya unidad y autonomía han sido destacadas
por el profesor Luis Cortés Vázquez.
La versión
de Jean de Meun sigue a Ovidio, pero, como insiste el estudioso citado, entre
otros, la amplifica enormemente, en el sentido de la amplificatio de la retórica y no
simplemente queriendo decir que se trata de una redacción más prolija en
detalles. Se presenta a un escultor enamorado que dota a su estatua de un
completísimo ajuar, propio de una reina, a la que deleita, por otra parte, con
cantos, bailes y con un generoso desfile de instrumentos musicales que él mismo
tañe, como si fuese tan buen músico como escultor.
Pigmalión
empieza por entonar cantares profanos y deja bien sentado que no quiere
jerarquías eclesiásticas en sus esponsales. Acto seguido irrumpe la ronda de
instrumentos, que toca, al decir del poeta, con maestría mayor que la de Anfión
de Tebas. Como es sabido, Anfión tocaba la lira con tanta destreza que hacía
volar piedras y sillares hasta dejarlos convenientemente ubicados en la muralla
que se estaba construyendo en Tebas. Ambos son, por tanto, ‘señores de la
piedra’.
Luego salen
a relucir arpas, gigas, rabeles, guitarras, laúdes, relojes de carillón que
suenan por las diversas estancias, órganos que se transportan con una sola
mano, címbalos, zampoñas, caramillos, tambores, flautas, sonajas, cítolas,
trompas, odrecillos, salterios, vihuelas, cornamusa y gaitas de Cornualles, en
total veinte instrumentos distintos que, menos una vez (la cornamusa), cita
siempre en plural, acaso como símbolo de una magnificencia que parecería más
propia de Pigmalión rey de Chipre, cuya historia es parecida aunque con muchos
matices que no vienen al caso aquí.
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Por fin,
Pigmalión baila solo y luego con ella. El editor y traductor de este texto al
español dedica amplio comentario a todo este pasaje. Alude a enumeraciones
anteriores y posteriores de instrumentos en la literatura medieval, entre ellas
las que figuran en el Libro de Alexandre, en el Poema de Alfonso XI o en el Libro de Buen
Amor del Arcipreste de Hita. Se refiere también a una larga relación de
instrumentos de Guillaume de Machaut, el más grande compositor del siglo XIV. Y
ello nos recuerda que el citado Machaut compara a su dama, en la balada 115
(“Je puis trop bien ma dame comparer”), con la estatua de Pigmalión antes de
ser animada, por lo fría y poco complaciente que se muestra, acaso en la primera
composición musical de autor relacionada de algún modo con este mito.
Además de
los cantos profanos del principio y de los instrumentos múltiples que hace
comparecer, probablemente para acompañarle o, en el caso de instrumentos en los
que acompañarse a sí mismo no es posible —como la flauta— para tocar de manera
autónoma, Jean de Meun describe la estructura de un típico motete de la segunda
mitad del siglo XIII. Podemos encontrar esta forma musical, por ejemplo, en el
códice de Montpellier, con su triplum (triple), motete y tenor. Se trata de tres
voces que habrían de sonar simultáneas pero que Pigmalión (pues está solo) ha
de hacer consecutivamente con el apoyo del órgano portátil antes citado. La
lectura del elemento musical de este pasaje por parte de uno de los más
brillantes analistas de la historia de Pigmalión, Victor I. Stoichita, tampoco
entra en demasiados detalles.
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La riqueza
de referencias musicales de este episodio de Le Roman de la Rose muestra a un autor
absolutamente al día de lo que se hacía musicalmente en su época, incluyendo
los repertorios más significativos, cual es el profano del momento. Éste no
podía ser otro que el de los trovadores y troveros y ha de verse aquí no sólo
(según apunta Stoichita) como parodia (que lo es) de un género sacro
—innecesaria en el fondo en un texto explícitamente irreverente—, sino también
como una ofrenda amatoria con la técnica propia del momento en este género de
música.
Lo mismo
cabe decir sobre el uso del motete, detalle absolutamente elegante por parte de
Jean de Meun, por cuanto el motete (en este caso se supone que con textos
amorosos, lo que tampoco implica ninguna parodia pues es del todo ordinario en
las fuentes) es el máximo exponente de la música académica del momento, un
género que, con su simultaneidad de textos distintos, requiere un auditorio en
la élite de la cultura de fines del XIII.
Jean de
Meun, tras las largas amplificaciones de los versos dedicados a describir las
joyas y prendas con que agasaja a Galatea, los cantos y sones con que la
venera, lleva a Pigmalión, siguiendo el guión ovidiano, a implorar el prodigio
a Venus (a Santa Venus, nada menos, por ser más exactos) y pronto vemos que
Pigmalión retorna ansioso y esperanzado a su casa para descubrir que Galatea
“está viva y es carnosa”.
Por fin,
confluyendo con Ovidio, nos ofrece su animada visión de la estatua nacida a la
vida con la concluyente prueba del pulso: “el sant les os et sant les vaines,
qui de sanc ierent toutes plaines, et le pous debatre et mouvoir”. que Cortés
Vázquez traduce con finura: “y siente en ella hueso y siente venas que ya todas
de sangre estaban llenas y ve que el pulso se debate y mueve”.
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La estatua
que Jean de Meun nos había presentado, al principio del episodio, como “sorda y
muda / que no palpita ni mostró meneo”, se anima para siempre. Venus ha sido
decisiva, naturalmente, pero la soledad de Pigmalión, su deseo, su paroxismo
(cantando, tocando y bailando por las vacías estancias de su casa, taller o
casi palacio) no podían dejar de quedar sin efecto.
Referencias
Información más completa sobre el asunto en Angel
Medina: “Las venas de Galatea: de la música humana a la cámara anecoica”. Quintana, 7, pp. 113-131. Dpto. de Hª del Arte. Universidad
de Santiago de Compostela, 2009.
Luis Cortés Vázquez: El episodio de Pigmalión del Roman de la Rose.
Ética y estética de Jean de Meun.
Traducción española y estudio. Salamanca, Ed. Universidad de Salamanca,1980,
Victor I. Stoichita: Simulacros. El efecto Pigmalión: de Ovidio a Hitchcock. Madrid, Ediciones Siruela, Biblioteca de Ensayo,
47, 2006.
Cuando Pigmalión se hace músico para animar a Galatea