domingo, 1 de junio de 2025



El escritor Manuel Gutiérrez Nájera (Ciudad de México, 1859-1895) está considerado como el padre del modernismo literario de México. Autor prolífico, probó su arte en los más diversos géneros, pues fue notable poeta, excelente narrador y agudo crítico en sus artículos de opinión. Es autor de una colección titulada Cuentos color de humo, dentro de la cual se inserta el relato Juan el organista. El argumento de este cuento está lleno de detalles melodramáticos. El citado Juan era un joven culto, de posición social no demasiado afortunada. Tocaba el oboe, el piano y el órgano, pintaba algo, sabía francés y latín, además de las disciplinas básicas de las letras y las ciencias y, por añadidura, era persona de buen trato y gran corazón.

El cuento comienza con un sentido preludio en el que se describe el paradisíaco Valle de la Rambla. En el capítulo II se ve llegar a Juan el organista a una hacienda del mencionado valle. Se cuenta entonces su vida y cómo, al morir sus padres, decide buscar esposa. Encuentra a Rosa, joven de buena familia, aunque venida a menos, con la que congenia y se casa. Tienen una hija –Rosita– y este es el momento en que la mujer empieza a cansarse de la vida de pobre que lleva. Se desentiende del cuidado de la pequeña y pasa el día con sus amigas. La situación se agrava y culpabiliza a su marido de la falta de expectativas de su existencia. Rosa acaba poniéndole los cuernos a Juan, momento en el que este decide abandonar (con su hija) la ciudad de México, que ya se le hacía irrespirable.

Radicado en San Antonio, población del Valle de la Rambla, vive como profesor, pintor de temas religiosos para las iglesias y organista en los días señalados. Era «padre y madre» a la vez. El autor hace morir a la casquivana Rosa tan cerca de su adulterio que tal parece que ha dictado una sentencia condenatoria. La mujer ‘mala’ que ha de morir por sus pecados, es un clásico de la literatura de sesgo patriarcal.

En el capítulo III, la vida de Juan da un giro. La acción retorna a aquella hacienda del Valle de la Rambla del comienzo. Juan está allí para entrevistarse con su dueño, don Pedro, el cual le ofrece trabajo como preceptor de sus dos hijos pequeños. Le pagará un buen sueldo y Juan acepta encantado. Se instala en la hacienda. El patrón conocía a Juan de cuando este había tocado el órgano de su capilla particular con motivo de la fiesta del Carmen. Además de los méritos académicos, el organista está imbuido de valores cristianos, lo que agrada mucho a don Pedro.

En los siguientes capítulos se ve que Juan es tratado como uno más de la familia. En cuanto a las hijas mayores, pronto destaca la más joven –Enriqueta– a causa las atenciones que prodiga a la pequeña Rosita. De hecho, «Parecía una madre; pero una madre doblemente augusta: madre y virgen» Juan llega a temer que su hija se pudiera malear con los mimos que la joven le daba, pero había otros sentimientos, que el narrador resume de este modo: «Lo que pasó fué que, gradualmente, aquellas solicitudes de Enriqueta, aquel tierno cuidado, despertaron en Juan un blando amor, escondido primero bajo el disfraz de la gratitud, pero después tan grande, tan profundo y tan violento, como oculto, callado y reprimido». 

Claro está que Juan oscila entre ese sentimiento y la realidad de su condición de menesteroso, tan lejana de la buena posición de Enriqueta. La ama, pero se imagina que ya esa mera pretensión es algo así como traicionar a don Pedro, a quien tanto debía. Las tribulaciones, sufrimientos y dudas del organista conviven con lo que cree percibir como una respuesta favorable de la joven. Todo esto se intensifica cuando Rosita cae enferma y Enriqueta la cuida como una madre y la vela por la noche. La prosa de Gutiérrez Nájera no escatima el almíbar en la descripción de esta pasión. 

Un día, el patrón comenta en la comida que pronto va a venir Carlos. Y le explica a Juan que se trata del novio de Enriqueta. Aquella noticia deja a nuestro organista atónito y hundido en la desesperación. Se da cuenta de que ha sido un necio, de que Rosita se quedará sin ‘madre’ por segunda vez y de que el tal Carlos se llevará el tesoro de señales que el había ido recogiendo y guardando como diamantes. El llanto es lo único que le queda.

A los tres meses se celebró la boda en la capilla de la hacienda. Para colmo de males, don Pedro le pidió a Juan que ejerciese de organista en tan notable enlace. Y aquí es donde viene un logrado pasaje culminante de contenido musical que, al mismo tiempo, expresa la psicología del organista y su amor imposible. Primero suena una marcha, con notas que salen de los tubos «a caballo», a modo de «un arco de triunfo hecho con sonidos». Pero he aquí que el músico puede expresar a la vez su propio dolor mediante «una melodía tímida y quejumbrosa (…) como un hilo negro en aquella tela de notas áureas. Las poderosas imágenes de esta parte son acaso el mayor logro estilístico del cuento. La siguiente comparación de dicha melodía es para nota: «Parecía la voz de un esclavo, uncido al carro del vencedor».

Sobreviene después una tempestad sonora ,contada con las escenas bíblicas de Jesús en el lago Tiberíades. La melodía principal desaparece a veces entre extrañas armonías debidas a la improvisación del organista –práctica muy común entre estos instrumentistas–, para reaparecer triunfante acto seguido. Al fin, las aguas del lago se calman, las oleadas de sonidos se desvanecen, se evoca a Cristo sobre las aguas y todo se impregna de una «melancolía infinita», un mar que es ahora «de lágrimas». Escribe Gutiérrez Nájera, ya en las líneas finales del relato: «En la ternura melódica se unían los sollozos, las canciones monótonas de los esclavos y el tristísimo son del "alabado"».

Entre sordos llantos e internos reproches a sí mismo, llega el momento sagrado de la Elevación, a cuya música se suman las campanas y el gorjeo de los pájaros. El organista ha de hacer verdaderos esfuerzos para que la música no le salga tan rabiosamente violenta. Estos momentos de cólera sonora alternan con otros donde lo melancólico triunfa y se hace más intenso cada vez. El escritor resuelve de este modo: «Y en medio de esa confusión, en el tumulto de aquel escape de armonías mutiladas y notas heridas, se oyó un grito». El órgano enmudeció como con un cierto estertor propio de «un gigante que refunfuñaba». –apunta Gutiérrez Nájera. Los sollozos de Rosita, abrazada a su padre muerto, son el tremendo final de esta historia.

Este final puede traernos a la memoria la muerte de Maese Pérez (Bécquer). No está de más recordar que Manuel G. Nájera era miembro del Círculo Gustavo Adolfo Bécquer de México, así que no es de extrañar que conociese la obra del gran poeta sevillano. En ambas leyendas hay grito final de los organistas; en los dos casos los músicos están acompañados de sus respectivas hijas. La gran diferencia es que maese Pérez muere de viejo, en tanto que Juan aún era joven y, literalmente, muere de amor. El de Sevilla gozará de una segunda vida prodigiosa como espectro, pero el mexicano no tendrá ese tipo de oportunidad. Es culpable de haber soñado a lo grande, algo que no está al alcance de los pobres.

Por último, unas líneas sobre el término ‘alabado’ entendido como sustantivo. La RAE recoge tres acepciones, todas referidas a cantos. Ciertamente, ‘alabado’ es un vocablo polisémico. En primer lugar, alude a un canto eucarístico; en segundo, a un canto de serenos al concluir su jornada (Argentina y Chile); y, en fin, se refiere asimismo a un canto de peones al comienzo y final de la jornada en las haciendas (México). Esto último parece encajar con lo que podría haber inspirado al autor, pues en su historia hay peones y hacienda. Sin embargo, el tono lúgubre y la gravedad de lo que está ocurriendo en ese momento permiten pensar en otro significado que no está recogido en el diccionario académico. Me refiero a un canto de velorio, muy simple y repetitivo en lo musical y habitual en México, donde se narran escenas de la Pasión de Cristo bajo la mirada de la Virgen María y el apóstol san Juan, a la vez que se anima al rezo del rosario. En todo caso, tras el nombre de ‘el alabado’ –en este preciso sentido– existen diversas versiones y distintas músicas y letras. 

El escritor mexicano define el ambiente sonoro de la parte final de la misa. Un ambiente que tendría que ser alegre, por la propia naturaleza del acto que se celebra, pero que no lo es porque hay sollozos, canciones de esclavos y el ya mencionado «tristísimo son del "alabado"». 

Dado que el soniquete y función del ‘alabado’, que el organista desliza en su interpretación, habría de ser familiar para todos, tendría que haber causado alguna sorpresa en el auditorio, por lo inapropiado que resultaría en ese contexto. Pero ya vimos que el desenlace iba por otro camino. Recordemos que, al principio de su enamoramiento, Juan ve a Enriqueta como madre y virgen, imagen mariana bastante obvia. Del mismo modo, la pasión de Cristo queda sugerida con esa misma cantilena de velorio. Cabe interpretar –como seguramente habrán hecho los estudiosos de este literato– que Juan el organista adelanta en su despedida del mundo los sonidos de su propio velatorio. Todo se ha hundido para él tras la boda de Enriqueta, su amor imposible.

 

Referencia

Manuel Gutiérrez Nájera: Juan el Organista. Edu Robsy Ed.). Alavor (Menorca) Ed. Info.texto, 2021. Disponible en Web: 

https://www.google.es/url?sa=t&source=web&rct=j&opi=89978449&url=https://www.textos.info/manuel-gutierrez-najera/juan-el-organista/descargar-pdf&ved=2ahUKEwiw-M7z3KWNAxWLUqQEHY4VKjgQFnoECBUQAQ&usg=AOvVaw39AfmYm1X34kvmvRy0Xs5U


 Imagen

Foto de Manuel Gutiérrez Nájera reproducida en la edición citada.

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