Esta entrada
se publica un 3 de diciembre, declarado en 1992 por la ONU "Día Internacional de
las Personas con Discapacidad". Me he parado a pensar qué podría hacer la música
por las personas con discapacidad (y viceversa) y así a bote pronto se me
ocurren tantas cosas que darían para mucho más que una modesta entrada de blog.
De momento,
el simple hecho de que, a diferencia de otros años, me haya enterado de la
celebración, me hace pensar que este Día de la discapacidad de 2015 ha tenido
una mayor visibilidad que en otras ocasiones. O será uno, que ha ido
adquiriendo con el paso del tiempo y las propias dificultades una mayor concienciación
al respecto.
II.
Son muy
diversos los casos donde la música y la discapacidad se entrecruzan. Me
conmueven, por ejemplo, las historias de compositores que escribieron obras
para intérpretes afectados por alguna limitación física. Todo el mundo conoce
el Concierto para la mano izquierda de Ravel, escrito para el pianista Paul
Wittgenstein, hermano por cierto del célebre filósofo Ludwig Wittgenstein.
Dicho
pianista había perdido el brazo derecho en la I Guerra Mundial. Algo menos
citado es que este intérprete ya había estrenado algún concierto para la mano
izquierda antes del de Ravel y que siguió encargando nuevas composiciones a
otros célebres compositores, como R. Strauss o B. Britten, por sólo citar a dos
de los más conocidos.
Por otro
lado, no se olvide que el repertorio pianístico para una sola mano no se agota
con el promovido por Wittgenstein. De hecho, hay un número de obras
relativamente amplio dedicado a otros intérpretes en estas circunstancias.
III.
En cuanto a
discapacidades sensoriales tenemos, por un lado, la casi ancestral relación de
la ceguera con la música; y, por otro, las relaciones tradicionalmente
conflictivas de nuestro arte con el mundo de los sordos, si bien en este último terreno la cosa está
cambiando mucho actualmente en función de novedosas investigaciones y
experimentos.
No me
extenderé en este segundo aspecto, pero lo cierto es que aún recuerdo con
asombro la primera vez que escuché hablar de una obra de música en la que
participaban sordos. Fue hacia 1980 y el que nos lo contaba era el compositor
navarro Agustín González Acilu. Su Cantata semiofónica, de 1975, requiere
(entre otros efectivos convencionales) un coro mixto de sordos. Las
aportaciones de este coro resultan sencillamente estremecedoras y nos retrotraen
de algún modo a momentos primigenios de la humanidad en su conquista del
lenguaje.
IV.
Y luego está
el universo de los ciegos, cuyas relaciones con la música son tan antiguas y
estrechas que casi acaba uno creyendo aquello de que la merma del sentido de la
vista tiene algo que ver con un mayor desarrollo del sentido del oído. La
cuestión no es ésa, desde luego, y por lo demás excede mis conocimientos. Pero
los muchos nombres de músicos afectados por la ceguera que me vienen a la
cabeza sin demasiado esfuerzo atestiguan que el arte de los sonidos ha sido uno
de los grandes compañeros de viaje de los invidentes, su consuelo y su
entretenimiento, su placer y su vocación.
De Homero y los rapsodas griegos a los
ciegos que recitan o cantan coplas de ídem (y que eran falsos ciegos en algunas
pícaras ocasiones) no hay más que un paso. Si en la literatura y el arte de la
profecía (ahí está Tiresias, por ejemplo) encuentran los ciegos —reales o
legendarios— una aureola de respetabilidad y, en sentido figurado, un frondoso
y aristocrático árbol genealógico, la música es su verdadera patria o, al
menos, su hospitalaria tierra de asilo.
Repárese en Francisco Salinas.¿Quién no se
dejaría sacar los ojos a cambio de que un Fray Luis de León le compusiese una oda como la que le
dedicó a Salinas? Tómese nota de Antonio Cabezón, que deleitó al emperador
Carlos V. Súmese el caso del maestro Joaquín Rodrigo y su Concierto de
Aranjuez, al que el
tópico de ‘universal’ no le viene grande.
Sin salir de Aragón —a título de ejemplo
autonómico repetible en cualquier otra demarcación del planeta—, consignamos al
organista Pablo Bruna, al tratadista Pablo Nasarrre, ambos en la Edad Moderna,
y al magnífico compositor Juan Briz, que vivió su corta vida ya en la Edad de
la ONCE y de cuya música escribí con entusiasmo tiempo atrás.
Si no nos limitamos a las altas esferas
del arte académico, la relación de ciegos músicos es como para hacer una tesis,
si es que no se ha hecho ya. Lo que sí se hizo y me complace citarlo es un
documentado estudio titulado
Historia de la enseñanza musical para ciegos en España: 1830-1938, firmado por Esther Burgos (Madrid, ONCE,
2004).
Stevie Wonder (“si bebes no conduzcas”,
aconsejaba en un anuncio recordable) y José Feliciano (¡cuánto me gustaba
escuchar aquello de “Pueblo mío
que estás en la colina…”!) son dos muestras americanas, para que se sepa que el
asunto es global. ¿Y qué me dicen de de la Niña de la Puebla, madre de todos
los campanilleros de Andalucía, o
de Andrea Bocelli, o bien del compositor alicantino Rafael Rodríguez Albert? El
listado podría adquirir dimensiones fabulosas y no sería difícil que, si los
ponemos a todos en orden alfabético, hubiese que conceder el último lugar al
inefable Serafín Zubiri, el del albo piano.
Y para que no se canse la vista el amable
lector que haya llegado hasta aquí, pongo punto final, solidarizándome desde
este rincón de la Red con el Día Internacional de las Personas con
Discapacidad.
Músicos ¿discapacitados?