jueves, 3 de diciembre de 2015

Músicos ¿discapacitados?


 
I.
Esta entrada se publica un 3 de diciembre, declarado en 1992 por la ONU "Día Internacional de las Personas con Discapacidad". Me he parado a pensar qué podría hacer la música por las personas con discapacidad (y viceversa) y así a bote pronto se me ocurren tantas cosas que darían para mucho más que una modesta entrada de blog.
De momento, el simple hecho de que, a diferencia de otros años, me haya enterado de la celebración, me hace pensar que este Día de la discapacidad de 2015 ha tenido una mayor visibilidad que en otras ocasiones. O será uno, que ha ido adquiriendo con el paso del tiempo y las propias dificultades una mayor concienciación al respecto.

II.
Son muy diversos los casos donde la música y la discapacidad se entrecruzan. Me conmueven, por ejemplo, las historias de compositores que escribieron obras para intérpretes afectados por alguna limitación física. Todo el mundo conoce el Concierto para la mano izquierda de Ravel, escrito para el pianista Paul Wittgenstein, hermano por cierto del célebre filósofo Ludwig Wittgenstein.
Dicho pianista había perdido el brazo derecho en la I Guerra Mundial. Algo menos citado es que este intérprete ya había estrenado algún concierto para la mano izquierda antes del de Ravel y que siguió encargando nuevas composiciones a otros célebres compositores, como R. Strauss o B. Britten, por sólo citar a dos de los más conocidos.
Por otro lado, no se olvide que el repertorio pianístico para una sola mano no se agota con el promovido por Wittgenstein. De hecho, hay un número de obras relativamente amplio dedicado a otros intérpretes en estas circunstancias.

III.
En cuanto a discapacidades sensoriales tenemos, por un lado, la casi ancestral relación de la ceguera con la música; y, por otro, las relaciones tradicionalmente conflictivas de nuestro arte con el mundo de los sordos, si bien en este último terreno la cosa está cambiando mucho actualmente en función de novedosas investigaciones y experimentos.
No me extenderé en este segundo aspecto, pero lo cierto es que aún recuerdo con asombro la primera vez que escuché hablar de una obra de música en la que participaban sordos. Fue hacia 1980 y el que nos lo contaba era el compositor navarro Agustín González Acilu. Su Cantata semiofónica, de 1975, requiere (entre otros efectivos convencionales) un coro mixto de sordos. Las aportaciones de este coro resultan sencillamente estremecedoras y nos retrotraen de algún modo a momentos primigenios de la humanidad en su conquista del lenguaje.

IV.
Y luego está el universo de los ciegos, cuyas relaciones con la música son tan antiguas y estrechas que casi acaba uno creyendo aquello de que la merma del sentido de la vista tiene algo que ver con un mayor desarrollo del sentido del oído. La cuestión no es ésa, desde luego, y por lo demás excede mis conocimientos. Pero los muchos nombres de músicos afectados por la ceguera que me vienen a la cabeza sin demasiado esfuerzo atestiguan que el arte de los sonidos ha sido uno de los grandes compañeros de viaje de los invidentes, su consuelo y su entretenimiento, su placer y su vocación.
De Homero y los rapsodas griegos a los ciegos que recitan o cantan coplas de ídem (y que eran falsos ciegos en algunas pícaras ocasiones) no hay más que un paso. Si en la literatura y el arte de la profecía (ahí está Tiresias, por ejemplo) encuentran los ciegos —reales o legendarios— una aureola de respetabilidad y, en sentido figurado, un frondoso y aristocrático árbol genealógico, la música es su verdadera patria o, al menos, su hospitalaria tierra de asilo.
Repárese en Francisco Salinas.¿Quién no se dejaría sacar los ojos a cambio de que un Fray Luis de León le compusiese una oda como la que le dedicó a Salinas? Tómese nota de Antonio Cabezón, que deleitó al emperador Carlos V. Súmese el caso del maestro Joaquín Rodrigo y su Concierto de Aranjuez, al que el tópico de ‘universal’ no le viene grande.
Sin salir de Aragón —a título de ejemplo autonómico repetible en cualquier otra demarcación del planeta—, consignamos al organista Pablo Bruna, al tratadista Pablo Nasarrre, ambos en la Edad Moderna, y al magnífico compositor Juan Briz, que vivió su corta vida ya en la Edad de la ONCE y de cuya música escribí con entusiasmo tiempo atrás.
Si no nos limitamos a las altas esferas del arte académico, la relación de ciegos músicos es como para hacer una tesis, si es que no se ha hecho ya. Lo que sí se hizo y me complace citarlo es un documentado estudio titulado Historia de la enseñanza musical para ciegos en España: 1830-1938, firmado por Esther Burgos (Madrid, ONCE, 2004).
Stevie Wonder (“si bebes no conduzcas”, aconsejaba en un anuncio recordable) y José Feliciano (¡cuánto me gustaba escuchar aquello de  “Pueblo mío que estás en la colina…”!) son dos muestras americanas, para que se sepa que el asunto es global. ¿Y qué me dicen de de la Niña de la Puebla, madre de todos los campanilleros de Andalucía,  o de Andrea Bocelli, o bien del compositor alicantino Rafael Rodríguez Albert? El listado podría adquirir dimensiones fabulosas y no sería difícil que, si los ponemos a todos en orden alfabético, hubiese que conceder el último lugar al inefable Serafín Zubiri, el del albo piano.
Y para que no se canse la vista el amable lector que haya llegado hasta aquí, pongo punto final, solidarizándome desde este rincón de la Red con el Día Internacional de las Personas con Discapacidad.

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