martes, 1 de marzo de 2022



IV. La clarificación franconiana

Desde el segundo tercio del siglo XIII, la teoría musical se esfuerza por superar esa cierta vaguedad derivada del sistema de los modos rítmicos y trata de que las figuras musicales posean un valor en sí mismas. Autores como Juan de Garlandia, Magister Lambertus o, sobre todo, Franco de Colonia —este ya hacia 1280— convierten la uniforme (pero polisémica) divisio modi de la etapa anterior en una serie de signos bien diferenciados. Hablando del concepto de “tiempo”, este último autor apunta que es “la medida tanto de la voz proferida como de la omitida, comúnmente llamada pausa”. Por abreviar, consignamos la síntesis franconiana sobre las pausas, que es la que acabaría marcando el camino:

—Pausa de longa perfecta, de tres tiempos: un trazo vertical que toca cuatro líneas y, por tanto, ocupa tres espacios.

—Pausa de longa imperfecta, de dos tiempos: dos espacios.

—Pausa de breve recta: un espacio. La breve áltera es una figura igual que la breve recta, pero vale el doble. No tendría silencio propio, pues los silencios (a diferencia de las figuras) no pueden adoptar otros valores sin cambiar de forma, de manera que basta con el de longa imperfecta para indicar pausa de dos tiempos. 

—Pausa de semibreve mayor: dos tercios de espacio

—Pausa de semibreve menor, un tercio de espacio.

 

                              Fig. 4. Pausas franconianas en un manuscrito medieval.


El ejemplo 4 muestra la explicación de las pausas en un manuscrito medieval del tratado Ars cantus mensurabilis de Franco de Colonia. Véase que parece distinguir entre la semibreve menor y la mayor. Las cuales están trazadas desde la línea hacia arriba. En la práctica, los silencios de semibreves se escribían sin tan precisas diferencias, Podían atravesar la línea y también pender de ella, además de no distinguir entre los dos tamaños teorizados. Lo esencial es que se trata de un pequeño trazo que no alcance a ocupar un espacio de la pauta. Ni siquiera en los otros silencios las fuentes son del todo cuidadosas, siendo normal que se salgan un poco de los límites establecidos, como el silencio de breve que se ve en la ilustración de portada, procedente del códice de Montpellier.

 

V. De la mínima a la semifusa

La forma descendente del silencio de semibreve es interesante porque es el germen de lo que en el futuro acabaría siendo el silencio de redonda o de compás. Con la llegada de la mínima en el primer tercio del siglo XIV, el silencio que asciende desde una línea sin llegar a alcanzar la que está encima pasa a ser el propio de la nueva figura y, como se podrá suponer, dará el silencio de blanca de la moderna notación.

En los siglos XV y XVI se van incorporando las figuras de semimínima, fusa y semifusa. Estas dos últimas no significan inicialmente lo mismo que ahora, pues equivalen a lo que, por la misma época, otros teóricos denominan corchea y semicorchea. Una parte de los autores consideró que las dos figuras más pequeñas no poseían sus correspondientes silencios, Las figuras de menor valor eran consideradas “incantables”, en el sentido de que no se aconsejaban que llevasen sílaba nueva (salvo en ciertos casos) y servían sobre todo para ornamentar la melodía. Del mismo modo, había ciertas reticencias a colocar silencios de tan corta duración Sebaldus Hayden (en su De arte canendi, de 1537) presenta las figuras que siguen a la semínima como fusa y semifusa, y también sus pausas (Fig. 5).

                                            Fig. 5. Hayden, De arte canendi (1537)


Juan Bermudo, en su Arte Tripharia (1550) alude a cinco pausas “para los principiantes”, que son las de longa, breve, semibreve, mínima y semínima. (Fig. 6), omitiendo los silencios de las dos siguientes figuras, que sí constan como tales con el nombre de corchea y semicorchea; que, como se dijo, equivalen a los valores que Hayden y otros denominan fusa y semifusa. 

 Fig. 6. Pausas en el Arte tripharia de Juan Bermudo (1550)


Como el proceso de crear figuras no se detiene en el Renacimiento, llegará un momento en el que estos cuatro nombres signifiquen cuatro figuras y no solo dos, quedando en este orden: corchea, semicorchea, fusa y semifusa, de mayor a menor valor. Al llegar el siglo XVII van desapareciendo o perdiendo presencia las figuras de gran duración como la máxima o la longa, al tiempo que se completa el abanico de notas y silencios de uso ordinario en la música académica. 

La búsqueda de figuras y silencios que pudiesen expresar valores aún más pequeños que la semifusa prosiguió durante los siglos XVIII y XIX. La garrapatea y semigarrapatea, con sus respectivos silencios, son muy poco usuales, pero muestran algo del anhelo que se despertó en la música desde las innovaciones de Juan de Muris y Phillipe de Vitry, los dos grandes teóricos el Ars Nova francesa del siglo XIV. Incluso hoy día, la música no renuncia a esta ambición de los valores hiperbreves que excedían las capacidades humanas, pero no las de las nuevas tecnologías. Aunque esto es ya otro cantar.

 

Referencias

Quintiliano, Arístides. 1996. Sobre la música. Introducción, traducción y notas de Luis Colomer y Begoña Gil. Madrid: Gredos.

Franco de Colonia: Tratado de canto mensural. Trad. Ángel Medina. Oviedo, Universidad de Oviedo, 1987.

Otros teóricos citados han sido consultados en la base Thesauruas Musicarum Latinaru,

martes, 1 de febrero de 2022



I.

Las cartillas de teoría musical convencionales hablan de los silencios (o pausas) como de signos musicales que no expresan sonido sino tan solo duraciones. Cada figura alusiva al sonido (blanca, negra, corchea, etc.) adopta una particular grafía cuando se refiere a su correspondiente silencio. Por esta razón, el nombre de estos depende del de aquellas: silencio de negra, silencio de semicorchea, etc. Los silencios, sin embargo, no han llegado a su forma canónica sino después de una larga evolución gráfica y conceptual. 

En la antigua poesía griega, tan íntimamente unida a la música, ya aparece el concepto de “tiempo vacío”, que es un “tiempo sin sonido que se pone para rellenar el ritmo” (Arístides Quintiliano). Existe el tiempo vacío breve, llamado “resto”, y el tiempo vacío largo, llamado “adición”, de acuerdo con el mismo tratadista. Poseen signos notacionales distintos y el largo vale el doble que el breve. Es sabido que la poesía clásica grecolatina no obtiene su carácter por la rima, sino por el ritmo cuantitativo de las sílabas largas y breves organizadas en pies métricos de diferentes combinaciones, Lo que aquí nos interesa, insistimos, es que puede haber pies métricos inconclusos que necesiten completarse con dichos espacios vacíos de distinto valor. 

 

II.

En el mundo de la oralidad de las antiguas liturgias judía y cristiana todo estaba al servicio de la palabra revelada, que es la que marca el lugar y la dimensión —no exactamente medida— de las pausas. Una simple salmodia en canto llano requiere que se distingan los finales de versículo y las cesuras entre los hemistiquios. Las pausas, además de atender a la puntuación del texto que se está cantando, permiten tomar aire y redondear los procesos cadenciales. En algunas fuentes más tardías del canto llano (a partir del siglo XII) existían unos rasgos verticales (virgulae) que señalaban las notas correspondientes a cada palabra y podían distinguir también partes en la estructura formal. En ocasiones, dichos rasgos diferencian las notas pertenecientes a cada sílaba, a efectos de la correcta aplicación del texto. Y aún hay algunos otros usos. Con notación o sin ella, está fuera de dudas que se hacían pausas en el canto litúrgico de la Iglesia, pero no eran medidas.

El sistema de las barras (mínima, media, larga y doble) que se aplica en las ediciones oficiales de canto gregoriano es moderno (Fig. 1), de modo que no procede extenderse en él porque no tiene que ver con el objeto de esta entrada.

Fig. 1. Barras máxima, media, mínima y doble en el Liber Usualis.

 

Tampoco la irrupción del llamado canto mixto (cantus fractus, que es un canto llano medido) es algo que pueda tomarse como punto de partida. Esta modalidad del canto llano arranca de fines del siglo XIII y alcanza hasta fines del siglo XIX. En él hay silencios por influencia de la música mensurable de la polifonía. Pero no se crea que el canto mixto traslada todos los recursos de figuras y de silencios de la polifonía, pues lo cierto es que se estabiliza en los siglos modernos en unas pocas figuras y sus respectivos silencios: de longa, breve, semibreve y mínima. El canto mixto fue erradicado de los libros oficiales desde principios del siglo XX, pero era muy corriente hasta entonces en determinados repertorios, como los himnos, las secuencias e incluso en todo el ordinario de la misa. Pervivió en la religiosidad popular, como ocurre en las misas asturianas de gaita y en otras misas populares en latín.

 

III.

El desarrollo musical obligaría a los tratadistas medievales a encontrarse de nuevo ante la idea de “tiempos vacíos” que sirven para completar los pies métricos. Pero, ahora, bajo una perspectiva muy diversa. En efecto, el verdadero embrión de lo que luego serían nuestros signos de silencio se halla en la polifonía de la Escuela de Notre Dame, en torno a 1200. Una parte de su repertorio se escribe conforme a la teoría de los modos rítmicos. De forma muy esquemática, recordamos que la concreta combinación en patrones de las ligaduras (los antiguos neumas) implica una determinada métrica musical. Mas esta no se aplica a las sílabas de los versos, sino a los melismas (a veces muy largos) que posee una determinada sílaba. Es la música la que asume valores largos y breves, casi en abstracto, frente a lo que ocurría en la antigua métrica poética.

Si, como se ve en el ejemplo de W. Apel (Fig. 2), tenemos una ligadura de tres notas, seguida de una sucesión indefinida de lligaduras de dos, el patrón es 32222… El patrón se cierra con un pequeño trazo vertical llamado divisio modi (división del modo), que ocupa la zona central de la pauta. Este ejemplo supone que el cantor ha de leer el pasaje en el primero de los seis modos rítmicos normalmente enumerados en esta teoría, si bien algunos tratadistas lo dejan en cinco y otros pasan de seis. Es decir, que hay que cantar aplicando una sucesión de pies a base de un valor largo y otro breve, como en el pie troqueo de la poesía grecolatina. La sucesión 32222 más divisio modi daría once notas con valores que, distinguiendo por ligaduras, son de LBL, BL, BL, BL, BL. Pero si atendemos a los pies métricos, sale así; LB, LB, LB, LB, LB, L. El sexto pie queda incompleto y es evidente que lo que falta es una B. Pero en lugar de un sonido breve hay una divisio modi que nos avisa de que nuestro pasaje ha concluido allí y, por tanto, el rasgo de la divisio modi equivale a un valor de breve ausente; o sea, a un silencio o pausa de breve. A partir de aquí, basta con proponer unos valores en términos del moderno solfeo para realizar una transcripción, como se ve en el ejemplo.

Fig. 2. Primer modo rítmico. Apel, The notation

 

Pero la ambigüedad del sistema se manifiesta en el siguiente ejemplo de Apel. Tenemos un segundo modo rítmico cuyo pie es BL (yambo) y cuyo patrón musical se expresa con la sucesión de un número indefinido de ligaduras de dos notas que concluyen con una de tres: 2, 2, 2, 2…3 (y divisio modi). El signo de la divisio modi (que hemos de transcribir como silencio de longa en esta ocasión) es el mismo que antes traducíamos como silencio de breve (Fig. 3). 

Fig. 3. Segundo modo rítmico. Apel, The notation

 

En las transcripciones se advierte que el primer modo se completa con un silencio de corchea, mientras que el segundo lo hace con uno de negra (escrito aquí como dos corcheas). O sea, que un mismo rasgo que cruza la zona central de la pauta puede significar valores de silencio distintos: de corchea, de negra o de negra con puntillo (este en los modos rítmicos tercero, cuarto y quinto). de ahí su gran ambigüedad, en la línea de lo que sucede en los propios valores de las ligaduras. Ni las figuras ni sus silencios son autónomos sino contextuales: valen distinto según donde se sitúen. Podría parecer un sistema un tanto indeterminado y propenso a la anfibología, pero posee también un inestimable valor como ancestro real de los actuales silencios. La notación estaba abordando brillantemente el papel de los silencios como espacios medidos dentro del discurso polifónico en tiempos de Leoninus y Perotinus. Pero aún faltaba un nuevo golpe de tuerca que no tardaría mucho en llegar. 

 

Nota: Continuará en la siguiente entrada, donde se incluirán las referencias bibliográficas pertinentes.


Ilustación: lámina dedicada al canto mixto. Juan Estanislao Aznar: Principios de canto llano y mixto. Zaragoza, imprenta de Luis Cueto, 1820.

 

 

sábado, 1 de enero de 2022

La Música ultrajada de Ferécrates





La Música, como personaje alegórico, fue objeto de abundantes representaciones iconográficas. Normalmente, personifica a una de las nueve musas o encarna a una de las siete artes liberales. Se suele simbolizar por medio de una mujer que toca un instrumento o que lo tiene a su lado. El cual puede ser propio del momento de la realización de la obra plástica, como ocurre en una miniatura del Hortus deliciarum (Herrade de Lansberg, s. XII), donde, entre otros, figura el paradigmático organistrum medieval. También cabe recurrir a efectivos del mundo antiguo, aunque las imágenes sean de muchos siglos después. Así se advierte en ciertas decoraciones de telones teatrales, techos de salones de casinos, balnearios y otros espacios singulares o en los logos de sociedades filarmónicas, por citar unas pocas de las ubicaciones posibles. Nos topamos en este segundo caso con idealizadas muchachas —peinadas y ataviadas con gusto helenizante— que tocan arpas, liras o incluso algún aerófono, según se ve en la ilustración. 

Del mismo modo, la música puede ser tratada alegóricamente en las fuentes literarias. Así sucede en el fragmento que aquí se comenta, donde se ofrece una visión esencialmente paródica, aunque con muchos matices. Ciertamente, en el tratado De Música —atribuido a Plutarco—, se recoge una escena de una comedia perdida y probablemente debida a Ferécrates (siglo V a. J. C.) titulada Quirón, nombre del sabio centauro que, como apunta Ps. Plutarco, “fue maestro, a la vez, de música, de justicia y de medicina”. 

Los versos que se insertan en el tratado hablan de la evolución de la música y de cómo las novedades que se iban incorporando a esta disciplina en la antigua Grecia resultaban más peligrosas de lo que pudiera parecer. El pasaje es un diálogo entre las alegorías de la Música y de la Justicia. La primera se dirige a la segunda para denunciar los descalabros que está padeciendo. La queja de la Música se formula de tal manera que, pese a tratarse de una alegoría, el personaje se humaniza, se individualiza y, por decirlo así, habla como una mujer que ha sufrido en sus propias carnes las consecuencias de una serie de vejaciones causadas por hombres. No se olvide que se trata de una comedia y, por tanto, uno de los objetivos era divertir al público, por lo que salen a la luz ciertos prejuicios e ideas de fondo que no solo cuestionan la propia evolución musical de aquella época, sino que incentivan el tipo de humor patriarcal —o simplemente de brocha gorda— que subyace en las situaciones que ha de soportar la Música en tanto que mujer. Este es nuestro principal y personal punto de vista, pero añadimos que —a fin de no cargar de detalles eruditos estas modestas líneas en lo que respecta a cuestiones terminológicas o hermenéuticas— es aconsejable acudir al aparato crítico de las ediciones española y griega/italiana citadas al final; las cuales, a su vez, beben en autores anteriores de referencia, como Lasserre, Düring u otros.

Melanípides inaugura la lista de agresores acusados por la Música ante la Justicia: “él fue el primero que me cogió, y me aflojóy me hizo más afeminada con sus doce cuerdas” —se queja la Música.Nótese que el tipo de verbos empleados (como “aflojar”) sugieren un cierto grado de desasistimiento por parte de la Música ante la acción de Melanípides. La causa, naturalmente, estriba en ese aumento del número de cuerdas, que era visto por algunos autores como una degeneración o como una riqueza y un virtuosismo del todo innecesarios. Pero la Música reconoce que Melanípides aún era “un hombre soportable”, al menos en comparación con lo que tuvo que padecer después.

En efecto, las cosas fueron peor con Cinesias. La Música deja ahora claro lo que sólo estaba apuntado en el caso anterior, pues “el maldito ático, introduciendo inflexiones disonantes en sus estrofas, me ultrajó de tal forma que de la poesía de sus ditirambos, como sucede en los escudos, la parte izquierda parece la parte derecha”. Es decir, que los componentes cambian de posición como en las bruñidas superficies de los escudos, que actúan como espejos. Completamente descolocada y dislocada, la Música declara ante la Justicia que, pese a todo, Cinesias aún podía ser tolerable. 

Con Frinis la situación se agrava, pues éste —asegura la Música—, “atacándome con una ‘piña’, suya propia, curvándome y doblándome, me destruyó totalmente, con doce tipos de modos con sus cinco cuerdas”. Los términos ya son característicos de un maltrato en toda regla, eso está claro, y sin embargo nuestra ultrajada protagonista aún le da un respiro a Frinis porque parece ser que posteriormente se corrigió de sus excesos. El evidente sentido fálico del término “piña” ha dado lugar a varias interpretaciones sobre su significado real en el plano musical. Mientras unos apuntan a ciertos cambios bruscos de tipo rítmico, algún otro sugiere que se trata de una especie de dispositivo o cejilla capaz de facilitar la trasposición a diversos modos, lo que parece más convincente. Dicho sea de paso, los mecanismo transositores serían uno de los objetivos acariciados por los inventores en diversas épocas históricas.

La progresión de las agresiones culmina con las causadas por el célebre Timoteo, un “pelirrojo de Mileto” —apunta la Música— que “me ha taladrado y lacerado de manera infame”. La Música concluye su alegato acusando a Timoteo de violador al acecho: “Y si me encuentra por casualidad paseando sola, me desgarra y me destruye con sus doce cuerdas”. Estos versos están llenos de sutilezas, que van más allá de las evidentes connotaciones sexuales. José García López y Alicia Morales Ortiz, editores de la versión castellana manejada, han interpretado ese “paseando sola” como un reflejo del auge e independencia de la música instrumental, frente a la tradición músico-vocal y coréutica que era la más prestigiosa en la tradición griega. Y tiene razón Ferécrates al presentar a Timoteo como el transgresor más extremo de la música (arte) y, por tanto, como el acosador más peligroso para la Música (mujer).

El lado cómico vendría, pues, por dos flancos. Por un lado, poniendo en solfa los adelantos y novedades de los músicos griegos. Al fin y al cabo, también con puyas y sátiras se cuestionarían todas las vanguardias de la historia. No se olvide que Platón (inmediatamente posterior a Ferécrates) sería el adalid de las posiciones más conservadoras y opuestas a cualquier innovación en el arte musical, sobre todo en las Leyes. Este tipo de ideas estaba en el ambiente y Ferécrates lo aprovecha para cebar la jocosidad de su comedia. 

La vis cómica del pasaje se basa también en la presentación de una mujer como víctima sucesiva de los abusos de varios hombres. Lo que, naturalmente, hoy no tiene ninguna gracia, conscientes como somos del tenebroso asunto de la violencia machista. Ferécrates supo hacer algunos guiños al público jugando con la mentalidad del momento y no le faltaron recursos literarios. En esta escena utilizó hábilmente el procedimiento retórico de la gradación ascendente, por el que las sucesivas innovaciones de la música equivalen a grados distintos de acoso, de menos a más, hasta llegar al maltrato y a la violación en un paraje solitario. En estos versos se diluye en parte el lado alegórico e incluso, de algún modo, el referente real del que se parte (un arte supuestamente amenazado por las novedades) ante la plasticidad de las imágenes que proporcionan las continuadas embestidas físicas y los ultrajes que varios hombres, en sucesiva manada, le infligen a la Música.

Al final, tenemos aquí un antiquísimo episodio de las luchas mil veces repetidas entre las orientaciones transformadoras del arte y las tendencias inmovilistas. Ferécrates, un escritor sin pelos en la lengua no duda en satirizar en términos muy drásticos a Timoteo y demás músicos citados. El comediógrafo escribe con la afilada pluma de un crítico musical. De hecho, suele mencionarse como uno de los grandes precedentes del género, aunque también Aristófanes hizo méritos en esa misma línea,

Hoy día, las polémicas artísticas siguen existiendo y circulan en muchos formatos y medios. También sigue existiendo la violencia específica contra la mujer, pero con ella ya no se juega ni se hacen bromas impunemente. O, al menos, se avanza en ese sentido en algunas naciones. Las incisivas palabras de Ferécrates —llenas de dobles sentidos y connotaciones sexuales— han perdido la gracia que pudieron haber suscitado en su tiempo. En contrapartida, han ganado en valor testimonial, tanto sobre la mentalidad de género en la Grecia clásica como acerca del tradicionalismo de los gustos musicales dominantes. 

 

Referencias

Plutarco [Pseudo]: Sobre la música. (Plutarco. Obras morales y de costumbres XIII). Introducción, traducción y notas de José García López y Alicia Morales Ortiz. Madrid, Gredos, 2004.


 Plutarco [Pseudo]: De muusica. Ed. de Leopoldo Gamberini, Historiae Musicae Cultores, 32. Edición en griego e italiano. Firenze, Ed. Leo S. Olschki, 1979.


Ilustracin

Programa de un concierto de la Sociedad Filarmónica de Oviedo. Cuarteto Kolisch. Teatro Campoamor. Martes, 20 de diciembre de 1932. (Colección del autor).


miércoles, 1 de diciembre de 2021

Orígenes de los signos musicales (1): Las claves





Todo el mundo conoce la expresión “clave de sol” y también son muchas las personas que tienen una idea más o menos exacta de la forma actual de dicho signo musical. Por su parte, los estudiantes de música aprenden el significado de esta y otras claves, que utilizan para el solfeo o la práctica instrumental. Sin embargo, la enseñanza de tales rudimentos no suele interesarse por las raíces de los signos que los conforman. Para paliar estas carencias y familiarizar también al profano con las etapas de formación de este tipo de componentes notacionales, iniciamos hoy una breve serie de entradas sobre estas cuestiones, sin perjuicio de que tales entradas alternen con otras de diferente temática.

Recordemos antes que la Grecia clásica conoció la notación musical, pero al ser esta de tipo alfabético, no era necesario un signo que facilitase la clave para su lectura, pues la correspondiente letra y su posición (bien para la música vocal, bien para la instrumental) bastaban para definir la nota que había que realizar 

A su vez, durante los siglos IV al VIII, la liturgia cristiana se fue construyendo y extendiendo, pero lo hizo a través de la transmisión oral. A partir del siglo IX, el orbe cristiano exige un mayor número de cantores, entre otras razones por la creciente hegemonía de las directrices romanas frente a las llamadas “liturgias nacionales”, como la galicana. Además, surgieron prácticas que rompían la deseada homogeneidad del repertorio, pues la tradición oral, aunque admirable en muchos sentidos, abre la puerta a diferencias sobre el modelo cada vez más acentuadas. Para recordar mejor las melodías del canto llano, surgen los neumas adiastemáticos de los siglos X y XI. Estos no indican las alturas de las notas, pero sí el número de estas, así como la dirección y ciertos matices expresivos y rítmicos,  siempre con valor mnemotécnico. Entre los siglos. IX al XI,  se desarrollan diversos sistemas alfabéticos, no sin algunos puntos en común  con los griegos, aunque orientados estrictamente al canto llano.


Secuencia a dos voces Rex coeli Domine.


Dentro de las escrituras musicales alfabéticas, nos interesa mencionar el caso de la notación dasiana, activa desde el siglo IX –en especial para la enseñanza musical– y aplicada en ejemplos monódicos y polifónicos. Como se ha dicho, las notaciones alfabéticas no precisan clave, pero hay ejemplos de esta antigua escritura que vienen a ser como un precedente remoto de dicho signo. En el organum a dos voces Rex coeli Domine, tenemos el dibujo de una columna, a la izquierda, en cuyo fuste están inscritas una sucesión ascendente de notas dasianas que son el do, re, mi, fa, sol, la. El texto se escribe haciéndolo coincidir en cada caso con el nivel de altura de las notas de la columna, de forma que para cantarlo hay que remitirse a la pilastra que posee la clave de una correcta lectura. Como es un ejemplo a dos voces, el texto dibuja dos caminos que nacen juntos al principio y que luego se van separando para después volver a unirse, lo que constituye una tipología del organum primitivo. Esta especie de piedra miliar, con las notas dasianas sobre ella, marca el punto del que parten los senderos que se bifurcan (me vino Borges a la cabeza) y no ha de perderse de vista, pues es la clave que en cada momento va guiando a los intérpretes. De hecho, es algo más: una clave para cada una de las líneas imaginarias en la que se va ubicando el texto. 

La ruta que condujp a nuestra escritura de pautas, líneas, espacios y claves cursó por otra vía. O, mejor dicho, por dos. Pues, en efecto, ya desde el siglo X empezó a desarrollarse una notación en Aquitania que habría de ser determinante por varias razones. Su gran aportación se cifra en que esta escritura es capaz de expresar la altura de las notas con total exactitud, sin ser alfabética. Entre línea y línea del texto, se deja una en blanco, marcada en el pergamino con un punzón (a punta seca) que puede colorearse, como se ve en la ilustración. 

 

Fragmentos de notación aquitana con regla coloreada

 

Lo que se hace es situar los diversos neumas a distancias idénticas por encima o por debajo de la línea de referencia o regla. A esta se le asigna una altura y, a partir de esta clave, las notas colocadas en las líneas imaginarias de la parte superior son gradualmente más agudas, mientras que las ubicadas de igual modo por debajo son progresivamente más graves. Por tanto, la línea a punta seca o coloreada actúa como una clave en sentido estricto, solo que todavía no necesita un signo específico. ¿Por qué? Pues porque la altura a la que se refiere esa línea se determina de acuerdo con un criterio modal. Básicamente, en los modos auténticos la regla expresa la tercera por debajo de la dominante. En los plagales, la regla es la tónica, menos en el IV modo, que en lugar de Mi es Fa. Hay casos especiales que no explico ahora porque, para ir al grano, he de mencionar un hecho paralelo que habrá de resultar decisivo y es que, en la primera mitad del siglo XI, Guido de Arezzo describe una notación alfabética donde tenemos la sucesión diatónica ascendente que sigue, desde nuestro Sol grave: Γ (gamma), B, C, D, E, F, G, a, b, c, d, e, f, g, aa, bb, cc, dd, ee. La b y la bb pueden ser de esta manera o bien de forma cuadrada, lo que quiere decir que, en el primer caso, el Si es bemol; y en el segundo, natural. O sea, b mollis frente a b quadratum.

Veamos la confluencia de los elementos comentados hasta ahora. Tras el extraordinario hallazgo de la notación aquitana o de puntos superpuestos, no era difícil imaginar que se empezasen a marcar otras líneas orientativas además de la situada en el medio del espacio sin texto. En el siglo XII, después de los hallazgos de Guido también en este aspecto de los orígenes del tetragrama, ya circularon con cierta normalidad pautas con cuatro o cinco líneas para colocar los neumas, con la particularidad de que estos también pueden acomodarse en los espacios que hay entre ellas. Al comienzo de la pauta se escribía una letra guidoniana, sobre todo la g, la c y la f (sol, do, fa) que, a su vez, son los comienzos de los tres hexacordos con los que se organizó el solfeo durante siglos. Las claves habían sido creadas. 

 

Claves de Fa y de Do en un manuscrito medieval de canto llano

 

Paralelamente, también se encuentran manuscritos aquitanos con una letra al principio (a veces es la b, Sí bemol) para recordar cuál es la nota de su única línea y esto se ve incluso en los siglos XIII y XIV en España, donde la notación aquitana gozó de mucho uso tras haberse introducido con el rito unificado carolino-romano en sustitución de la liturgia hispánica, a fines del siglo XI. 

 

Organum
 
Lux descendit. Escuela de Saint Martial de Limoges.

 Resulta digno de mención el caso de ciertas polifonías de Saint Marrtial de Limoges, (ss. XII-XIII) donde el principio aquitano de distribución proporcionada de las alturas funciona en las dos voces, pero aparecen varias letras guidonianas al comienzo (según se ve en el ejemplo) con sentido pleno de claves, aunque sea sobre líneas no escritas. Pero, como se ha dicho, por entonces ya circulaban las pautas de varias líneas y espacios, con una clave inicial. Y no solo para el canto llano, sino también para la polifonía, como ocurre en el el Calixtinus (fines del XII). 

Un detalle final sobre las modernas grafías de las claves: la clave de sol procede de la g; la de do, de la c; y la de fa, de la f. En la música antigua encontramos la clave de do en las cinco líneas del pentagrama; la de fa, de la segunda a la quinta, aunque las más usadas son fa en tercera y fa en cuarta; y la de sol, en primera y segunda línea. 



Clave de fa en 4ª (Uppsala). Clave de do en 1ª (Códice de Segovia)  de sol (Sebaldus Hayden, s. XVI)


Un vistazo a las fuentes (del siglo XII al XVIII) permitiría encontrarn transformaciones en la morfología de cada clave que dependen de los copistas, las imprentas y los tiempos. Los tres ejemplos anteriores muestran algunas de las formas más usuales para las claves de la polifonía renacentista y sirven como cierre de estas líneas. El recuerdo de las letras de las que proceden empieza a difuminarse, pero aún es visible. Así ,se llega a las modernas grafías donde, como se ve en la ilustración de portada (Cuarteto op 67, de Brahms),, es improbable que los poco avisados encuentren dicha relación y origen. 




 

lunes, 1 de noviembre de 2021

Plañideras: más allá de las lágrimas mercenarias


Noviembre es un mes propicio para hablar de los difuntos. Parece como si todos nos acordásemos de nuestros muertos un poco más que el resto del año. La muerte, en cambio, no tiene meses preferidos y extiende su funesto designio por todo el calendario. Ya se han comentado en este blog algunas prácticas sonoras singulares relacionadas con las ceremonias mortuorias, como es el caso del gorigori. Pues bien, otra praxis notable por muchos conceptos fue, hasta no hace demasiado tiempo, la de las plañideras. El tema está bastante estudiado, de modo que estas líneas se limitarán a presentar unas breves reflexiones al hilo de la imagen que se desprende de un par de textos que, en esta ocasión, tienen en común su procedencia latinoamericana.

Las plañideras eran mujeres que colaboraban en las honras fúnebres. Lloraban y ensalzaban al fallecido (en el velorio, en el cortejo y a las puertas del templo) a cambio de una determinada retribución. El coro era mayor o menor en función del presupuesto dispuesto por la familia. Como es sabido, las plañideras existieron desde la Antigüedad y aún eran corrientes en nuestro entorno hasta bien entrado el siglo XX. Sus prácticas fueron prohibidas en diversas ocasiones, tanto por las autoridades civiles como por las eclesiásticas, pero estaban tan arraigadas que subsistieron pese a dichas disposiciones. 

En el jugoso libro Tradiciones peruanas, de Ricardo Palma, podemos hacernos una idea bastante cabal de la imagen histórica que fueron dejando estas mujeres. “La llorona de Viernes Santo” (pues en Perú se las llamaba lloronas, o doloridas, explica este autor) es una de las tradiciones recogidas en la citada publicación. El título alude a una célebre plañidera, imprescindible en los decesos de la gente principal en tiempos de la colonia. Palma pinta a estas mujeres con las tintas más negras: viejas, feas, arrugadas, “más pilongas que piojo de pobre” y “con pespuntes de bruja y rufiana". Si la familia del finado pagaba algo más de la tarifa ordinaria –anota el escritor–, las doloridas sabían corresponder y añadían a los llantos “patatuses, convulsiones epilépticas y repelones”. 

Ricardo Palma parece reconocer la profesionalidad de estas mujeres cuando señala: “Dígase lo que se quiera en contra de ellas; pero lo que yo sostengo es que ganaban la plata en conciencia”. Acto seguido subraya que sus lágrimas –de las que dice que parecen tener un almacén– se producían con la ayuda de cebolla pasada por los ojos. Ahora bien, la ironía que destila la afirmación del escritor peruano en cuanto a que se ganaban la plata en conciencia puede tomarse hoy día en su sentido literal. De hecho, estas mujeres cobraban por representar un papel y lo hacían tan bien que algunas de ellas (solían ser las líderes de los grupos de plañideras) llegaron a ser admiradas y sus llantos y acciones eran comentados, lo mismo que se comentaba la buena voz de un capón de iglesia que se permitiese ornamentar un cántico sacro con giros que venían de la escena lírica. Y de la misma manera que los cantores castrados produjeron una literatura satírica centrada en su masculinidad mermada, así las plañideras fueron blanco de todo tipo de invectivas a causa de su supuesta impostura.

El ornato de las honras fúnebres, desde Trento hasta el Vaticano II, valoraba la dilatada duración de los actos, el amplio número de celebrantes, lo nutrido de los cortejos –enriquecidos con pobres, valga la paradoja, que acudían a cambio de una limosna de la familia–, la cantidad de las misas y responsorios encargados como sufragio por su alma, las músicas de réquiem a toda capilla y cualquier cosa que engrandeciese la despedida y la imagen del finado. Todo funcionaba como una gran representación, más allá de los sentimientos del círculo de los seres queridos; y en esta escena, las plañideras cumplían perfectamente con su función de altavoces que reflejaban no tanto la real condición humana del difunto como su estatus social, los deseos de la familia y un retrato moralmente edulcorado de su personalidad. Eran memoria,y resiliencia.

El hecho de que llorasen penas ajenas y cobrasen por ello contribuyó a construir una imagen negativa. Este enfoque podría no ser el correcto. ¿O acaso le está permitido a una sociedad hipócrita, que patrocinaba estos dispendios, criticar las presuntas lágrimas de cocodrilo de las plañideras? Estas no tenían que sentir la muerte de la persona a la que lloraban , cantaban y alababan, del mismo modo que los fabricantes de ataúdes o los vendedores de coronas de flores no tienen que quedar consternados por el hecho de que se vendan sus productos. El desempeño profesional de las plañideras no precisa estar acorde con sus íntimos sentimientos, sino con el oficio requerido en su cometido. ¿Se pide a los cantores y ministriles de una capilla de música que sientan la muerte del fallecido en cuyo funeral están trabajando? El problema son las lágrimas, claro, pero desaparece si, como han visto diversos autores, se las analiza como piezas de una dramática representación. De modo que estas mujeres tampoco han de ser juzgadas por sus lágrimas de encargo. Pueden parecer insinceras, pero ni siquiera esto se les puede echar en cara, pues su autenticidad radicaba en la perfecta interpretación de un papel cuyo guion era de público conocimiento en las sociedades tradicionales. 

Veamos ahora algunos detalles interpretativos. En la Égloga trágica del ecuatoriano Gonzalo Zaldunbide (publicada a principios del siglo XX) encontramos un apunte sobre la performatividad de las prácticas de las plañideras. En un velorio narrado en esta ficción, la más anciana de las dolientes –que actuaba como directora del grupo– canta una melodía sencilla y repetitiva, a la que se sumaba el coro, que repetía “la última palabra, sobre la misma modulación lastimera, haciendo un poco más ronca la quejumbre de los finales”. Tras una pieza de arpa, tomada como un entreacto muy relajado, y después de comer algo y echar un trago (como era normal en los velatorios, que se extendían durante toda la noche), la dolorida principal se arrancó con una especie de letanía “toda en lengua de inga”. El escritor da a entender que iba entrando gradualmente en trance, a la vez que el coro se sumaba a este entusiasmo. La solista llegaba a poner “notas de delirio en el monótono retornelo” (…), hasta que extenuada pidió de beber”.

Lo que cuenta Zaldumbide es, en puridad, un proceso catártico. La plañidera podría no conocer al difunto, pero una vez ha entrado en acción se ve arrastrada por la propia música, cuyos giros simples enlazarían con ancestrales sonoridades de ensalmos y encantamientos, más aún si cabe por el uso de la lengua nativa. Queda poseída por el propio sonar que ella produce, entra en trance y acaba agotada porque ha sido arte y parte de un ritual en el que la vida y la muerte están presentes y una es paso para la otra. Las plañideras, entonces, son las que añaden tensión dramática al estupor que siempre causa la Parca. Lo hacen con cantos que acaban siendo fuertemente identitarios (como los “alabaos” colombianos, las “incelenças”/excelencias brasileñas, etc.), pero también con lamentos y gestos, pudiendo ocurrir que en el paroxismo de la interpretación se arañen, sangren y se arranquen el cabello. 

Además, con sus gritos, cánticos, alabanzas o incluso reproches retóricos al finado por haber dejado a su familia sumida en el dolor, se convierten, siguiendo la terminología de R. Murray Schafer, en las “señales sonoras” más destacadas   sobre la tónica del “entorno sónico limitado” que es el paisaje sonoro de un velorio o de un cortejo fúnebre.

Las plañideras, en suma, van más allá de las lágrimas no sentidas porque, en puridad, no hablan de un muerto en concreto, sino de la Muerte misma. Son mujeres que supieron aproximarse al lado oscuro y desconocido de la existencia; mujeres que mantenían la antigua comunión con la naturaleza de la que hablaba Meri Franco-Lao en su Música bruja, un lazo ya perdido en las sociedades modernas; mas también eran mujeres que poseían un oficio remunerado cuando esto no era lo más corriente. Es decir, mujeres que supieron ganarse la vida y el respeto, aún en medio de no pocas diatribas e interdicciones, actuando con un papel estelar precisamente en el momento más trascendental en la vida del ser humano: la muerte ineluctable.

 

Ilustración

David Medina©: Plañideras. Dibujo realizado expresamente para esta entrada.

 

 

viernes, 1 de octubre de 2021

Adiós a las aulas





Este blog se ha ido construyendo al hilo de la experiencia, como escribí cuando lo puse en marcha hace ahora seis años. No creo que desentone recoger en una entrada un hecho muy significativo en mi vida profesional. Me refiero a la jubilación, iniciada el 1 de septiembre pasado, tras casi cuarenta años de profesor universitario, 

Son varios los factores que me animan a redactar unas líneas a este respecto. En principio, no hay nada de sorprendente en que alguien se retire y menos aún en mi caso. Pero se dan algunas circunstancias que me complace recordar en estos momentos de adiós a las aulas. Y uso esta expresión porque el adiós no se lo digo a todas las actividades que marcaron mi vida, sino solo a algunas. En concreto, me despido de mi trabajo en la Universidad de Oviedo, pero no de la Musicología. Vayamos, pues, con tres breves pinceladas, apenas unos botones de muestra, directa o indirectamente relacionadas con el ámbito docente.

 

1.    La especialidad de Musicología

He entregado una parte muy importante de mi vida a la Universidad, pero puedo decir que he recibido mucho más a cambio. Salgo agradecido y en paz. Y echando la vista atrás, encuentro no pocas satisfacciones. Así, me produce una especial sensación de orgullo el haber sido uno de los profesores que pusieron en marcha la Especialidad de Musicología en el curso 1985-1986. Junto con José Antonio Gómez (hoy día decano de la Facultad de Filosofía y Letras) y bajo el impulso y dirección de nuestro común maestro, Emilio Casares, se pusieron en marcha unos estudios que eran pioneros no solo en nuestra universidad, sino a nivel estatal. El paso a Licenciatura de segundo ciclo fue un notable avance y la estabilización definitiva llegaría con la conversión en Grado. El profesor Casares se había trasladado a la Complutense y hube de asumir bastantes responsabilidades en el mantenimiento de nuestros estudios, siempre en permanente riesgo por razones que ahora no vienen al caso. Mi labor como vicedecano, siendo decano Adolfo R. Asensio, se centró precisamente en los planes de estudios. Con el tiempo, se superaron todos los impedimentos que había. Los más veteranos recordamos una entrevista con el ministro socialista Rubalcaba, de la que salimos un tanto desolados, pero con una esperanza de solución que finalmente se cumplió.

 

2. A gusto en el aula

Quien esto escribe se encuentra en el aula como en su hábitat natural, así que no tiene mérito que la comunicación con el alumnado haya sido sistemáticamente fluida y cordial. Hay datos objetivos que así lo acreditan. De los centenares de alumnos y alumnas que han pasado por mis clases, algunos pueden ser considerados como discípulos. Esto se produce por diversas razones (por simple afinidad, becas, dirección de Trabajos Fin de Grado o Fin de Máster, etc.) pero sobre todo se da este salto cualitativo cuando el graduado se plantea realizar con uno un proyecto de investigación o la tesis doctoral. Creo que esta última es la actividad más difícil en la vida de un profesor que se tome en serio este alto nivel de estudios, investigación y titulación. La realidad más dura de tal dedicación es que, en ocasiones, las tesis se abandonan a medio camino por las causas más variadas, después de haber realizado muchos esfuerzos tanto por parte del director como del doctorando. El lado gratificante estriba en que he podido dirigir un buen puñado de tesis doctorales, no pocas de las cuales se han publicado y han obtenido premios diversos, como el Extraordinario de Doctorado y algún otro. Pasan de la docena los discípulos que, tras la obtención del doctorado, han seguido la carrera académica y son hoy destacados musicólogos en diversas universidades españolas y en alguna extranjera. Lo más positivo es que, desde diferentes campos, han sabido superar a su director. Y conste que intento ponérselo difícil; pero se trata de personas que han podido completar su formación en otros países, especializarse, abrir caminos en la musicología, crear grupos de investigación y publicar trabajos de mucho valor. Es un mérito exclusivamente suyo y es casi como una ley de vida (pues lo raro sería que no sucediese de este modo), pero complace recordar que los primeros pasos en la investigación los dieron bajo la tutela de quien suscribe. Además, en ciertos casos seguimos teniendo contacto como amigos y colegas, intercambiamos informaciones y nos hacemos consultas recíprocamente. 

 

3. Conferencia de despedida


 

Como tengo historia y anecdotario para muchas páginas, corto por lo sano y cierro hoy con un último apunte sobre el acto de despedida que tuvo lugar el pasado 13 de septiembre. Había manifestado mi intención de salir de la universidad sin ningún tipo de ceremonia. Incluso bromeaba con los colegas más cercanos diciéndoles que si el curso 2020-2021 había empezado siendo presencial y después había concluido bajo formato virtual, procedía trasladarse a un estado aún más etéreo, a modo de desaparición. Tal vez me había sentado mal alguna lectura de Enrique Vila Matas. Mis compañeros y compañeras, pese a lo dicho, pensaron que una clase de despedida podría ser más procedente. Esta idea, que tuvo el apoyo unánime del área, me hizo cambiar de opinión y ahora me siento muy agradecido a todos y todas mis colegas por haberme brindado esa oportunidad. Desde el decanato, con especial mención para el ya citado decano de nuestra Facultad, se acogió la propuesta muy favorablemente y se asumió la perfecta organización y publicidad de esta especie de ultima lectio, que tuvo lugar en el Salón de Actos de la Biblioteca de nuestro Campus de Humanidades. Presidió el señor rector, Ignacio Villaverde, en un tono muy cordial y distendido. El decano, José Antonio Gómez, realizó una cálida semblanza de mi trayectoria investigadora y docente. La conferencia se titulaba Virtus musicae: sobre el sonar y sanar de los cuerpos y las almas. Se deriva de un estudio que se publicará, ya con todo el aparato crítico propio de un texto académico, en 2022. Lo que la hizo inolvidable, más allá de la solemnidad aportada por las autoridades citadas, fue la asistencia de un público que llenó el amplio Salón de Actos, respetando las normas que impone la pandemia, y que estaba formado por numerosos y atentísimos estudiantes, toda el área de Música (¡gracias, compañeros y compañeras!), destacados profesores de otras áreas, universitarios de la administración y servicios, amigos y mi esposa, María Jesús, sin la que no hubiera sido posible lo mejor de mi vida, Al concluir, hubo unos aplausos tan intensos y prolongados que me sentí querido a la par que abrumado. Estos sentimientos se repitieron al descubrir –en el momento de los saludos y felicitaciones tras acabar el acto– que algunos de los asistentes estaban visiblemente emocionados. Lo dicho, no escatimé esfuerzos ni dedicación a la musicología universitaria, pero recibí un tesoro a cambio. 

Nota bene: en puridad, tendría que haber citado por su nombre a decenas de personas y no solo a las autoridades que participaron en el acto, pero esto me hubiera llevado con total certeza a incurrir en omisiones no deseadas. Todos y todas estaréis siempre en mi memoria.

 

Fotografías cortesía del fotógrafo Alberto Morante

Foto 1: Panorámica del Salón de Actos. En la mesa, Ángel Medina, rector de la Universidad de Oviedo y decano de la Facultad de Filosofía y Letras.

Foto 1: Un momento de la conferencia de despedida de Ángel Medina.