viernes, 1 de marzo de 2019

La Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, del jesuita José Francisco de Isla, es una lectura tan poco fácil como llena de tesoros. La obra vio la luz en diversas partes y ediciones desde 1758. Como es de sobra sabido, el P. Isla critica severamente en su novela (cuajada de erudición) el estilo rebuscado de los sermones de su tiempo. 
El autor va contando la vida de Gerundio desde su nacimiento, elección del nombre de pila, primeros destellos de su particular vis para la palabra y, naturalmente, los años de formación con dos disparatados maestros. El primero de ellos, el cojo de Villaornate, alias Zancas-Largas, tiene una concepción de las reglas gramaticales que suscribirían algunos en la actualidad. Se basan principalmente en seguir en la escritura lo que sugiere la pronunciación, así que aparecen expresiones que van más allá de las licencias que a veces encontramos en los mensajes de WhatsApp. He aquí un ejemplo del osado preceptor de primeras letras: “El ombre ke kiera escribir coretamente uya qanto pudiere de egscribir akellas letras que no se egspresan”.
También enseña el dómine Zancas-Largas que las mayúsculas y minúsculas han de ir acordes con el tamaño de las cosas. Así, puede escribirse “Pierna de Vaca”, mientras que no encajarían de ningún modo las mayúsculas para “pierna de hormiga”. Igualmente exigía este maestro más rigor en asuntos de género, de modo que santa Catalina, pone como ejemplo, no es el “sujeto” de una determinada historia, sino “la sujeta”, lo que a su vez nos recuerda la polémica que organizó a mediados de 2008 la ministra de Igualdad, Bibiana Aído, por hablar de “miembro” y “miembra”. Y si en el siglo XXI esta propuesta igualitaria causó notable escándalo (pese a que muchas expresiones en femenino, no usadas en tiempos pretéritos, ya forman parte del lenguaje ordinario) hay que pensar en la dureza del retrato que el P. Isla ofrece de este inconcebible preceptor y cómo se lo tomarían los lectores del siglo XVIII. 
Sin embargo, el niño Gerundico está entusiasmado con todas estas ocurrencias que, a mediados del siglo XVIII, insistimos, sólo podían estar en boca de un loco incurable. Queda claro que el “intrépido” Gerundio parece ser el discípulo perfecto de tan dislocado maestro.
Acabada esta primera enseñanza, el propio protagonista expresa sus deseos de entrar en religión, con la idea fija de convertirse en un predicador de fama. En el convento hace bonísimas migas con fray Blas, padre predicador mayor, del que se analizan algunos de sus demenciales sermones por parte del padre maestro, el sensato fray Prudencio. Se pone de relieve que este tipo de sermones estaba lleno de expresiones altisonantes, huecas, absurdas, incluso falsas; que discurría plagado de citas latinas, sacras y profanas, aplastado por la lluvia de retruécanos y demás figuras de la más oscura retórica que vieron los siglos.
Mas las propuestas de fray Blas, que son denunciadas por el “grave” fray Prudencio, encajan a las mil maravillas con los gustos gerundianos, de modo que se juramentan ambos en la idea de no hacer caso de las opiniones de “carcuezos” como el P. Prudencio y se ratifican en su decisión de acogerse a un estilo pensado más para el asombro y el aplauso que para la edificación de los fieles.
Cuando por fin consigue ser nombrado predicador “sabatino”, que es como un primer paso en la carrera del púlpito, se le concede la oportunidad de predicar en el propio refectorio del convento, acompañando la comida de sus hermanos de religión. El superior no le deja terminar, ni casi empezar, un tanto alarmado por el tono y contenido de la salutación con que inicia el discurso. 
Un poco más adelante le sale una plática de disciplinantes que, sin ser sermón propiamente, muestra los registros en los que se movía el aprendiz de predicador. La “mosquetería” del convento (los legos, los jóvenes…) le felicita, pero los padres “graves” tuercen el gesto y fray Prudencio le propina al díscolo charlatán una “repasata” durísima, llena de buenos consejos y notable erudición sobre el género. Los halagos tienen más peso que las críticas y fray Gerundio se mantiene pertinazmente en sus peregrinas ideas.
Es entonces cuando el padre de fray Gerundio, que había quedado encantado con la plática de disciplinantes, le invita a predicar en la festividad del Sacramento, en Campazas, como mayordomo que era a la sazón de la cofradía del lugar. Fray Gerundio no cabe en sí de gozo. Sabe que va a ser, en puridad, su verdadero primer sermón público.
Resulta proverbial la minucia con que el P. Isla describe todo tipo de detalles de la vida cotidiana de la época. De hecho, aunque se trate de una novela satírica, ha servido a muchos investigadores por la precisión en la descripción de sitios, costumbres, expresiones, vestidos, fiestas y muchas cosas más. De forma que, más allá de la finalidad crítica que pueda deducirse de lo referido en este primer sermón público de fray Gerundio, no queda la menor duda que las fiestas sacramentales del momento tenían en Campazas (aunque se describen las de Villagarcía de Campos, según los anotadores de la novela) y en general en España  el perfil que resume el autor cuando sitúa a fray Gerundio pensando en aquella festividad y en cómo su sermón iba a hacerse cargo de todas las “circunstancias” concurrentes, a saber: ese mismo hecho de que se trataba del primer sermón, que fuese en su pueblo, que se pronunciase en el púlpito de la iglesia donde le habían bautizado, que cantase la misa su padrino (el licenciado Quijano), que concurriesen también en dicha fiesta  “los danzantes de la procesión, el auto sacramental (que siempre se representaba), los novillos que se corrían,  las dos o tres docenas de cohetes que se arrojaban y la hoguera que se encendía la víspera de la fiesta”. (IV, 1, 571). Sin olvidarse del asunto principal, que era la propia celebración del Sacramento.
No es nuestra intención resumir el sermón de fray Gerundio ni enumerar las mil ideas insensatas e hilarantes que se le ocurren para sostener poco menos que Campazas es la patria del Santísimo Sacramento, sino valorar una de las “circunstancias” (y el término es muy propio del arte de los sermones) que se da en el mismo y que fray Gerundio no había calculado porque resulta más bien sobrevenida y no podía preverla en el arranque de su proyecto. Nos referimos a la particular misa que allí se celebra y a la música que en ella suena. Digamos, de paso, que el análisis más completo sobre la presencia de la música en esta célebre novela se halla en Antonio Gallego: La música ilustrada de los jesuitas expulsos(Sant Cugat, Ed. Arpegio, 2015). Pero hay un aspecto, relacionado con dicha misa y ese “órgano de los Zotes”, mencionado en el título de estas líneas, que merece unos párrafos desde otra óptica. Pero eso, a fin de no fatigar a nuestros lectores, lo dejaremos para la siguiente entrada.


Ilustración: Retrato del P. Isla. Grabado de 1840 perteneciente a los fondos de la Biblioteca Nacional de España.

viernes, 1 de febrero de 2019

Gaiteros en la nave de los necios

Es de sobra sabido que los dioses Apolo y Dionisos representaban simbolismos muy distintos, cuando no antitéticos. Apolo es solar, diurno, racional. Dionisos es nocturno, subterráneo, instintivo. En lo musical, Apolo ha sido asociado abrumadoramente a la lira o a otros cordófonos, en tanto que a Dionisos casi siempre lo vemos vinculado al aulós. Dicho sea de paso, el aulós no es una “flauta doble”, sino un “oboe doble”, de sonido chillón y potente; sonido que, presente en celebraciones dedicadas a divinidades telúricas, concitó las iras de las primeras jerarquías cristianas. 
Pues bien, la tradición de la Iglesia antigua contra el aulós tiene una especie de continuación en los rechazos referidos a la gaita de fuelle. Decimos “de fuelle” para que no se confunda con otros instrumentos llamados “gaita” en distintas partes de España, como la gaita navarra, por ejemplo. La razón de dicha continuidad simbólica es que el aulós y la gaita de fuelle (o cornamusa) son instrumentos más cercanos de lo que se podría imaginar, pues ambos pertenecen al mismo ámbito de los oboes, en el caso de la cornamusa con depósito para la provisión de aire, Los dos cuentan habitualmente con sistema de doble lengüeta capaz de provocar ese característico sonido que todos conocemos. Tanto es así, que algunos humanistas, como Lucas Gracián, no dudan en traducir la leyenda del aulós referida a Minerva/Atenea, diciendo que el instrumento que tanto horror le causó a la diosa, por lo fea que se puso al tocarlo soplando a dos carrillos, era una “cornamusa o corneta”, aunque la verdad es que no son términos sinónimos y sólo nos quedamos con el primero. Sobre el hecho de que Atenea la lance lejos de sí, dice este autor: “Y en la verdad hizo bien, por no ser instrumento de damas, antes es también desconveniente a los varones, si no es a los que lo tienen por oficio”.
***
Esto de excluir a los del oficio nos lleva a pensar en los gaiteros; y lo cierto es que otra razón para estigmatizar a la gaita radica en la mala fama que arrostraban sus intérpretes. 
El Arcipreste de Talavera (siglo XV) lo dejó muy claro en una curiosa teoría. Asegura que los hombres feos no han de dejar que entren en su casa varones apuestos. Sostiene que aquellos hombres llenos de tachas suelen, sin embargo, estar casados con esposas muy bellas, a las que se les van los ojos tras esos galanes que su marido ha traído a casa. Y describiendo a aquellos maridos, monstruos de fealdad, dice que son “torpes, suzios e creminosos” y, para rematar la faena, añade son “dignos por sus fechos de tañer la cornamusa”.
La figura del Fou, del loco o bufón medieval, capaz de decir las verdades más duras sin que se le tengan en cuenta como impertinencias, también puede tomar forma de gaitero. En el célebre libro La nave de los necios, de Sebastian Brant, ilustrado con xilografías de varios autores, Durero entre ellos, hay diversas alusiones a la gaita y a los gaiteros. Este libro, de fines del siglo XV, es una joya de los incunables alemanes, tanto en esa lengua como en su versión latina. Existe una traducción castellana que citamos al final, en cuya introducción Antonio Nogales Serna explica detenidamente en que consiste la necedad de sus protagonistas, distinta a la locura o a la bufonería convencionales, entre otros numerosos aspectos del máximo interés.
Hoy nos detendremos simplemente en el capítulo titulado “Del no soportar la reprensión”. Además del título, el texto explicativo y una sentencia que lo resume, se inserta el correspondiente grabado, en la línea de lo que pronto se extendería bajo la etiqueta de literatura emblemática. En el ejemplo seleccionado se ve a un gaitero que tiene a sus pies un laúd y un arpa. La enseñanza de fondo es que aquél que desprecia esos instrumentos y se complace en la gaita es como el que escucha a los insensatos y no hace caso de los consejos prudentes, y por tanto ha de subirse a la nave de los locos, que en este caso es “el trineo de los necios” (pues se encuentran por doquier), según leemos en la citada edición castellana. Se insiste mucho en el aspecto moral del asunto, en la baja condición del ser humano y en que es preferible “que te reprenda un sabio a que te sonría una oveja necia”. 
El caso es que ahí está ese gaitero con orejas de asno, entreteniéndose con su juguete, al mismo tiempo que, a sus pies, llenos de desprecio, yacen dos cordófonos, el arpa y el laúd. De modo que, si un instrumento como el laúd actualiza en el siglo XV el mensaje apolíneo, pues no deja de ser un cordófono, la gaita de fuelle hace lo propio, como heredera de todos los estigmas dionisiacos del aulós. Reviven las oposiciones entre los dos mitos, con lenguaje e imágenes adaptadas a la mentalidad cristiana y a un moralismo sobre los instrumentos musicales que había nacido de la mano de los Padres de la Iglesia.


                                                                 ***
Pero no nos equivoquemos, como hacen algunos al sostener que la gaita y los gaiteros son propios de los estamentos más bajos de la sociedad y, por tanto, humildes y despreciables. En verdad, la cornamusa es ante todo un instrumento ambivalente. La gaita de fuelle no sólo está en manos de gaiteros demonizados, sino que puede sonar insuflado por el aliento de los pastorcillos que van a Belén o representarse en códices de contenido aristocrático o regio, e incluso acompañar los cantos latinos de la misa, como aún se ve en las misas populares conservadas desde siglos atrás  en determinadas partes de Asturias, auténticas reliquias de la religiosidad popular donde perviven formas del canto llano descartadas por la Iglesia desde las reformas solesmenses, como la práctica del canto llano mixto o medido. Misas, por cierto, que, a su vez, sufrieron mil vicisitudes y críticas, pero que desde hace años han recuperado el respeto de la Iglesia y han alcanzado la condición de Bien de Interés Cultural. Pero ésa es otra historia.


Referencias: 
Brant, Sebastian: La nave de los necios Ed. de Antonio Nogales Serna. Madrid, Ed, Akal, 1998.
Gracián Dantisco, Lucas: Galateo español1593, Margherite Morreale, Madrid, CSIC, 1968
Martínez de Toledo, Alfonso, Arcipreste de Talavera: El  Corbacho, Marcella Ciceri, Madrid, Espasa-Calpe, 1990.

Ilustración:Xilografía de Das Narrenschiff, de Sebastian Brant, disponible en la Biblioteca Digital Hispánica de la Biblioteca Nacional de España.

martes, 1 de enero de 2019


Las narraciones de ambiente navideño son casi un género literario. Incluso si les exigimos que contengan un poco de música para que puedan sentirse a gusto en este blog, no sería difícil encontrar algunos buenos ejemplos. El que traemos hoy es un cuento de Mary Angela Dickens (nieta de Charles Dickens) titulado Un idilio en el ómnibus, que se publicó en 1896 y está incluido en la obra Relatos de música y músicos, referenciada al final.
La historia comienza con los protagonistas, Gwendoline y John, viajando en ómnibus. Gwen es una muchacha de aspecto un tanto pinturero y John un joven distinguido. Aún no se conocen ni saben que son primos, pero se da el caso que ambos se apean en la misma parada, se dirigen a la misma calle y John descubre que el portal donde ha de llamar es el mismo en el que acaba de entrar la muchacha segundos antes. El joven caballero reside en Alemania y la casa a la que va es la de unos familiares que están sobre aviso de su llegada. Todo es allí un poco destartalado. El cabeza de familia, su tío, se muestra servicial y obsequioso hasta rayar con lo servil. Por el contrario, sus hijas no le hacen el menor caso al viajero. La pequeña, Gwen, lo ha reconocido como el hombre que venía en el ómnibus. Está irritada porque en la charla con un compañero del Conservatorio mantenida en el transporte urbano se había expresado sobre su desconocido primo “alemán” con palabras poco gentiles. De modo que le muestra el lado más esquivo de su carácter. Tanto el recién llegado de Alemania como su tío y primas tienen en común la dedicación a la música.
El retrato que Mary Angela Dickens realiza de Gwendoline (estudiante de violín de 17 años) es tremendo. Nos la presenta ataviada con unas prendas de inconcebibles combinaciones y colores, como su pelliza azul o su sombrero de paja negro con flores amarillas, sobre un cabello que no conocía la disciplina del peine y el cepillo; atuendo de calle perfectamente acorde con el vestido de felpa “indescriptiblemente sucio” que llevaba en su casa y con el que, sin embargo, “estaba más guapa que nunca”. Gwendoline era una joven hermosa y eso se advierte pese a su desaliño y a la sordidez del entorno.
La escritora se recrea retratándola como un ser irascible, volcánico, temperamental, a veces directamente como una maleducada, pero deja entrever en ella unas pinceladas de melancolía y también la chispa de talento artístico. La autora no para de insistir en el difícil carácter de Gwen, en su “rencor feroz”, su “rebeldía y descontento infantil”, su “tono desafiante”, pero también, siempre, en su “enorme perspicacia”,
El relato entra entonces en la que me permito llamar “fase Pigmalión”. El jovial y compasivo John retrasa su partida, pese a que Gwen no se cansa de decirle que se vaya con viento fresco. Se cree llamado a educar a aquella rebelde pero, probablemente, talentosa muchacha. Hasta 1913 no se publicaría el célebre Pygmalion de George Bernard Shaw, si bien esta historia legendaria ya había conocido muchas creaciones desde la paradigmática de Ovidio, pasando por la incluida en Le roman de la rose o las óperas de Rameau u otros autores, asunto en parte ya tratado en este sitio. Y la verdad es que la lectura del mito que ofrece Mary A. Dickens constituye un original ejemplo, en primer lugar, por la poca docilidad de la supuesta “obra” del artista, es decir, por la independencia de juicio de una Galatea que no se deja “moldear” con facilidad.
Todo empieza hablando de música, su común dedicación. Ella no cuenta con la suficiente formación, desde luego, y además es indisciplinada. Con todo, parece que ambos hacen por verse, aunque ella se oculte tras una máscara de desprecio y él asuma tan inestable situación con su sentido compasivo característico o tomándoselo un poco a broma. 
John reconoce que no le gusta la forma de tocar de Gwen y se organiza una “batalla campal” nunca vista hasta entonces en su relación. Gwen, roja de cólera, le dice que lo odia. Y entonces John intenta creer que no lo puede decir en serio, porque más allá de su papel de mentor y de los consejos con que pretende avivar aquella llama del talento (que vive, pequeña y oculta, en el interior de la indómita Gwendoline), está el hecho irrefutable de que se ha enamorado de ella.
Pero ya se indicó que nuestra protagonista no es como la ovidiana, ni mucho menos, sino salvajemente libre, bella y punzante como un cardo. Así que vuelven las discusiones. Una de las trifulcas previas al desenlace tiene que ver con la Navidad, que se ha ido acercando en esas semanas de prórroga que se ha concedido el joven John. Gwen considera que son unas fiestas horrorosas, llenas de tonterías que no van a ningún lado (lo que nos recuerda a Scrooge, protagonista de Un cuento de Navidad, el célebre relato de Charles Dickens escrito medio siglo atrás), mientras que John tiene una visión más familiar y convencional. 
En todo caso, los protagonistas participarán como músicos en un pequeño festival benéfico. Gwen, siempre furiosa, ya ni se habla con su primo (o le dirige despiadadas invectivas) y no quiere tocar la pieza solista que John le había aconsejado; incluso planea ejecutar una página de gusto discutible, entre otras pillerías.
Finalmente, el milagro se produce y Gwen interpreta de manera magistral y conmovedora la gavota inicialmente prevista. Acto seguido sale corriendo a coger el ómnibus. Su primo John la sigue y logra subirse al “menos romántico de los transportes”, vacío a aquellas horas, y triunfa así felizmente, “el más extraño de los amores que hayan florecido en tierra pedregosa”. 

Nota: El cuento está recogido en Relatos de música y músicos. Barcelona, Alba Editorial, 2018. Traducción: Daniel de la Rubia.


sábado, 15 de diciembre de 2018

Elena Martín y la memoria de Ramón Barce


El 14 de diciembre de 2008 fallecía Ramón Barce. Ya escribimos por entonces que, sin la presencia inspiradora y amorosa de Elena Martín, Ramón “no hubiera sido el mismo, ni igual de feliz y, sin duda, nos hubiera dejado mucho antes”. Y tampoco hubiera sido igual la posteridad del compositor si su viuda no se hubiese dedicado a cuidar de su memoria a lo largo de todos estos años. 
Este 2018 se cumplen el décimo aniversario de la muerte y el noventa del nacimiento de Ramón Barce, así que Elena ha venido promoviendo una serie de conciertos, homenajes y otras actividades, recogido todo ello en la web del compositor ,http://ramonbarce.es/. Pero acaso la iniciativa más singular haya sido la edición de la correspondencia amorosa entre ambos. El volumen, a cargo de Elena Martín, se titula Llego sábado 23, con un subtítulo o aclaración que reza así: “Correspondencia entre Ramón Barce y Elena Martín de 1970 a 1977 y algunos recuerdos posteriores” (Madrid, Ed. Alpuerto, 2018). Incluye  un atinado prólogo de José Luis Téllez y un brillante texto de contracubierta a cargo de Juan Antonio Valor.
El libro presenta las cartas y postales de Ramón Barce en facsímil, lo que no comporta ningún problema cuando la caligrafía es clara, como aquí es el caso. Las cartas de Elena están editadas. Paralelamente, el libro contiene un inmenso aparato gráfico donde aparecen fotos de la época, postales, imágenes de objetos que formaron parte de sus vidas, billetes de tren, entradas de museos, programas de conciertos y mil cosas más que permiten captar ciertos matices de la personalidad de los protagonistas, así como el aroma de una época que empieza a quedarnos lejana. 
Un elemento muy valioso lo encontramos en las páginas de color sepia que jalonan el libro y que son las reflexiones actuales de la editora y coprotagonista de esta correspondencia. Aquí descubrimos lo que ya se apuntaba en sus cartas a Ramón, a saber, que estamos ante alguien que escribe estupendamente, con inesperados quiebros del tono, sutileza en las imágenes y claridad expositiva al servicio de una sinceridad absoluta. Esto último, dicho sea de paso, también llamó en su día la atención del compositor y constituye un rasgo distintivo de esta obra. Tanto, que puede incluso llegar a sorprender. 
Los estudiosos podrán encontrar algunos detalles de interés sobre la obra de Ramón Barce, pero no nos hagamos ilusiones: son pocos y principalmente referidos a ciertos aspectos de la ideación o motivación de la obra, lo que solemos entender por el concepto de poiesis
La correspondencia está centrada monográficamente en su relación amorosa, cuyo sesgo dramático se explica por las propias circunstancias de dicha relación. Ésta se inicia cuando Ramón llega como catedrático de Literatura al instituto donde Elena cursaba el Preuniversitario. Ella rondaba los veinte años y el ya había cumplido cuarenta. La primera postal es una felicitación para el año 1970. La diferencia de edad es notable, pero de ese hecho tan sólo cabe detectar un cierto tono paternal que se encuentra en muchos momentos de la correspondencia. Ramón la anima en sus estudios de Medicina, le aconseja que se alimente bien para que se mantenga sana, etc.; y ella se siente agradecida y protegida.
 Por otra parte, Ramón estaba casado con la profesora y escritora Elena Andrés. Pero la relación con Elena Martín fue creciendo, imparable. La sociedad del momento no podía soportar un adulterio de estas características, así que todo ocurría en la clandestinidad, con el consuelo de las numerosas cartas y de las continuas llamadas telefónicas en los poco cómplices teléfonos fijos de la época. Por momentos, se palpa una desesperación infinita, que sólo un amor construido para aguantar cualquier prueba podía superar.
Las tensiones de una relación tan compleja se manifestaron en diversos frentes. Uno de ellos se abre cuando a Ramón, eventualmente, le sale una actitud celosa y posesiva. Por ejemplo, cuando él está fuera de Madrid. Esto era muy frecuente por su actividad artística y por las largas vacaciones con su esposa, que considera un “paréntesis”, un “hastío horrible”, un vacío tenso en el que cuenta los días que le separan del reencuentro. Escribe a Elena y le confiesa que la echa de menos a todas horas. Pero, habiéndole dicho Elena que había ido al cine con un amigo, le hace ver que no le gusta nada que salga con otros. Elena reacciona casi con furia y lo pone de vuelta y media. Ramón se arrepiente, le reconoce lo mal que se siente y admite ser un poco “celtibérico”. No es el único detalle en esta línea recogido en sus cartas. En cierta ocasión, Elena le da las gracias por un ramo de flores que cree que le ha enviado Ramón; pero en realidad no ha sido él, así que el compositor parodia a Ortega y le dice que “Elena es Elena y sus amigos”, que son como las circunstancias inseparables de su ser. Pero estos deslices van seguidos de un arrepentimiento absoluto, propio del que se siente profundamente avergonzado de una de sus acciones y siempre con el atenuante de la intensidad de su amor.
Un segundo punto de interés tiene que ver con los planes de la pareja de enamorados. Entonces no existía el divorcio. La esposa de Barce (a juzgar por lo que se dice en ciertas cartas) hacía insoportable la convivencia y amenazaba a su marido con consecuencias muy graves si se iba. Por su parte, Elena estaba cansada de ser “la otra”. Pasaba el tiempo, pensaba incluso en que le gustaría tener hijos, pero todo continuaba en un equilibrio tenso e inestable. Ramón le llega a proponer a Elena dos opciones: que se casase con alguno de sus admiradores, que crease una familia, que tuviese hijos y que, si lo deseaba, siguieran viéndose. Y si ella no lo deseaba, no se verían, aunque se siguiesen amando hasta la muerte.
El gran tema de esta correspondencia es la ausencia. Más allá de las palabras dulces que son propias de cualquier enamorado, más allá de las tensiones derivadas de los humanos celos (que “aun del aire matan”, como escribió Calderón) y de la habida entre las pretensiones de Elena y la realidad familiar de Ramón, más allá de estos asuntos, digo, está la añoranza del ser amado, el dolor que causa la distancia, la ilusión por un próximo encuentro y, en suma, todas las emociones que suscita el sentimiento de la ausencia. 
En un momento dado, los acontecimientos se precipitan y Ramón abandona la casa familiar. Se acaban las cartas y empieza una vida en común, un tanto itinerante por diversos puntos de Madrid (Churruca, Salud, Valdevarnés, Puerta de Hierro, Mayor) y marcada por su hospitalidad a la hora de recibir a los más variados amigos, que ahora ya lo son de ambos. 
Reparo en la cantidad de años que hace que conozco a Elena y Ramón (40, en breve) y pienso en los matices que me dio a conocer este libro sobre dos personas tan queridas. Diría que, si bien Ramón nos ofrece momentos deliciosos y, en ocasiones, detalles de gran hondura,  se mueve con frecuencia en un tono un punto contenido, con la perfección literaria que le conocemos. Por el contrario, el ímpetu y sinceridad que destilan las de Elena nos han llegado al alma. Fue (y es) una mujer valiente, con pulso de escritora, inteligente e inquieta, y sus cartas y sus comentarios posteriores constituyen todo un descubrimiento

sábado, 1 de diciembre de 2018

Debussy y el wagnerismo (y 2)


Debussy no era un antiwagneriano (en el sentido como lo podría ser Fétis) sino un artista que deseó cumplir en vida lo que dejó inscrito sobre su tumba: Claude Debussy, músico francés, un artista que luchó ardientemente por la aparición de una música francesa que, tanto en lo instrumental como en la escena, acabase con el colonialismo a que estaba sometida.
Desde luego que algunos de sus escritos son verdaderas diatribas antiwagnerianas. Esto es público. Debussy repudió en múltiples ocasiones la grandilocuencia desorbitada de muchas escenas wagnerianas, el abuso del leit-motiv, un recurso -recriminaba- para uso de quienes no saben encontrar su camino en una partitura, fórmula tan tediosa y mecánicamente empleada en tantas ocasiones que desemboca en el absurdo; algo así, ironizaba, como si un invitado llegase a nuestra casa declamando líricamente su tarjeta de visita.
Tuvo también algunos logros en el difícil arte de la infamia. Por ejemplo, al definir como un “flirt acuático” el episodio de Albérich con las Hijas del Rhin. O calificar a la Tetralogía como “Bottin musical” -pero repare el lector en que Bottin no es sino el nombre de un grueso anuario del comercio parisino, cuya consulta debía de ser tan apasionante como en la actualidad una lectura exhaustiva del listín telefónico.
Pese a todo, Wagner fue para Debussy la representación del genio, un genio que puede equivocarse y con el que cabe no estar plenamente de acuerdo, por lo menos no estar de acuerdo gratuitamente. Pero un genio incuestionable. Y esto es evidente en los escritos de Debussy, lo que sin duda constituye el argumento más fuerte contra Wagner. Porque si elevamos a Wagner al reino de la genialidad, al lado de Beethoven, por ejemplo, estamos reconociendo su valor fuera de toda duda, pero estamos certificando su defunción en un aspecto, en el de artista capaz de suministrar ideas y planteamientos musicales adecuados para los nuevos tiempos (él, el artista del porvenir). Wagner deviene clásico, paradigma en el sentido de artista inmenso, pero nunca modelo a imitar. El arte wagneriano, “bello y singular, impuro y seductor”, como escribía Debussy, es entonces el canto de cisne de una civilización. Wagner sería (y recordamos una de las opiniones más malinterpretadas de Debussy) una hermosa puesta de sol que se tomó erróneamente por una aurora.
Se plantean inmediatamente dos preguntas. La primera podría formularse así: ¿Logró Debussy con su única ópera -Pélleas et Mélisande- distanciar definitivamente a la música francesa del drama wagneriano? De otra manera ¿es el Pélleas una alternativa francesa para la escena lírica? La respuesta ha de ser negativa por varias razones. De un lado, parece como si Debussy, después de haberse esforzado para desarticular la mayoría de las premisas artísticas de Wagner, cayese en la cuenta de que ni siquiera Wagner había seguido con fidelidad sus propias concepciones. O sea, que lo que Wagner componía no estaba de acuerdo con lo que Wagner teorizaba. La orquesta, dice, ha de completar la unidad de la expresión: el músico es el ejecutor de la intencionalidad del poeta, en perfecto acuerdo con dicha intención y al margen de toda arbitrariedad. Pero -genial contradicción- ocurre que en muchas ocasiones la orquesta habla al público con mayor elocuencia que los propios cantantes, abrumados por ella y condenados a una situación ciertamente embarazosa. Debussy, por el contrario, halló en el drama de Maeterlinck la posibilidad de dar a lo teatral un papel prioritario, mientras su música quintaesenciada subraya delicadamente lo que sucede. Hay incluso aspectos más explícitamente wagnerianos, tales como la relación argumental con el Tristán o los ecos del Parsifal en los interludios. (No olvidemos que el Parsifal supone para Debussy la creación wagneriana donde se respira más libremente). Utiliza incluso la melodía continua y el leit-motiv, pero no derrochándolo a manos llenas sino como una llamada a la memoria, llamada desvaída como corresponde a un drama de sombras, casi al margen del tiempo y de la realidad. No es de extrañar que Deems Taylor, en un artículo titulado “El wagneriano perfecto”, parodia por cierto del famoso escrito de Bernard Shaw, reconociese que “en cierto modo fue Wagner quien escribió Pélleas”.
Si en lo argumental y en parte de los procedimientos formales el Pélleas no supone una verdadera ruptura con Wagner -pese al fervor de los debussystas- la la siguiente pregunta viene por si sola: ¿Dónde radica la diferencia, por qué no podemos sustraernos a la consideración de la música de ambos como fenómenos esencialmente antitéticos?
En los escritos de Debussy, como ya hemos señalado, está presente la idea de que Wagner -ocaso genial- cierra brillantemente un ciclo de la música. No es otro el planteamiento orteguiano, con la particularidad de que el filósofo ve precisamente en Debussy al fundador de un nuevo ciclo musical. Así las cosas, parece que hay que poner en juego los conceptos de modernidadasimilación tal como los emplea Ramón Barce en el prólogo a su traducción de la biografía de Debussy escrita por H. Strobel. De forma que, v. g., Mahler pasa por un proceso de asimilación más la subsiguiente pérdida de modernidad, a cerrar el ciclo que parecía definitivamente concluso con Wagner. Y lo mismo, feliz hallazgo el de una historia que se revisa a sí misma, le ocurre después a Schoenberg.
Ahora bien, la trivialización de los dramas wagnerianos, debida a la enorme carga ideológica de sus textos (pero también de su música) suele ser proclive a poner de relieve el lado turbio de los mismos (caso Hitler, con Los maestros cantores), desembocando y sacando a la luz esa vidriosa mezcla, tan alemana, entre lo sublime y lo bárbaro de la que habló Thomas Mann en tantas ocasiones.
Tampoco la música de Debussy ha mantenido la “irremediable virginidad” ante las masas deseada por Orega. Ha sido asimilada, pero no del todo, y por eso le quedan destellos de modernidad que simbolizan el lado vigente de su obra y no, como quería Ortega, la parte eternamente impopular reservada para una élite de iniciados. Debussy respondió ante el wagnerismo en Francia con una altura moral y musical muy por encima de la mayoría de sus colegas, cumplió las consignas de claridad y orden que habían dado gloria a la escuela francesa, dejó abiertas inmensas posibilidades para la creación musical en el terreno de la articulación y la armonía y, a mil leguas ideológicas de Wagner, mantuvo a su música neutral, realizando premonitoriamente el sueño -sueño de Luciano Berio y sueño imposible- de presentarla ante el mundo desarmada.

Texto procedente, sin modificaciones significativas, del Libro programa del centenario de Wagner (1983) en el Festival de Música de Asturias de la Universidad de Oviedo.   n8jun                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  iedo.



viernes, 16 de noviembre de 2018

Debussy y el wagnerismo (1)


Tal vez haya sido Francia el país europeo donde el fenómeno wagneriano se manifestó de forma más radical. Ya no sólo se trata de que la música de Wagner haya irrumpido con mayor o menor fuerza en el país vecino, ni del grado de influencia entre los músicos franceses, sino del aspecto polémico, del enorme conjunto de manifestaciones contrapuestas que suscitó en Francia la música del compositor alemán.
Wagner acabó conquistando Francia y ni los críticos más duros pudieron resistírsele: así Saint-Saëns, en cuya obra son detectables ocasionalmente ciertos ribetes wgnerianos; o el caso de Claude Debussy (no sólo en sus primeras obras, donde la influencia de Wagner es evidente), cuando podría pasar por ser la respuesta realmente francesa a la dominación wagneriana y, para los más lúcidos, a la demanda estética del momento.
Antes de hablar de lo que supone Debussy en este sentido y de sus opiniones sobre Wagner, se hace necesario rememorar el ascenso del wagnerismo en Francia. Ascenso e intensa vivencia que, sin embargo, apenas se podían prever a la luz de la primera estancia de Wagner en París, durante el período de 1839 a 1842. Wagner acaba Rienzi, es cierto, conoce a Heine, Berlioz y Listz, pero por el momento es considerado en Francia como un modesto arreglista de números de ópera, discreto compositor de lieder en la onda del arte saloniery oscuro cronista de ciertas publicaciones alemanas.
Sólo años después, con los famosos conciertos de 1860 y la representación del Tannhäuseren París, la cuestión wagneriana adquiriría tintes de auténtica batalla de “doctrinas”, empleando la expresión deBaudelaire, quien por cierto fue uno de los que mejor supo valorar por entonces el arte wagneriano.
La suerte está echada. Se multiplican las audiciones de las obras de Wagner, se traducen sus textos y los defensores del artista alemán empiezan a publicar sus proclamas. Teófilo Gautier, Gerard de Nerval,, J. Péladan, Villier de L´Isle-Adam y el propio Baudelaire, por sólo citar a algunos de los más significativos,.
Paralelamente no pocos compositores franceses comienzan a adoptar las fórmulas wagnerianas, en ocasiones de forma acrítica, con el consiguiente perjuicio para la escena francesa, incapaz de sacar partido a sus propias tradiciones y débil para resistirse al influjo de Wagner, soberano despótico en el drama lírico.
Sobre el wagnerismo en Francia se han vertido opiniones lo bastante simples como para limitar peligrosamente con el error. Se han calificado de absolutamentewagnerianas obras como Fervaalde Vincent d´Indy, Psiché, de C. Franck y otras de Bruneau, Reyer o Chausson. Lo que no pasa de ser una opinión desmedida.. Pero también se han exagerado algunos aspectos del fenómeno contrario, a saber, la pretendida wagnerofobia de Claude Debussy.(Continúa).

Imagen: Libro programa del centenario de Wagner (1983) en el Festival de Música de Asturias de la Universidad de Oviedo, de donde procede esta nota.