jueves, 9 de febrero de 2017

Violines en las favelas

El pasado verano se presentó en España la película El profesor de violín, obra del realizador brasileño Sergio Machado. La cinta había sido estrenada en Brasil el año anterior. El filme, como han destacado los medios de comunicación, está basado en hechos reales.
Hay muchas películas sobre profesores de música. En general, la historia de un discípulo/a con su maestro/a permite saltar del plano musical al plano psicológico y alimentar así el interés dramático del argumento, incluyendo con frecuencia las correspondientes historias de amor.
También hay peliculas que abordan la enseñanza musical de un determinado colectivo, como pueda ser una clase de una escuela (¿quién no se acuerda de Jack Black haciendo de roquero histriónico y medio chiflado en Escuela de rock?), un coro escolar o cosas semejantes. Existen varios modelos a este respecto.
Imposible no traer aquí a colación a Terence Fletcher, profesor de percusión en Whiplash, película de 2014 que tiene detalles autobiográficos del guionista y director Damien Chazelle. Fletcher me recordó al sargento mayor Hartman, instructor de reclutas en La chaqueta metálica (Kubrick, 1987), que, como se sabe, es la quintaesencia de todos los sargentos instructores psicópatas (pero eficaces) que suelen comparecer en las películas bélicas.
El tal Fletcher considera que la perfección interpretativa ha de ser un camino de dura superación personal. Todo es tensión, competencia brutal y siempre con el triunfo como objetivo a costa de lo que sea, igual que ocurre en la cara más cruda del capitalismo. La big-band del profesor Fletcher es magnífica, desde luego, pero está nutrida de chicos y chicas que aceptan la humillación hasta extremos que llegan a la tragedia. Todo lo cual, dicho sea de paso, viene servido con un gran trabajo actoral, un montaje asombroso y con un dominio del relato cinematográfico incuestionable.
Hay otros modelos (con otros mensajes) y uno de ellos lo encontramos en El profesor de violín. Ciertamente, el distinguido conservatorio donde enseña Fletcher, sito en la costa Este norteamericana, nada tiene que ver con la enseñanza musical que, en el caso real narrado en la película de Machado, cuajó en una favela brasileña.
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Antes de proseguir, un recuerdo. Conocí hace muchos años a alguien que después de licenciarse con muy buenas notas y de haber incluso empezado a pensar en la tesis doctoral, lo dejó todo y tomó el camino de la vida religiosa. Estuvo unos cuantos años en Brasil, en contacto con los más desfavorecidos. Periódicamente volvía a España y me contaba, entre otras cosas, cómo se vivía la música entre aquellos jóvenes que nada poseían.
Allí, los cánticos de la misa poco se parecen a esas quejumbrosas cantilenas que se oyen en la mayoría de nuestras parroquias. En aquel entorno se escuchan músicas llenas de convencimiento, de entrega y emoción, donde los fieles forman realmente parte de lo que se está celebrando y donde parece que el buen Dios está de cumpleaños.
Con instrumentos a los que les pueden faltar algunas piezas, con arcos casi sin cerdas, con viejos violines que van reparando como pueden, brota una música sin parangón, lo mismo en el templo que en otros ámbitos de aquellos poblados llenos de miseria y violencia. Creo que fue Claudio Abbado quien habló de ese potencial, pues los chicos y chicas de las favelas pueden aprender la técnica como cualquiera, pero poseen un don a la hora de interpretar, acaso porque la música sea una de las posibles tablas de salvación en el proceloso mar de los suburbios brasileños.
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El caso es que Laerte dos Santos, violinista destacado y antiguo niño prodigio, se halla en un momento de fuerte inestabilidad psicológica. Queda bloqueado en la prueba para ingresar en una orquesta, deshace con su estrés el cuarteto del que forma parte y tiene engañada a su familia, lejana y humilde, con su supuesta agenda de trabajo. Pero realmente está en la ruina, con deudas y viéndolo todo muy negro. Es entonces cuando le avisan de que hay una plaza de profesor en una escuela pública de una favela, donde existe un grupo instrumental auspiciado por una ONG.
Cuando llega al lugar de ensayo, una especie de patio entre rejas que lo separan del exterior, se encuentra con unos cuantos jóvenes indisciplinados, lenguaraces, que se distraen con el móvil, que andan a la gresca entre sí y que, para colmo de males, tocan espantosamente mal.
Es difícil de creer que el arreglo de la obra de Mozart que sirve de iniciación a sus enseñanzas pueda sonar así ni aun en medio de la peor de las pesadillas. Me refiero al tema con variaciones Ah vous dirai-je, maman, que tiene un papel significativo en varios momentos y versiones.
Paralelamente a las desesperantes sesiones de la pequeña orquesta de la favela, se muestra la aún más dura realidad de aquel poblado, cplagado de drogas, robos, ajustes de cuentas, persecuciones policiales y demás desgracias cotidianas en este tipo de comunidades. La orquesta y el entorno no son realidades disociadas, sino que hay una ósmosis entre ambas, sin que tampoco falte la tragedia. Todo sucede en ambientes muy cerrados casi siempre, oscuros y desesperanzados.
Hay momentos muy bonitos sobre el valor de la música, incluso con el expreso mensaje de Orfeo como fondo (escena en la que el profesor calma, tocando su violín, a unos pandilleros que le acosan) o con mensajes más ambiguos, como cuando el traficante principal de la favela le pide al profesor que lleve a su orquesta para el cumpleaños de su hija —la cual tiene ilusión en cumplir 15 años bailando El Danubio azul—, lo que alarma a la dirección del centro y pone de relieve que la música “no es inocente” como diría Jacques Attali. Es lo que tiene la belleza: también puede gustar a los bandidos.
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Las cosas tardan en encauzarse. A los seis meses aquello sigue siendo un horror. Al año, el canon de Pachelbel empieza a ser reconocible. Se intensifican los ensayos. El profesor parece estar más implicado, pero gana una plaza de primer violín en la orquesta de Sao Paulo. Todo parece irse a pique. Y, bueno, quien quiera saber más que vea la película.
Un detalle final: la cinta no se titula como propone el título español (El profesor de violín) sino Tudo que aprendemos juntos, lo que no requiere traducción. Y tal es, por otra parte, la lección de esta escuela de la calle, donde hay que aprender a tocar superando no sólo los problemas de la técnica sino las difíciles condiciones del entorno.
En un momento de desánimo, una chica les dice a sus compañeros que todos tenemos problemas, en la casa, con la familia, en la vida, pero que justo en los ensayos eso parece no contar gracias a la música. Semejante comunión con la práctica musical no se logra con el exacerbado individualismo y afán de triunfo de los alumnos de Fletcher en su conservatorio de la costa Este norteamericana, sino con el compañerismo y la solidaridad que, pese a todo, habitan en las favelas brasileñas. O sea, con todo lo que aprendemos juntos.

Ilustración: fotograma de la película.

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