Conocí a Llorenç Barber en 1980. Lo
considero una de esas personas que han tenido (y tienen) una particular
importancia en mi vida. Desde aquella fecha hasta esta misma semana hemos
mantenido numerosos contactos, unos en persona y otros muchos mediante cartas y
correos electrónicos, sin que los períodos de silencio afecten para nada a la
relación amistosa de fondo.
También dirigí investigaciones y
escribí repetidas veces en medios académicos sobre su obra. Pero hoy no van los
tiros por ese lado pues las siguientes líneas están dedicadas simplemente a
recordar algunas experienciass de los años ochenta, cuando Barber ya era un nombre
singular en la música española y quien suscribe iniciaba su trayectoria académica
muy atento al devenir de las nuevas propuestas musicales.
El caso es que el profesor Emilio Casares había organizado con la ayuda de Ramón Barce un curso de verano con sede en Gijón. Corría el año 1979. Su formato era muy curioso. Por una
parte, había sesiones dedicadas a cuestiones de Historia de la Música (el
primer año el Medievo y el siguiente el Renacimiento y así sucesivamente, lo
que interesaba mucho a quienes preparaban oposiciones de música de secundaria),
pero por otro lado las tardes de los primeros años se reservaban para escuchar
a diversos compositores que hablaban de su propia obra. Esto constituía una
novedad, acrecentada por el hecho de que una parte de las intervenciones de los
dos primeros cursos fue publicada en el libro titulado 14 compositores
españoles de hoy.
Estaba prevista la presencia de Juan
Hidalgo, pues en la organización había interés en que se hablase de Zaj. Pero
Hidalgo no pudo venir, aunque ello no supuso que se descartase el tema Zaj por
la sencilla razón de que el máximo conocedor del asunto en aquellas fechas era
el propio Barber. Lo era no sólo por el trato con los fundadores del grupo
(Juan Hidalgo, Ramón Barce, Walter Marchetti) sino porque Zaj había sido parte de su ascendencia artística y
objeto de investigación de su memoria de licenciatura (tesina), de la que en su
día me facilitó fotocopia con su habitual generosidad.
Recuerdo muy bien cómo Barber, además de hablar de su propio trabajo, fue
explicando (era el 3 o el 4 de julio de 1980) el nombre de Zaj, el anclaje de
este grupo de acción musical en ciertos conceptos de la mística oriental (el
vacío es más importante que el ser, diría el Tao), el lógico aprecio del grupo
a Cage, la descontextualización de objetos cotidianos, entre otras cosas, al tiempo que rechazaba el simplismo de verlo como
una especie de mero neo-dadá.
Pero lo más sorprendente de todo fue
que, a la vez que se desarrollaba su intervención, los asistentes estábamos
inmersos en la pura vivencia de Zaj, practicando varias propuestas entre las que destacó una versión de El
recorrido japonés de Juan Hidalgo,
en la que todos fuimos trasladando un pequeño objeto (creo que un patito de goma) atado a un hilo por
el perímetro de la sala, con una concentración absoluta que se tradujo en un
momento verdaderamente inolvidable.
Los partidarios de la última
“musicología musical”, que así la llama Jorge David García Castilla, de la
Autónoma de México, podrían encontrar en esta sesión un buen ejemplo avant
la lettre de dicha línea
metodológica. Lo digo porque Zaj no sólo era el objeto de estudio a través
de un discurso oral, sino el
medio de estudio a través de su
propio discurso estrictamente artístico.
***
En los primeros ochenta tuve muchas
oportunidades de compartir muy buenos momentos con Llorenç Barber, pues iba con
frecuencia a Madrid. Un día acompañé al Taller de Música Mundana a un concierto
en un colegio mayor. Todo perfecto. Era la fiesta del centro (o un fin de
curso, no podría precisarlo) y al final del acto se iba a cantar el “Gaudeamus
igitur”. Barber se ofreció a la directora para sentarse al piano y acompañar el
himno universitario. La directora puso cara de no saber si aquello era una
broma y quedó muy descolocada, pues luego de haber escuchado al Taller, con sus
instrumentos étnicos y sus músicas tan poco ortodoxas en las que parecían
dialogar algunos de los elementos o raíces de Empédocles, no se imaginaba que
el valenciano pudiese tocar el piano. El caso es que le dio permiso y el
“Gaudeamus” sonó vibrante y auténtico en aquel colegio abierto a las músicas
mundanas de Barber y compañía.
Luego fueron las veladas en su casa de
Madrid, la preciosa excursión a la sierra de Guadarrama, el apoyo que me brindó
tras mi primera intervención importante en un congreso (el célebre de Salamanca
de 1985), la vuelta de Barber a Asturias para tocar su intimista y casi erótico
Yo/ello: diario de un encuentro, o en otra ocasión con la TVE desde el programa El Mirador para tomar nota de la
incipiente musicología universitaria ovetense, ya en fechas más recientes la sonada inauguración de
Laboral-Teatro y tantas otras cosas que harían interminable
esta entrada. Paralelamente el prestigio del creador se extendía por el mundo y
a día de hoy son miles y miles los conocedores y admiradores de sus propuestas
en cualquier rincón del planeta.
***
Dos detalles más para concluir. En
cierta ocasión guié a Llorenç Barber y a Fátima Miranda por diversos lugares de
la costa asturiana, parando en sitios tan bellos como Cudillero o Luanco, para
culminar en el Cabo de Peñas. Allí, ante la grandeza de aquellos acantilados,
Llorenç reparó en un objeto que le interesó mucho. Me refiero a una alta
columna jalonada de altavoces que está al lado del faro. Sirve para emitir
señales acústicas en caso de que la niebla no permita vislumbrar la luz del faro.
Técnicamente es una “torre de vibradores” a modo de faro acústico y, al
parecer, era de los más notables de Europa a mediados del siglo pasado. Alcanza
unas siete millas.
Quien conozca a Barber ya se imaginará
lo que le estaba pasando por la cabeza, o sea, la posibilidad de hacer un
concierto marino, con barcos situados frente al Cabo de Peñas, dialogando con
aquella sirena gigante. Llegué a hacer algunas consultas a este respecto ante
las autoridades en materia de faros, pero la cosa no prosperó, seguramente
porque podría haber problemas de seguridad. Y con lo revuelta que anda la mar
en Peñas, mejor no insistir.
El segundo detalle es una pequeña
historia familiar. Llorenç había venido a cenar a casa. Mis hijos tendrían por
entonces cuatro o cinco años. Llorenç les trajo un saco de caramelos que casi
era tan grande como ellos. Y como es un hombre extremadamente familiar, a los
cinco minutos había conquistado el afecto de los niños. Hasta el punto de que
durante algún tiempo, cuando les contaba un cuento a la hora de dormir, me
pedían que saliese Llorenç Barber en el relato. Así que el flautista de Hamelín
(que yo les narraba en la oscuridad de la habitación tocando la flauta por
exigencias del guión) ya no era tal sino un valenciano maravilloso que limpiaba
a la ciudad de ratones y que luego castigaba a las gentes, peor que ratas, que
no saben cumplir su palabra. Me aventuré aquellos meses con interpolaciones más
arriesgadas y divertidas y aún hoy esta historia sigue siendo recordada en el
ámbito familiar.
Llorenç Barber: amigo, descompositor y
maestro de ceremonias. Toda una leyenda.
Foto: Ll. Barber en 1980.
Foto: Ll. Barber en 1980.
Preciosa reseña sobre una persona y un artista en efecto excepcional
ResponderEliminarMuchas gracias, Frederic.
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