jueves, 23 de marzo de 2017

Llorenç Barber: recuerdos de un descubrimiento

Conocí a Llorenç Barber en 1980. Lo considero una de esas personas que han tenido (y tienen) una particular importancia en mi vida. Desde aquella fecha hasta esta misma semana hemos mantenido numerosos contactos, unos en persona y otros muchos mediante cartas y correos electrónicos, sin que los períodos de silencio afecten para nada a la relación amistosa de fondo.
También dirigí investigaciones y escribí repetidas veces en medios académicos sobre su obra. Pero hoy no van los tiros por ese lado pues las siguientes líneas  están dedicadas simplemente a recordar algunas experienciass  de los años ochenta, cuando Barber ya era un nombre singular en la música española y quien suscribe iniciaba su trayectoria académica muy atento al devenir de las nuevas propuestas musicales.
El caso es que el profesor Emilio Casares había organizado con la ayuda de Ramón Barce un curso de verano con sede en Gijón. Corría el año 1979. Su formato era muy curioso. Por una parte, había sesiones dedicadas a cuestiones de Historia de la Música (el primer año el Medievo y el siguiente el Renacimiento y así sucesivamente, lo que interesaba mucho a quienes preparaban oposiciones de música de secundaria), pero por otro lado las tardes de los primeros años se reservaban para escuchar a diversos compositores que hablaban de su propia obra. Esto constituía una novedad, acrecentada por el hecho de que una parte de las intervenciones de los dos primeros cursos fue publicada en el libro titulado 14 compositores españoles de hoy.
Estaba prevista la presencia de Juan Hidalgo, pues en la organización había interés en que se hablase de Zaj. Pero Hidalgo no pudo venir, aunque ello no supuso que se descartase el tema Zaj por la sencilla razón de que el máximo conocedor del asunto en aquellas fechas era el propio Barber. Lo era no sólo por el trato con los fundadores del grupo (Juan Hidalgo, Ramón Barce, Walter Marchetti) sino porque Zaj había sido parte de su ascendencia artística y objeto de investigación de su memoria de licenciatura (tesina), de la que en su día me facilitó fotocopia con su habitual generosidad.
Recuerdo muy bien cómo Barber, además de hablar de su propio trabajo, fue explicando (era el 3 o el 4 de julio de 1980) el nombre de Zaj, el anclaje de este grupo de acción musical en ciertos conceptos de la mística oriental (el vacío es más importante que el ser, diría el Tao), el lógico aprecio del grupo a Cage, la descontextualización de objetos cotidianos, entre otras cosas, al tiempo que rechazaba el simplismo de verlo como una especie de mero neo-dadá.
Pero lo más sorprendente de todo fue que, a la vez que se desarrollaba su intervención, los asistentes estábamos inmersos en la pura vivencia de Zaj, practicando varias propuestas  entre las que destacó una versión de El recorrido japonés de Juan Hidalgo, en la que todos fuimos trasladando un pequeño objeto (creo que un patito de goma) atado a un hilo por el perímetro de la sala, con una concentración absoluta que se tradujo en un momento verdaderamente inolvidable.
Los partidarios de la última “musicología musical”, que así la llama Jorge David García Castilla, de la Autónoma de México, podrían encontrar en esta sesión un buen ejemplo avant la lettre de dicha línea metodológica. Lo digo porque Zaj no sólo era el objeto de estudio a través de un discurso oral, sino el medio de estudio a través de su propio discurso estrictamente artístico.
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En los primeros ochenta tuve muchas oportunidades de compartir muy buenos momentos con Llorenç Barber, pues iba con frecuencia a Madrid. Un día acompañé al Taller de Música Mundana a un concierto en un colegio mayor. Todo perfecto. Era la fiesta del centro (o un fin de curso, no podría precisarlo) y al final del acto se iba a cantar el “Gaudeamus igitur”. Barber se ofreció a la directora para sentarse al piano y acompañar el himno universitario. La directora puso cara de no saber si aquello era una broma y quedó muy descolocada, pues luego de haber escuchado al Taller, con sus instrumentos étnicos y sus músicas tan poco ortodoxas en las que parecían dialogar algunos de los elementos o raíces de Empédocles, no se imaginaba que el valenciano pudiese tocar el piano. El caso es que le dio permiso y el “Gaudeamus” sonó vibrante y auténtico en aquel colegio abierto a las músicas mundanas de Barber y compañía.
Luego fueron las veladas en su casa de Madrid, la preciosa excursión a la sierra de Guadarrama, el apoyo que me brindó tras mi primera intervención importante en un congreso (el célebre de Salamanca de 1985), la vuelta de Barber a Asturias para tocar su intimista y casi erótico Yo/ello: diario de un encuentro, o en otra ocasión con la TVE desde el programa El Mirador para tomar nota de la incipiente musicología universitaria ovetense, ya en fechas más recientes la sonada inauguración de Laboral-Teatro y tantas otras cosas que harían interminable esta entrada. Paralelamente el prestigio del creador se extendía por el mundo y a día de hoy son miles y miles los conocedores y admiradores de sus propuestas en cualquier rincón del planeta.
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Dos detalles más para concluir. En cierta ocasión guié a Llorenç Barber y a Fátima Miranda por diversos lugares de la costa asturiana, parando en sitios tan bellos como Cudillero o Luanco, para culminar en el Cabo de Peñas. Allí, ante la grandeza de aquellos acantilados, Llorenç reparó en un objeto que le interesó mucho. Me refiero a una alta columna jalonada de altavoces que está al lado del faro. Sirve para emitir señales acústicas en caso de que la niebla no permita vislumbrar la luz del faro. Técnicamente es una “torre de vibradores” a modo de faro acústico y, al parecer, era de los más notables de Europa a mediados del siglo pasado. Alcanza unas siete millas.
Quien conozca a Barber ya se imaginará lo que le estaba pasando por la cabeza, o sea, la posibilidad de hacer un concierto marino, con barcos situados frente al Cabo de Peñas, dialogando con aquella sirena gigante. Llegué a hacer algunas consultas a este respecto ante las autoridades en materia de faros, pero la cosa no prosperó, seguramente porque podría haber problemas de seguridad. Y con lo revuelta que anda la mar en Peñas, mejor no insistir.
  El segundo detalle es una pequeña historia familiar. Llorenç había venido a cenar a casa. Mis hijos tendrían por entonces cuatro o cinco años. Llorenç les trajo un saco de caramelos que casi era tan grande como ellos. Y como es un hombre extremadamente familiar, a los cinco minutos había conquistado el afecto de los niños. Hasta el punto de que durante algún tiempo, cuando les contaba un cuento a la hora de dormir, me pedían que saliese Llorenç Barber en el relato. Así que el flautista de Hamelín (que yo les narraba en la oscuridad de la habitación tocando la flauta por exigencias del guión) ya no era tal sino un valenciano maravilloso que limpiaba a la ciudad de ratones y que luego castigaba a las gentes, peor que ratas, que no saben cumplir su palabra. Me aventuré aquellos meses con interpolaciones más arriesgadas y divertidas y aún hoy esta historia sigue siendo recordada en el ámbito familiar. 
Llorenç Barber: amigo, descompositor y maestro de ceremonias. Toda una leyenda.

Foto: Ll. Barber en 1980.


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