jueves, 8 de junio de 2017

Otros gregorianos: el caso del Císter (1)

Tal vez resulte perfectamente conocida la teorización que el Císter desarrolló respecto a las artes plásticas, en el marco de un misticismo sobrio, más propenso a lo sencillo -y hasta a lo humilde- que al ornato visionario que se había adueñado de capiteles y arquivoltas en la eclosión del románico y, más en concreto, de las realizaciones benedictinas, orden en la que los cistercienses tienen su origen y cuyo primigenio ascetismo tratan de recuperar
Al lector interesado en sus planteamientos como tal orden monástica, le serán familiares las fuentes que los especialistas citan a este propósito, como las Consuetudines, la Carta caritatis, los Instituta o los dos Exordium, entre otros textos. La vuelta a la sencillez, la homologación de criterios para todas las fundaciones, la revaluación del trabajo manual y un cierto pragmatismo, todo ello servido por una admirable racionalidad en la concepción espacial de sus construcciones, son detalles bastante conocidos como para insistir en ellos de nuevo.
La música, como no podía ser menos, también entra dentro del afán regulador de la orden, por la importancia de la misma como vehículo tradicional de la actividad litúrgica. Efectivamente, ya Tatarkiewicz reconoce que el Císter se preocupa especialmente por la música y por la arquitectura. Por si quedase dudas sobre la valoración de ambas artes, este autor afirma explícitamente que fue la música "el arte que más cultivaron y que tomaron como modelo para los restantes". Más cuando Tatarkiewicz argumenta la mencionada aseveración, no resulta demasiado convincente, pues se limita a recordar el sentido místico-numérico, de raíz pitagórica, platónica y agustiniana, que rige la jerarquización interválica habitual en ese momento, y que se traduce en un concepto de "armonía" de cuño puramente metafísico, que pretendidamente podría servir como modelo para las propias construcciones cistercienses.
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En verdad, el tratamiento de la música litúrgica forma parte del mismo plan espiritual de la orden, y aun diríamos que constituye una vertiente cuya especificidad permite ejemplificar con extrema nitidez buena parte de sus conocidas propuestas reglamentadoras respecto a la vida material y espiritual de sus miembros. Por ello, la reflexión ha de partir de documentos y teorizaciones menos genéricas, pues, aunque poco citadas, resultan absolutamente reveladoras por situarse precisamente en el terreno de la dicotomía medieval de lo sencillo versus lo fastuoso, y de lo necesario y útil, frente a lo meramente atractivo y superficial.
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La Orden Cisterciense tiene su origen en la decisión de un monje llamado Roberto de instalarse, junto con un grupo de ermitaños, en el lugar de Molesmes (Francia), a fin de seguir una vida ascética que la observancia benedictina/cluniaciense propia de la época no parecía favorecer. Ello ocurría en 1075. La empresa se ve coronada por el éxito en cuanto al aumento de monjes y de rentas, pero no parece que el ansiado ascetismo consiga implantarse plenamente. Por ello, después de diversas tensiones, Roberto vuelve a partir con otro grupo de monjes hacia un nuevo lugar, aún más apartado: Císter (Citeaux). Con él van Alberico y Esteban Harding, que acabarían siendo abades del Císter. Estos tres hombres, sobre todo el tercero, son los que, en definitiva, sientan las bases de la Orden del Císter. Una bula papal de 1100 y otra de 1119 establecen la autonomía de los reformadores. Es esos primeros años del siglo XII cuando aparece la figura de Bernardo de Claraval, quien, sin figurar entre los fundadores como a veces se piensa equivocadamente, dio una proyección admirable a la orden a lo largo de su vida.

Tradición gregoriana y pureza musical
En estricto paralelismo con la búsqueda de la primitiva pureza benedictina -referente que nunca conviene perder de vista- la primera generación cisterciense se preocupó por incorporar a sus prácticas litúrgicas el canto más apropiado, aquel del que pudiera asegurarse un mayor respeto a la tradición gregoriana.
No era la primera vez que se sentía esta inquietud entre los teóricos de la música, que desde antiguo ofrecen testimonio de las irregularidades en la interpretación del canto sagrado. Por otra parte, la variedad del santoral y el peso de los usos locales, había derivado hacia una autonomía muy notable en la práctica de la música litúrgica, con variaciones de diversos nivel entre cada zona y aun entre cada iglesia o monasterio. Como lo explica el autor de un importante tratado de la época conocido como Regulae: “entre todas las iglesias, no sólo metropolitanas sino provinciales, no encuentras dos, si no me equivoco, que se ajusten a un mismo uso del canto".
Además, muchas piezas eran mixtas en el plano modal y eso ya había causado algunas quejas mucho tiempo atrás. En el siglo IX, Regino de Prüm había advertido en su Epistola de armonica institutione de que existían “algunas antífonas, a las que llamamos bastardas, o sea, degeneradas e ilegítimas, que comienzan por un tono, tienen otro en el medio, y acaban en un tercero, cuya disonancia y ambigüedad revelamos ". En el siglo XI, en tiempos más cercanos al Císter, Johannes Affligensis . llamado Juan Cotton, escribía: "Si alguna vez se produce una aberración en el canto (...) decimos que procede corregirla de la incapacidad de los cantores mediante la pericia de los músicos”. Y, en fin, como guardián del octoekos, el influyente Guido de Arezzo, igualmente en el siglo XI, no duda en comparar en su Micrologus los modos-modelo con las Bienaventuranzas y con la gramática, base de las artes liberales: "Así pues, los modos son ocho, como ocho son las partes de la oración y ocho las formas de la bienaventuranza, por los que, discurriendo toda cantilena, varía en ocho disímiles voces y cualidades".
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 Muy conscientes de esta peligrosa variedad, los primeros padres cistercienses acudirán a Metz, localidad de gran prestigio en la recepción del canto romano, de cuyo ámbito se conservan códices fundamentales, ya desde los anotados adiastemáticamente, en el siglo X, tan importantes como sus contemporáneos sangalenses en cuanto a la sutileza de la expresión rítmica.
Tiempo después, el propio San Bernardo -en su epístola sobre la revisión del canto cisterciense- alude a este hecho, dejándonos un hermoso testimonio de la historia musical de la orden, cuando nos relata cómo se comisiona a unos monjes para que copien el repertorio litúrgico, según se practicaba en Metz. Esta localidad había sido fundamental en el tránsito del canto romano hacia las tierras del imperio carolingio, ganadas con Carlomagno para la causa de la unificación litúrgica. Sin embargo, aquella copia -que no se conserva- no podía satisfacer las necesidades de la nueva orden, de forma que, a pesar de ser usada en los primeros tiempos, hasta la época de San Bernardo, pronto va a ser retirada.
Ciertamente, la tradición metense, interesantísima por tantos motivos, difícilmente podía adaptarse al nuevo gusto ascético, pues su garantía de tradición no se contradice con la presencia de procedimientos ornamentales de muy diverso tipo que necesariamente acabarían siendo cuestionados dentro de la estrategia cisterciense.
En otros términos, la mirada hacia los orígenes, hacia los momentos de máxima pureza espiritual derivados de la práctica sensata de la regla de San Benito, es aleccionadora para el Císter en varios planos -pobreza, trabajo, sobriedad- pero la mirada hacia la música no podía dar los mismos resultados, por la riqueza explícita de la tradición conservada, como hoy podemos comprobar con toda facilidad. En esto hay que reconocer que el idealismo cisterciense pecó de una cierta ingenuidad. (Continuará).

Ilustración: 
Ruinas del monasterio cisterciense de Moreruela (Zamora). Foto de Ángel Medina (2016)..

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