jueves, 29 de junio de 2017

Otros gregorianos: el caso del Císter (y 4)


Ciertamente, entre numerosos gregorianistas, la práctica cisterciense del canto no goza de muy buena fama, y se han vertido opiniones muy severas. Así, Germán Prado, refiere que San Bernardo "trunca las melodías", con el pretexto de cantar con el salterio decacordo, aunque acto seguido aún le toca peor consideración a los dominicos, pues siguen "parecido criterio, entrando a saco en los neumas cuando parecían largos, sin percatarse de lo que acerca de esos deliciosos yúbilos había escrito San Agustín explicando su sentido".
Sin embargo, este tipo de críticas responden a la tradicional, interesada y errónea división de la historia del gregoriano, en tres períodos: creación y difusión, decadencia, y restauración solesmense en el siglo XIX. En el caso que estudiamos, sin embargo, en modo alguno puede hablarse de decadencia, sino de un tratamiento pragmático de la música litúrgica, de un elemento más dentro del plan centralizado de la orden.
No cabe duda de que si las melodías cistercienses hubiesen sustituido universalmente a la tradición secular del canto llano, la pérdida hubiese sido objetivamente muy relevante. Sin embargo, dado que el canto llano tradicional se ha conservado y se sigue investigando cada vez con mayor conocimiento de causa y mayores aciertos en el campo semiológico, no parece procedente lamentarse, como ya hemos dicho que resulta frecuente entre los gregorianistas, sino tratar de comprender la funcionalidad de esta organizada reforma musical. Desde esta posición, hay que reconocer que la adecuación de los medios establecidos a los fines propuestos -respecto al canto sacro- no pudo haber sido más afortunada. Hay incluso parcelas de la música litúrgica que deben mucho a los cistercienses, como pudiera ser el caso de la himnodia, al haber ido a copiar los himnos en tiempos de Esteban Harding al el lugar donde más prestigio tenía este género, el Milán heredero de San Ambrosio.

Otros detalles significativos y algunos paralelismos y disimilitudes con las artes plásticas.
Los cantos, en fin, han de reunir una serie de características, tanto en su tesitura, como en la sucesión interválica o en su movimiento melódico, para poder vincularse con exactitud y sin lugar a dudas a un solo modo. En caso de que alguna de estas cualidades esté ausente, es preciso realizar una corrección, que en ocasiones revestirá el aspecto de una verdadera amputación quirúrgica.
No es de extrañar que el perfil óptimo de las melodías cistercienses haya de reunir una serie de características, aún más exactamente formuladas que las deseadas para capiteles y otros elementos arquitectónicos. Así, las Regulae, muy en especial, distinguen las tres condiciones que han de caracterizar a una melodía adecuada para los fines sagrados. No pretendemos detenernos en todas ellas, pero además de citar la progressio y la dispositio (que atienden al ámbito y a la estructura modal, respectivamente) podemos destacar el concepto de compositio, que representa el lado cualitativo, el producto final desde un punto de vista menos técnico y más subjetivo -aunque dependa de los factores anteriores- y ello nos recuerda la terminología de los tratados medievales de gramática, donde este término alude, a veces, al enunciado pulido de las expresiones.
Naturalmente, esta línea de pensamiento también podría relacionarse con el concepto de belleza estructural, -formositas- frente a la belleza ornamental, que sería la venustas, y que va muy bien con lo que los cistercienses deseaban para su música, donde las bases modales se refuerzan y clarifican, despojándose de la ornamentación y del exceso, tanto en la longitud de los diseños melódicos como en el propio ámbito o tesitura vocal de los mismos.
Es evidente, por otro lado, que los paralelismos con las realizaciones arquitectónicas del Císter puede establecerse de nuevo. En efecto, la restricción a un ámbito de décima, podría compararse, en primera instancia, con la severa limitación de los ornamentos, el rechazo a la pintura mural, la escasez de imágenes y el gusto por una luz clara, no tamizada por el vidrio coloreado. Pero sobre todo hay que verlo, sin negar lo anterior, como la plasmación meridiana de un planteamiento verdaderamente universalista.¿No está pensada la Carta caritatis para regular, como dice Braunfels, "la convivencia de los monjes mucho más allá de los límites de cada abadía"? ¿No eran los capítulos anuales de la orden instrumentos al servicio, entre otras cosas, de una poderosa cohesión interna? Y del mismo modo que, de cara al funcionamiento cotidiano, cabe la supervisión de las abadías fundadoras sobre las fundadas, así este rigorismo musical encaja como una medida altamente eficaz, en orden a la coherencia global de las distintas abadías. De hecho, resultan innegables las altas cotas de adecuación entre la idea espiritual que subyace en la tratadística aducida en estas líneas -incluyendo el propio pensamiento de San Bernardo- y la realidad sonora del canto litúrgico de la orden cisterciense.
Como telón de fondo, no podemos olvidar la oposición entre el nuevo modo de vida monacal y la práctica cluniacense. Georges Duby lo ha narrado como ningún otro historiador y basta releer algunas de las afirmaciones de Suger, abad de Cluny en tiempos de san Bernardo, para ver que allí triunfaba la opulencia y el esplendor. Sólo un esteta que piensa justo lo contrario que san Bernardo, puede encontrar paralelismos como el siguiente, por cierto, muy platónico en esa gradación de lo sensible a lo inteligible: "El encanto de las gemas multicolores que transforman lo que es material en inmaterial me ha conducido a pensar sobre la diversidad de las virtudes sagradas". Para el Císter no hacían falta cruces de oro, ni cálices de oro llenos de gemas ni nada por el estilo, pues sabían llegar a Dios desde el ascetismo más radical.
Claro que el paso del tiempo desvirtuó algunos principios basilares de la orden, habiendo sido su propia eficacia, su racionalidad y sus reconocidos conocimientos agrícolas, forestales, etc., la causa de un crecimiento espectacular de las fundaciones cistercienses -y de los medios materiales de las mismas- en los siglos medievales. Así, retorna la tentación del ornamento, el lujo de las dimensiones grandiosas, en contradicción con los principios de pobreza y ascetismo que habían sido tan decisivos en los momentos fundacionales. Aquí el paralelismo es menos evidente, pues una práctica de canto fuertemente asentada no se modifica con facilidad y aunque hubo matices, el criterio musical que hemos explicado sigue vigente en los siglos posteriores.
Un hecho importante, la impresión de los libros cistercienses en el siglo XVI -que en nada entorpece la confección manuscrita de los cantorales para uso de la comunidad- es un dato favorable al mantenimiento de esa personalidad indiscutible del quehacer cisterciense en el plano de la música litúrgica. La autonomía de los reinos españoles desde el siglo XV, con capítulos generales propios, no supone cambios significativos en el tema que estamos analizando. Dejamos también a un lado casos del todo excepcionales, como el que se desprende del famoso códice de Las Huelgas, cuyas piezas polifónicas tienen una serie de connotaciones que no viene al caso introducir en estas líneas. Lo mismo cabe señalar respecto a la integración de la polifonía en la práctica litúrgica del Císter, con normalidad desde el Renacimiento, incluso con algunos teóricos propios en el seno de la congregación cisterciense de los reinos castellano-leoneses, hacia la mitad del siglo XVII.

Final
Ahora ya podemos volver al comienzo de esta reflexión, y admitir que si "las reservas de los cistercienses se disipaban frente a la música", como afirma Tatarkiewicz, no es ciertamente tan sólo por su sentido genérico de "armonía", más o menos numérica o misticista, ínsito en la teoría musical de la época -cisterciense y no cisterciense-) sino por haber abordado el fenómeno musical, para uso litúrgico, de una manera original, decidida y concretándolo técnicamente bajo las mismas premisas ascéticas de la orden.
Bajo las principios de esta teorización específica, podemos intuir que el Císter primó la vena ascética en su tratamiento de la música, y que los escalones de la humildad, de los que habló San Bernardo, neoplatónicamente, también pueden recorrerse desde su práctica. A la vanidad de lo superfluo, a la curiositas y a la turpis varietas, criticadas por los padres cistercienses como justificaciones inaceptables del arte, se oponen aquí, hechos música, algunos de los verdaderos adornos del alma, o algunos de los atributos de su belleza, como la humildad o la claridad, (que nos lleva a la constante neoplatónica de la luz) entre otros, de los que habló Tomás de Citeaux; y vemos también la medida y la congruencia, que Badwin Cantuariense aplicaba a la verdadera belleza. Frente al gusto por el ornato, en fin, la opción ponderada de lo necesario, indeleblemente teñida por unas cualidades de obediencia, racionalidad y rigor que tanta fortuna habrían de tener en la expansión espiritual de la orden desde los primeros momentos de su aparición.
Hay una última circunstancia que hemos de consignar. El Císter fue una empresa religiosa coronada por el éxito. Por ello, muchos de los principios que fundamentaron su existencia dejaron de cumplirse no mucho después de los tiempos de San Bernardo. El centralismo fue menguando y los avatares de la historia cisterciense dieron momentos de gloria y de peligro a la orden en los siglos sucesivos. En cuanto a la música hay algo que casi es triste reconocer: su reforma no tuvo ni mucho menos el alcance previsto. C. Veroli lo ha demostrado en los trabajos que se citan. Allí se ve que muchas piezas no fueron reformadas e incluso que hay algunas que mantuvieron tradiciones más ornamentales de lo habitual. O sea, que el rechazo que ciertos gregorianistas mostraron por las melodías era, si no infundado, sí exagerado para la realidad de la reforma. Su empeño, sin embargo, siempre brillará con luz propia en la historia de la monodía litúrgica de la Iglesia.

Ilustración: Fragmento de un libro de coro del Monasterio de Valdediós (Seminario Diocesano de Oviedo).

Fuentes
Anónimo: Cantum quem. Ed. de F. J. Guentner. Corpus Scriptorum de Musica. American Institute of Musicology, 1974.

Anónimo: Cantum quem. Claire Maitre: La réforme cistercienne du plain-chant. Etude d´un traité théorique. CNRS, Brecht, 1995.

Guido d•Arezzo: Micrologus, Ed. Smits van Waesberghe en Corpus Scriptorum de Musica

Guido Augensis (Guy d´Eu): Regulae de arte musicae. E. de Coussemaker: Scriptorum de musica medii aevi, vol. II, pp. 150-191. 1867. (Vide Claire Maitre, 1995).

Bernardo de Claraval: Epistola S. Bernardi de revisione cantus cisterciensis. Ed. de F. J. Guentner, junto con el Anónimo Cantum quem. Corpus Scriptorum de Musica. American Institute of Musicology, 1974.

Regino de Prüm: Epistola de armonica institutione. Gerbert, Scriptores.

Johannes Wylde: Musica manuale cum Tonale Ed. C. Sweeney, CSM, 28. American Institute of Musicology, 1982.


Nota bibliográfica
Georges Duby: San Bernardo y el arte cisterciense. Taurus Humanidades. Madrid, 1992 (Traducción de Luis Muñiz. Título original: Saint Bernard. L´art cistercien. Paris, 1979

M. Huglo: Les livres de chant liturgique. Typologie des Sources du Moyen Age Occidental, fasc. 52. Lovaina, 1988

Claire Maitre: "Recherches sur les Regule de arte musica de Gui d´Eu". Les sources en Musicologie, CNRS, Paris, 1981.

S. R. Marosszeki: Les origines du chant cistercien. Analecta Sacri Ordinis Cisterciensis. Roma, 1952

Angel Medina: "El ascetismo de la estética musical cisterciense", en Valdediós. Libro conmemorativo del 1100 aniversario de la consagración de la Iglesia de San Salvador de Valdediós. Arzobispado de Oviedo, 1993.

Ángel Medina: . "Virtudes, vicios y teoría del canmto en la época del Maestro Mateo" En José López-Calo / Carlos Villanueva (eds): El Códice Calixtino y la música de su tiempo. A Coruña, 2001, Ed. Fundación Barrié de la Maza, pp. 73-93.

Cristiano Veroli: "La revisione musicale bernardiana e il graduale cisterciense", Analecta Cisterciensia, 1991, año XLVII.






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