jueves, 15 de junio de 2017

Otros gregorianos: el caso del Císter (2)

La alternativa a este primer antifonario -para el que se suele dar la fecha de 1109- no se hace esperar. En torno al 1134 tiene lugar un hecho decisivo en este terreno: los abades cistercienses emprenden una nueva reforma litúrgico-musical, bajo el cuidado del propio San Bernardo y la colaboración de los expertos en el canto de la orden.
He aquí un episodio apropiado para comprobar la fuerza espiritual del "más medieval de los santos medievales", como denominó W. Braunfels al abad de Clairvaux. Pues, siendo consciente este equipo de reformadores de las numerosas diferencias existentes entre los libros de canto de cada lugar, de los errores y corrupciones que se habían ido deslizando en dichos libros, tanto en el texto como en la música, decidieron espigar de cada uno de los supervisados, lo que más les pudiese interesar, creando así un nuevo paradigma, que no opta por una determinada tradición, sino que se diferencia de todas por su elaboración colacionada. Es algo parecido a un producto de tipo musicológico, si se nos permite la licencia de la expresión aplicada a una actividad del siglo XII, algo parecido a cuando muchos siglos después los monjes de Solesmes proponen sus ediciones que resultan igualmente del estudio de diversas fuentes. En el prólogo que San Bernardo escribe para este nuevo antifonario se asegura, no sin cierto orgullo, que puede considerarse intachable, tanto desde el punto de vista del canto como en lo que concierne al texto.
Pero esta realización que acabamos de comentar, ejemplo admirable de cómo una voluntad espiritual absolutamente clarividente puede dejar su impronta en cuestiones tan aparentemente puntuales e inocentes como la interpretación del canto sagrado, no hubiese prosperado según los deseos del de Claraval si no hubiese ido acompañada de otras circunstancias igualmente significativas. Una de ellas fue la existencia de una teorización musical específicamente creada en esta dirección reformista; otra, muy en la línea del centralismo característico de la orden cisterciense, se refiere a la prohibición de modificaciones respecto al paradigma, lo que aunque no haya sido efectivo al ciento por cien, sí ha coadyuvado a la homogeneidad del canto llano en la tradición cisterciense..
Este último detalle podemos comprenderlo muy bien si sabemos que, ya a fines del siglo XII, la abadía de Citeaux (Císter, de Cistercium en latín) custodiaba un juego completo de libros litúrgicos (hoy en Dijon, aunque con la pérdida de los más significativos a nivel musical) que era el modelo sobre el que literalmente se tenían que copiar los libros de las nuevas fundaciones. Y, como ha señalado admirativamente el insigne medievalista Michel Huglo, el cuidado en la copia era tan notorio, especialmente en la transcripción de los elementos musicales, que se pueden cotejar antifonarios y graduales de muy distinto origen geográfico sin que se pierda la homogeneidad entre ellos. El modelo de orden centralizada, ciertamente, se plasma aquí de una manera ejemplar. Una teorización específica acabaría por redondear la exacta estrategia cisterciense en el terreno de la música litúrgica.

al abad de Clairvaux. Pues, siendo consciente este equipo de reformadores de las numerosas diferencias existentes entre los libros de canto de cada lugar, de los errores y corrupciones que se habían ido deslizando en dichos libros, tanto en el texto como en la música, decidieron espigar de cada uno de los supervisados, lo que más les pudiese interesar, creando así un nuevo paradigma, que no opta por una determinada tradición, sino que se diferencia de todas por su elaboración colacionada. Es algo parecido a un producto de tipo musicológico, si se nos permite la licencia de la expresión aplicada a una actividad del siglo XII, algo parecido a cuando muchos siglos después los monjes de Solesmes proponen sus ediciones que resultan igualmente del estudio de diversas fuentes. En el prólogo que San Bernardo escribe para este nuevo antifonario se asegura, no sin cierto orgullo, que puede considerarse intachable, tanto desde el punto de vista del canto como en lo que concierne al texto.
Pero esta realización que acabamos de comentar, ejemplo admirable de cómo una voluntad espiritual absolutamente clarividente puede dejar su impronta en cuestiones tan aparentemente puntuales e inocentes como la interpretación del canto sagrado, no hubiese prosperado según los deseos del de Claraval si no hubiese ido acompañada de otras circunstancias igualmente significativas. Una de ellas fue la existencia de una teorización musical específicamente creada en esta dirección reformista; otra, muy en la línea del centralismo característico de la orden cisterciense, se refiere a la prohibición de modificaciones respecto al paradigma, lo que aunque no haya sido efectivo al ciento por cien, sí ha coadyuvado a la homogeneidad del canto llano en la tradición cisterciense..
Este último detalle podemos comprenderlo muy bien si sabemos que, ya a fines del siglo XII, la abadía de Citeaux (Císter, de Cistercium en latín) custodiaba un juego completo de libros litúrgicos (hoy en Dijon, aunque con la pérdida de los más significativos a nivel musical) que era el modelo sobre el que literalmente se tenían que copiar los libros de las nuevas fundaciones. Y, como ha señalado admirativamente el insigne medievalista Michel Huglo, el cuidado en la copia era tan notorio, especialmente en la transcripción de los elementos musicales, que se pueden cotejar antifonarios y graduales de muy distinto origen geográfico sin que se pierda la homogeneidad entre ellos. El modelo de orden centralizada, ciertamente, se plasma aquí de una manera ejemplar. Una teorización específica acabaría por redondear la exacta estrategia cisterciense en el terreno de la música litúrgica.

El apriorismo teórico cisterciense
La teorización sobre el canto llano en la práctica cisterciense no se deriva, como en la inmensa mayoría de los casos, de la propia práctica, sino que la precede, tal como ha sido puesto de relieve por los no muy abundantes especialistas que se han interesado en este singular episodio de la teoría musical.
Ya hemos señalado líneas atrás que no faltan observaciones críticas significativas a este respecto, es decir, en relación con las orientaciones que había ido tomando la praxis interpretativa de la monodia litúrgica. Desde los tiempos del renacimiento carolingio a la época que nos ocupa, en el siglo XII, detectamos un goteo de quejas, críticas y propuestas reformistas, que no pueden separarse de lo que acabaría siendo la propia reforma cisterciense.
Es absolutamente necesario destacar aquí dos referencias de capital importancia, por su dedicación especial al universo cisterciense. Primeramente, un tratado titulado Regulae de arte musica, ya publicado por Coussemaker en el siglo XIX, y sobre cuya autoría -un cierto Guido- se ha generado todo un cúmulo de malentendidos. Este Guido Augensis, o Gui d´Eu, según nos refiramos a él en modo latino o en francés, habría escrito sus Regulae, según los análisis de Claire Maitre, no antes de 1132, pero en fechas cercanas, pues va dirigido al abad de Rievaulx, que comienza su mandato en esa fecha, o sea, en los momentos previos a la segunda reforma.
Un segundo texto teórico -emparentado con el anterior- es el conocido por su incipit "Cantum quem Cisterciensis..." Se pensó que también este texto de carácter técnico se debía a la mano de San Bernardo; por otra parte, en función de las similitudes -en algunos casos literales- con las Regulae, también fue tomando forma la opinión de que ambos textos teóricos procedían del mismo autor, el mencionado Guido Augensis. Los análisis de C. Maitre han demostrado -incluso con razones de tipo estilístico- que se trata de autores distintos, si bien la deuda del Cantum quem, que también es anterior a 1150, con las Regulae es innegable. Este, por lo demás, atiende aspectos que exceden los propios intereses cistercienses, mientras que aquel está concebido específicamente para uso de la orden. En síntesis, la lectura de la epístola antes citada de San Bernardo, que es prólogo del antifonario cisterciense, a veces también precedido del tratado Cantum quem..., más el complemento fundamental de las Regulae, de un cierto Guido, todo ello elaborado entre 1132 y 1147, constituyen las fuentes imprescindibles para la cabal comprensión de la teorización cisterciense en el terreno de la música litúrgica. Un tratado de J. Wylde, ya tardío, puede añadirse a la lista, más que nada por sus alusiones a la polifonía, poco cara al Císter y limitada a formas elementales del organum pese a haberse escrito en una época en la que la gran polifonía del XIII y del XIV ocupaba a otros tratadistas. Se verá que, bajo el lógico velo del tecnicismo musical, se descubre en todos estos tratados un afán regulador con objetivos extremadamente claros y totalmente paradigmáticos de los aspectos más sentidos de la estética cisterciense.
Efectivamente, el tratado Cantum quem, escrito por un desconocido monje cisterciense, reviste un enorme interés para el especialista en teoría de la música. Editado por Jean Mabillon en 1667, conoció posteriores ediciones, inadecuadas musicológicamente hasta la aparición de la edición crítica de F.J. Guentner, en 1974.
Las líneas de introducción tienen un carácter estético-doctrinal, al aludir a los numerosos vicios, licencias y falsedades que corrompen la recta interpretación de las plegarias. Y como un lejano eco de San Agustín, recomienda que se haga la ciencia del canto con música recta, excluyendo todos aquellos cantos que sean cantados de forma regular y desordenada.
Tras explicar las falsedades, interpolaciones corrupciones y apócrifos, de tipo textual, que motivan la aversión y el tedio en los novicios, el tratadista entra en una serie de consideraciones de tipo técnico, explicando los ocho modos gregorianos, a base de la división de las cuatro maneriae, o diversidades de la distribución interválica, según la distinta posición de los tonos y semitonos, por encima y por debajo de las notas finales.
Pero acto seguido se introduce una reflexión sobre el uso del bemol de notable interés. Esta alteración se usaba con normalidad en la nota Si, pero ello no podía justificar cierto tipo de transposiciones, que alteran el orden modal. De forma que una pieza con final en Sol, mediante el Si bemol se asemeja a la estructura de un protus (modos I y II); pero este hecho, se nos dice en el tratado, en modo alguno puede admitirse, pues el Si bemol no es una más en la sucesión de las notas, sino un caso especial, que se presenta a veces en el agudo -pero que no sería repetible en el ámbito grave- y, en consecuencia, empleado así sólo daría lugar a una mixtificación totalmente censurable. En otras palabras, los modos I y II pueden acabar en Re o en La; los modos III y IV, en Mi o en Si natural; los modos V y VI, en Fa o Do; y, en fin, los modos VII y VIII, terminarán en Sol únicamente, con lo que las letras D, E, F, G, A, B, C, notas Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, Do, pueden ser finales modales
No nos resulta difícil detectar aquí el ideal severo pero funcional que tantos elogios mereció en las realizaciones arquitectónicas de los monjes blancos. Este aspecto pseudo-modulante del citado uso del bemol -con un cierto sentido de color- ha de ser proscrito, para retornar a la diafanidad de los modos en su formulación más perfilada, lo que no excluye el uso del Si bemol en algunos casos, especialmente cuando sobreviene un tritono - verdadero diabolus in musica como se suele definir en estos momentos- que es lícito evitar con este recurso. En tanto que alteración, los cistercienses podían incluso rechazar el signo, prefiriendo cierto tipo de transportes a tener que usar esa particular grafía. Ello puede dar lugar a algunas incoherencias.(Continuará).

Foto: Monasterio cisterciense de Santa María la Real de Obona, (Tineo, Asturias). Foto de A. Medina (2016).Monumento nacional en estado de abandono.

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