lunes, 1 de diciembre de 2025

Escalas y escaleras: subir, bajar, caer, imaginar


El pasado noviembre salió a la luz mi último libro, titulado 
Escalas y escaleras y subtitulado Simbolismos en el eje de la verticalidad. He de decir que la editorial Libargo (Granada) apoyó el proyecto desde el momento en que les fue presentado. Su director, Manuel Mielgo, trabajó intensamente para ofrecer un volumen editado con gusto, clara tipografía, papel sostenible y poderoso diseño de cubierta. Dos queridos colegas y colaboradores de Libargo –Daniel Moro e Itziar Larrinaga– contribuyeron asimismo de manera significativa a que saliese adelante esta iniciativa. Deseo cerrar estas líneas de agradecimiento a la editorial con la mención de José López Falcón, minucioso y eficiente corrector.

La idea central que preside dicho ensayo es que los sustantivos escala y escalera no solo tienen en común una misma etimología sino también una serie de simbolismos que se desarrollan en el eje de la verticalidad. Las escaleras ordinarias conectan alturas; por ejemplo, las de los diversos pisos de un edificio. También hay escaleras musicales de carácter didáctico o lúdico-deportivo. Asimismo, son dos los géneros de escala que interesan aquí: por un lado, las del tipo escaleras de mano y, por otro, los sistemas escalares que comunican distintas alturas del sonido.

El modelo de simbolismo escalar lo hallamos en la historia bíblica del sueño de Jacob: «Y tuvo un sueño: una escalinata, apoyada en la tierra, con la cima tocaba el cielo. Ángeles de Dios subían y bajaban por ella» (Génesis 28:12). De modo que esta escalera arranca del suelo y termina en el cielo, trayecto que es el paradigma del eje espacial de la verticalidad. La subida, pues, conduce de la normalmente denostada tierra hasta un ámbito donde se halla todo lo bueno que uno se pueda imaginar. Por lo general, arriba está el Paraíso, el dominio de una disciplina, el fin de un camino de peregrinación espiritual y tantas otras realidades, manifestadas por una abundante iconografía y aun por las propias escaleras reales, Abajo, contrariamente, se sitúa la tosca realidad de la tierra o incluso el infierno al que fue arrojado Lucifer y sus ángeles rebeldes por la inapelable sentencia del Todopoderoso. Caída fulminante para la que no hace falta escalera, pues es como despeñarse desde lo más alto a lo más bajo de estos territorios supranaturales.

Por otro lado, las organizaciones escalares de la música han sido bastante variadas a lo largo de la historia: tenemos los tetracordios, especies de octava y sistemas griegos, los modos gregorianos, los hexacordos de la teoría del solfeo hexacordal, entre otras estructuras. La graduación es consustancial tanto a las escaleras como a las escalas musicales.

 

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Tras diversas consideraciones preliminares y metodológicas, el capítulo II presenta una muestra iconográfica de escaleras y escaleras de mano. Se analizan la escalera de las edades de la vida, un grabado del Gradus ad Parnassum (Fux), la escalera de mano de la música humana (Fludd), la escalinata del conocimiento de la Universidad de Salamanca, la esplendorosa escala de Mahoma, la escalera del ascenso y descenso del entendimiento (Llul) y la ascética escala de san Juan Clímaco en un icono del siglo XII. 

En cuanto a las estructuras escalares de la música, tomamos aquí como muestra tres casos. En primer lugar, la relación simbólica y escalonada entre los cinco tetracordios griegos, los cinco elementos y los cinco sentidos, de Quintiliano (s. II). El tetracordio más agudo (hiperbólico) se vincula con el éter, el quinto y muy sutil elemento que a veces se añade a los cuatro clásicos de Empédocles, y al sentido de la vista, el más valorado de los cinco. Y luego se va bajando de categoría hasta llegar al tetracordio grave (hypaton), al elemento tierra y al sentido del tacto.

En la Edad Media tenemos un ejemplo muy significativo, Aribón (s. XI) imparte toda una clase de Teología al considerar que los dos tetracordios iniciales de un modo gregoriano del tetraekos (v. g,. un protus) aluden a la naturaleza humana de Cristo, a quien los evangelios presentan hambriento bajo la higuera estéril o viéndose sin un sitio para recostar la cabeza mientras los pájaros disponen de nidos y las zorras de madrigueras. Humanidad que culmina con su Pasión y muerte. De la misma manera, los dos tetracordios agudos simbolizan para este autor la resurrección y la excelsitud de la ascensión de Cristo. En suma, que lo terrestre y lo celeste aparecen una vez más conectados. Jesucristo remacha su labor redentora en la cruz y se une a ella como a una escalera de salvación del género humano. Así lo expresa Quevedo:

 

Vos sois la escala, vos, Señor, decía,

que yo soñé, y sois el largo llano;

la Cruz es la escalera prometida:

los clavos escalones y subida.

(F. de Quevedo:. «Poema heroyco de Cristo resucitado». En Parnaso español.

Colección de poesías escogidas, Madrid, Antonio de Sancha, 1771).

 

Imposible detenerse aquí en los casos de Gaffurio (s. XV) y su célebre frontispicio del tratado Practica musicae; en Zarlino (s. XVI) y su comparación de las voces de la polifonía con los cuatro elementos; o en las elaboradas construcciones escalares de Robert Fludd (s. XVII), entre otros que se estudian en este libro, pero no me resisto a mencionar, al menos, el grabado del Promptuario armónico, de Diego de Rojas (s- XVIII), pues, sobre una gran escalinata de tres tiros, se superpone la teoría del solfeo hexacordal, ya comentada en este blog. Y nótese que acaba en un castillete de órgano, trasunto acaso de la Jerusalén celeste, al que solo llegan las notas más agudas con sus correspondientes simbolismos y valoraciones. 

 



La comunicación entre alturas no solo se establece mediante escaleras o escalas. El árbol, como ya apuntara Cirlot, enlaza lo subterráneo de sus raíces con el tramo intermedio del tronco hasta llegar a la copa, que apunta hacia lo alto. Por ello, son muchos los árboles esquemáticos que sirven para establecer distinciones y niveles. La duración de las figuras musicales antiguas y modernas ha sido explicada mediante árboles, donde se parte de un valor largo que se divide en grandes ramas que, a su vez se subdividen en otras más pequeñas y así hasta llegar a la mayor cantidad de figuras que puede albergar la de más amplia duración que actúa como genearca del árbol. Verbi gratia, en un sistema cien por cien ternario, una figura de máxima contiene tres longas, que son nueve breves en la siguiente división, veintisiete semibreves en la consecutiva y ochenta y una mínimas en la última, según diversos árboles del siglo XIV, como el de Sadze de Flandria de la ilustración. Esta apoteosis trinitaria no solo remite a la Santísima Trinidad sino a otras cuestiones que se desarrollan en el libro. También se crean árboles para las consonancias, las proporciones o la expresión de los modos gregorianos, entre otros usos musicales en el eje de la verticalidad.



 

Otro soporte que está relacionado con las escalas, escaleras y árboles en cuanto al eje de la verticalidad es la columna, que consta de basa, fuste y capitel. Afianzada en la tierra, asciende y, como el árbol, apunta hacia lo alto. El ejemplo más claro lo encontramos en ciertos tratados manuscritos de los siglos IX al XI en los que se usa la notación dasiona. Para ello, la columna actúa como una clave múltiple donde se dibuja un número variable de notas ascendentes escitas en notación dasiana. Se escriben las sílabas del texto cuidando que cada una quede a la altura del sonido que está a su mismo nivel en el fuste de la columna y, por tanto, marcando un claro eje de la verticalidad de lo agrave a lo agudo. Sepan quienes deseen cantar este fragmento que las notas de la columna son do, re, mi, fa, sol y la y que el ritmo es el que marca el propio texto: Rex coeli domine, spualidique soli.

 



  

También la montaña y la mano guidoniana pueden asumir determinados simbolismos semejantes a los propios de las escalas, escaleras, árboles —incluyendo el árbol de la vida, que es la cruz— y columnas. Y en general, salvo en circunstancias muy puntuales –como las escaleras del patíbulo, arriba se halla lo óptimo, el premio, el Paraíso, el fuego de la voz de soprano (según Zarlino), la trompeta del triunfo, los tetracordios agudos, las jerarquías angélicas, la armonía de las esferas, lo inteligible e incorruptible. Abajo, está el barro de la tierra, el arranque de un camino arduo, lo sensible y lo corruptible, el infierno o el final de una abrupta caída. Todo estos eran ideas que circularon durante largos siglos, desde la antigüedad hasta las centurias modernas.

La propia música ofrece abundantes testimonios de la presencia de estructuras escalares como elemento temático en el seno de las composiciones o como legalidad y fundamento en las obras sobre la escala aretina. Subir y bajar a través de las notas acaba convirtiéndose en un sólido conjunto de código simbólicos y de ahí salen diversas figuras de la retórica musical relacionadas con estas ideas, como el clímax, la hipérbole, la hipóbole, la anábasis, la catábasis y algunas otras. Ciertos simbolismos los construye la cultura de cada época, pero hay otros que están anclados en el subconsciente colectivo y, por eso, son ancestrales y siguen funcionando en la actualidad.

 

Datos del libro

Ángel Medina: Escalas y Escaleras: Simbolismos en el eje de la verticalidad. Granada, Ed.Libargo, 2025, 226 p.

 

Ilustraciones

 

—Cubierta del libro. 

 

—Escalinata de los hexacordos. Diego de Rojas y Montes, Promptuario armónico. Córdoba, Antonio Serrano y Diego Rodríguez, impr., 1760.

 

 Sadze de Flandria: árbol de ramificaciones ternarias en los cuatro grados de las relaciones entre las figuras (Coussemaker, III, p. 268).

 

—Pasaje del organum a dos voces sobre la secuencia Rex coeli Domine. (Liber enchiriadis

de musica, fº 9v). Manuscrito misceláneo. Lat. 7211. Fuente:

gallica.bnf.fr / Bibliothèque nationale de France. Disponible en Web:

https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b8432471z


Entrevista de Celsa Alonso a Ángel Medina.

Editorial Libargo:

  https://youtu.be/709uLQDp1dA

 

 

 

 

 


 


sábado, 1 de noviembre de 2025

Luis Bodelón: entre la palabra y la música



En las navidades de 2022 recibí una llamada de José Luis Suárez Bodelón (Madrid, 3 de julio de 1959), periodista y escritor a quien no conocía personalmente, pero del que había leído cosas suyas y al que había citado en mi libro sobre el compositor Josep Soler. José Luis García del Busto, con quien tuve diversos contactos y encuentros desde principios de los ochenta, le había facilitado mi teléfono. Existía un vínculo concluyente que conducía de manera inexorable a la apertura de un diálogo entre Luis Bodelón y quien suscribe; y este era nuestra común amistad con el citado Josep Soler, a quien ambos seguimos admirando y recordando tras su fallecimiento en octubre de 2022. Precisamente el compositor catalán fue uno de los personajes incluidos en el libro de Bodelón titulado Diálogos con la cultura (2021). En este volumen, dedica a cada interlocutor una larga entrevista y un ensayo a modo de semblanza de no poco calado. Además de Soler, hay capítulos sobre Buero Vallejo, Antonio López, Julio Caro Baroja, Gonzalo Torrente Ballester, Rafael Alberti o Ignacio Gómez de Liaño, entre otros.

Bodelón había leído mi libro sobre Soler y tuvo la feliz ocurrencia de ponerse en contacto conmigo. Hasta el presente, hemos cruzado numerosos correos, whatsapps y nuestras propias publicaciones; y hasta nos hemos visto una vez en Oviedo. La música tuvo desde el primer momento una notable importancia en nuestra relación.

Luis Bodelón está licenciado en Ciencias de la Información –Sección de Periodismo– por la Universidad Complutense de Madrid (1984). Dentro de su amplia trayectoria periodística se ha especializado en temas de cultura, con atención singular a la literatura. Pero es –y quizá sea, ante todo– un escritor de amplios registros, bien en el ámbito del ensayo, bien en el de la novela, la poesía o el teatro, en unos casos desde su juventud y en otros desde fechas más recientes. He aquí algunos de los prestigiosos diarios y revistas en los que colaboró: ABC, El Mundo, La Vanguardia, Primer Acto, Ajoblanco, Cuadernos Hispanoamericanos, Ancia, Escritura e Imagen, Monsalvat, entre otros. 

Conozco varias de sus obras teatrales de juventud, estrenadas por Teatro Viernes. También unos fanzines ciclostilados de temática literaria que destilan un perfume underground y un entusiasmo muy propio de los años de la Transición. Recordemos de paso que en dicho período ejerció como actor de cine y teatro, algo que ha de estar en los genes de la familia, no en vano una de sus hermanas es la célebre actriz Emma Suárez. 

Luis Bodelón es un ensayista brillante y minucioso. Mientras escribo esto, él anda metido a fondo en los capítulos finales de un ensayo sobre Camus, al que auguro la mejor fortuna crítica. Asimismo, está inmerso en una novela que pasa revista al siglo XX desde diversos ángulos y escenarios, una obra de gran ambición formal y de hondos contenidos y valores literarios, morales y filosóficos. 

Paralelamente a estas obras de amplio aliento, Bodelón ha sabido hallar en la concentración poética una vía de expresión muy poderosa. No está a mi alcance extenderme sobre este asunto, pero deseo al menos mencionar su libro Para las siete cuerdas (1986-1991), al que el propio autor considera como un regalo de la fortuna; y, recién salido de los tórculos, Coral / Para todas las voces, que aún no he podido ver. 

En otro orden de cosas, no puedo dejar de mencionar su labor como fundador y coordinador del Club de Lectura ‘Escorial’. He podido comprobar el liderazgo de Luis, palpable en primer lugar por el alto nivel que imprime a las sesiones, cuidadosamente planificadas y donde algunos de los asistentes intervienen con aportaciones muy concretas sobre los diversos temas que subyacen en las lecturas elegidas. El Club suele reunirse, en Madrid o en El Escorial, en algún lugar donde se pueda desarrollar la sesión con tranquilidad y donde también sea posible celebrar posteriormente una comida en la que prosiga el diálogo entre buenos amigos. 

 

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El escritor madrileño posee una sólida formación musical. De hecho, toca el piano (o el órgano) públicamente en determinadas ocasiones. A veces ilustra sus conferencias con sus propias interpretaciones al piano, como cuando, en un ciclo desarrollado en el Museo del Prado, intervino con una disertación interdisciplinar titulada La creación artística: entre la percepción y el límite, que cerró con unas páginas de su siempre muy amado J. S. Bach. O, por poner otro ejemplo, cuando tocó en el aniversario del fallecimiento de su madre. En este caso, ofreció un recital en toda regla con diversas obras barrocas, clásicas y románticas. No es que sea un Franz Liszt, claro, pero cumple mejor que bien. Por no hablar de los festivales de Navidad y de Primavera, de las celebraciones del Día Internacional de la Música o de alguna efeméride bachiana.

Una faceta curiosa se refiere a su conocimiento de los cuencos tibetanos. Luis Bodelón vivió una década en Países Bajos y allí, tuvo la oportunidad de formarse en el manejo de los citados cuencos con el maestro Hans de Back. He visto vídeos de algunas de sus actuaciones y son una delicia. Suele acompañar la interpretación con reflexiones de tono sapiencial, convenientemente dramatizadas como hombre de teatro que fue. Resulta innegable que el espectáculo funciona y que esos sonidos, con sus tintineos y resonancias encantatorias, evocan un imaginario aéreo y propicio para que, casi sin darnos cuenta, un halo de espiritualidad nos invada dulcemente.

Este conocimiento musical fue también un modo de ganarse la vida, más allá de las colaboraciones en prensa y en medios especializados que, si bien dan nombre y prestigio, no siempre alcanzan para cubrir las necesidades básicas. Luis trabajó en un buen número de centros de enseñanza como profesor de Historia de la Música y de otras asignaturasHace poco comentábamos sus experiencias docentes, realmente harto variadas. Un primer ejemplo podrían ser los Talleres de Piano para niños y adultos. Dependían de la Comunidad de Madrid y se articulaban a través de los Centros Culturales de distintos ayuntamientos. «Y hacíamos siempre –me cuenta Luis– un Festival de Navidad y otro de Primavera». Incluso hubo niños y niñas que se animaron a profundizar en los estudios de música más allá del nivel introductorio de los talleres. Y concluye: «Una experiencia humana que me ha dejado buenos recuerdos»

 Otra vivencia de interés la tuvo en el Centro de Estudios del Sonido, una entidad privada donde se impartía un módulo de Formación Profesional de grado medio para formar técnicos de los medios audiovisuales. Entre 2018 y 2022, fue profesor de la asignatura Presentación de sesiones de vídeo disc-jockey. Partía normalmente de fundamentos históricos y explicaba los procesos musicales en sus fuentes y técnicas. «Los estudiantes —recuerda Bodelón– no querían esforzarse en aprender música: el solfeo les parecía innecesario y la armonía, los acordes, el circulo de quintas, un terror». Lo pasaban mejor –viene a reconocer– con una cámara en la mano o maniobrando en una mesa de disc-jockey. Una vez más –me permito apostillar– sobreviene el viejo problema del lugar de la música en la enseñanza no estrictamente dirigida a los músicos y su estigma de asignatura maría. Pero Bodelón sabía cómo atajar esas quejas. De hecho, gracias a su natural simpatía, no tardó en ganarse el aprecio del alumnado, convirtiéndose en un profesor sumamente popular en el centro. He podido ver algunos de sus primorosos materiales para las clases. En los tiempos del COVID se adaptó perfectamente al sistema de las clases on line, preparó listas de audiciones, facilitó páginas web y siempre tuvo palabras de ánimo para aquellos jóvenes. Escribe Bodelón: «Solía acompañar mi trabajo con un teclado que me venía muy bien para las explicaciones y, asimismo, como punto de reposo y repaso en el hacer profesoral; pausa bien recibida siempre por el alumnado. Con Schumann, Bach, o Beethoven».

Como era de esperar, la música ha sido objeto de sus ensayos, algunos de notable agudeza, como es el caso de La mujer silenciosa: Historia de una ópera, dedicado a Richard Strauss. Con un tono musicológico, publicó en Monsalvat (1988) un texto sobre Félix Máximo López, compositor, escritor y organista que vivió a caballo entre los siglos XVIII y XIX. 

Uno diría que nuestro autor vive la música como un signo de su propia identidad. Paralelamente, la relación de la música con la palabra resulta tan íntima y estrecha en el caso de Bodelón que aquella permea buena parte de su obra literaria. Yo he tenido el privilegio de leer varios de los libros –inéditos– que se agrupan bajo el nombre de Poemas en prosa (I, II, etc.). Estos poemas son retazos de la realidad, momentos del tiempo, instantes de algún proceso de la naturaleza, fotografías de lugares o apuntes luminosos sobre personas, en muchos casos nutridos de ciertos guiños musicales. Un poema en prosa titulado «Concierto en Bach», del libro quinto de esta serie, se cierra con estas palabras (que, de paso, sirven de punto final a las nuestras) y que son, a la vez, un estado anímico y una poética: «Extensión de las voces en una sola Voz, un solo Acorde, un solo Fruto».

 

Imagen: 

Luis Bodelón ante Siete Picos, Sierra de Guadarrama.

 

Vídeo:

Luis Bodelón homenajea a Bach en el 330 aniversario de su nacimiento. Biblioteca Musical Víctor Espinós. Madrid, 11 de diciembre de 2015. Enlace: https://youtu.be/fF3uTigPWhw?si=tWLFcXO4YvbHINrt.

 

 

 


viernes, 3 de octubre de 2025

El organista de Iranzu y su Miserere del viento



No hay nada más melancólico que la contemplación de las ruinas de lo que en su día fueron fastuosos palacios, inexpugnables castillos o recoletos conventos. Es decir, la decadencia de las construcciones que precisamente habían nacido con vocación de perennidad. Las campanas y los órganos de iglesias y monasterios sufrieron particularmente las incurias del tiempo y de la rapiña humana. Se consideraron preciados objetos de deseo en períodos de guerra, pues sus metales podían convertirse en materia prima para la elaboración de armamento. Del mismo modo, no pocos centros religiosos fueron vandalizados en el contexto de las desamortizaciones del siglo XIX, cuando el Estado expulsó de sus propiedades a numerosas comunidades para una supuesta mejor distribución y aprovechamiento de la tierra. Este caso es el que padeció el monasterio cisterciense de Iranzu (Navarra). En este mismo marco se desarrolla la leyenda sobre un organista muy singular.

En efecto, el monasterio de Iranzu fue uno de los muchos que pasó por este tipo de calamidades tras siglos de trabajo y oración. El pintor y polígrafo navarro Juan Iturralde y Suit recogió una historia legendaria, ambientada en sus ruinas, en el relato titulado El organista loco de Iranzu, de fines del siglo XIX. Su escrito arranca con una detallada contraposición entre, por un lado, la belleza del abrupto paisaje y la bondad de la vida monacal y, por otro, la barbarie del proceso desamortizador y la devastación y saqueo del patrimonio de aquel sagrado lugar.

El autor y un sacerdote de la zona aparecen situados en una visita al monasterio, ya en escombros. En una esquina descubren a un hombre en actitud meditativa. El acompañante sabe que el escritor ha quedado intrigado y procederá a contarle la historia. O sea, que hay autor e informante, como en el comienzo de Maese Pérez el organista, de Bécquer. Así pues, el clérigo que hace de guía le hablará de aquel silencioso personaje. Se trata de un monje, el padre Jerónimo, que había ingresado en el monasterio de niño. Ya en esa tierna edad había demostrado muy buen oído, bella voz y altas cualidades para la música. El viejo organista le enseña a tocar el órgano, el clavicordio/manicordio –términos sinónimos aquí– y le introduce en los secretos de la armonía y la composición. Como era previsible, acabó sucediendo a su maestro en en el órgano.

Conviene aclarar que los términos clavicordio y aún más manicordio son bastante ambiguos y polisémicos a lo largo de la historia. En todo caso, aluden a instrumentos de teclado dotados de cuerda percutida, no pinzada, como ocurre en el clavecín. El Diccionario de autoridades ofrece algunos detalles de interés, como que las cuerdas del monachórdio(sic) iban cubiertas de paño, lo que apagaba el sonido del instrumento. También apunta que el monachórdio se usa «por lo regular para aprender el órgano». Lo cual ayuda a comprender la presencia de clavicordios y pianos en ámbitos religiosos dotados de órganos, en el sentido de que aquellos tendrían más bien función de estudio y enseñanza que propiamente litúrgica.

El caso es que, tras la expulsión de los monjes, estos quedaron a la espera de órdenes en el pueblo cercano. Volvían con frecuencia a su antigua morada y rezaban en la iglesia. Mas la incuria del tiempo y el saqueo de los hombres se tradujo en una casi total destrucción. El P. Jerónimo aún podía tocar su querido órgano. No solo iba con el resto de la comunidad, sino también solo. Creía que era su deber dar gracias a Dios pese a todas las calamidades por las que estaba pasando. Juan Iturralde lo cuenta así; 

«Subía, pues, el monje a la tribuna del órgano, y sólo allá con Dios, con sus recuerdos y con la inspiración que de ellos brotaba, inundaba el recinto de dulcísimas armonías impregnadas de la tristeza de su alma; y aquella poética expansión de su atribulado espíritu le servía de consuelo e iba trocando poco a poco su dolor acerbo en dulce melancolía». 

Dicho sea de paso, se echa en falta la presencia del entonador o persona encargada del fuelle que alimenta al órgano y que es habitual en este tipo de narraciones: en Maese Pérez hace eta labor la hija del organista; y en El señor Re sostenido y la señorita Mi bemol, de Jules Verne, tanto el maestro Eglisak como Effarane cuentan con sendos entonadores. Pero se subraya que el P. Jerónimo tocaba «sólo allá con Dios», lo que no podía ser, pues en aquel contexto, antiguo y ruinoso, no se contaba con un motor para la provisión del aire.

El consuelo no le duró al organista demasiado, ya que «vio cierto día con espanto que el órgano también había desaparecido». El P. Jerónimo se vino abajo y aquel espacio del templo se le volvió «sepulcro en donde había sido él enterrado vivo». La leyenda da un notable giro en este punto. Aunque ya es noche cerrada, el P. Jerónimo regresa a su alojamiento provisional por un peligroso camino. En estas líneas el escritor subraya diversos elementos del paisaje sonoro (viento, ramas moviéndose, etc.) que preludian el momento culminante de la narración. 

El monje enferma seriamente y, cuando por fin se recupera, parece actuar de manera muy extraña. No quiere saber nada de la música y se encierra en un mutismo absoluto. Reza el salmo Miserere y trata de componer una obra sobre este texto. Sin embargo, sus borradores acaban cada día en el fuego, lo que Iturralde interpreta como la lucha «entre la insaciable aspiración del alma a la consecución del ideal y la impotencia humana».

 

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Un día de noviembre, mes funerario por excelencia, retorna al monasterio. Le coge la tormenta. La descripción que realiza Iturralde de las oleadas del aire metiéndose por todos los sitios, tanto en el interior como en el exterior, es de una extraordinaria riqueza, quizá un punto «recargada», como señala José Javier Granja Pascual. Iturralde había iniciado su camino artístico como pintor y el citado autor destaca la sugerencia pictórica de sus escritos literarios. Si comparamos las líneas dedicadas al arte como organista del P. Jerónimo con las referidas al concierto de la naturaleza que estamos comentando, vemos que aquellas son genéricas y un tanto tópicas, mientras que estas resultan todo un estallido visual a la par que sonoro. Pues lo mismo detalla las especies de árboles del entorno que distingue entre los tipos de sonidos que emiten a causa del viento; el cual hace «gemir las ramas» de los árboles o doblega los arbustos, «restregándolos sobre la tierra», lo que generaba «un siseo prolongado». El bosque se convierte en instrumento y, además, en uno muy antiguo y apropiado: «cada rama de árbol o de arbusto formaban otras tantas arpas eólicas a las que el viento arrancaba sonidos inimitables». El arpa eólica gozó de amplia popularidad en la literatura europea del siglo XIX. Impelido por las corrientes de aire, fue definido como el instrumento que «hace cantar a la rosa de los vientos», en la bella imagen de M. Tournier recogida por Tranchefort, 

Además de todas estas evoluciones, piruetas y ásperos choques del aire, se detectan timbres, alturas, dinámicas que otorgan una cualidad puramente musical a los sonidos del bosque. Sin duda, la tradición de los bosques animados y sacralizados por rumores varios puede hallarse en numerosas culturas. Un ejemplo que incluye sonidos proporcionados y armónicos lo tenemos en el bosque sagrado de Apolo, descrito en Las Bodas de Filología y Mercurio, de Capella. Y es curioso que también aquí hay ramas altas (que dan sonidos agudos) y ramas bajas (que tocan el suelo y emiten sonidos graves), pues este bosque quiere expresar un orden y no, como en Iturralde, una naturaleza desbocada.

El carácter de los párrafos dedicados a este gigantesco concierto de la naturaleza puede dar a loa lectores y lectoras una idea de la enormidad que el monje escucha y ve desarrollarse a su alrededor, Llega a a la conclusión de que este formidable aliento de Dios es el verdadero arte y que en su unidad y variedad está a años luz de las limitaciones del arte humano. Desde entonces hasta su muerte volvía al monasterio a diario, quedándose incluso por la noche cuando había tormenta. Dejó para siempre de pensar en cualquier música que no fuese aquella que se había revelado entre ruinas y que era obra de Dios. 

 

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Cualquiera podría pensar que este relato tiene su fuente directa en el Miserere de Bécquer, pero los estudiosos y editores de Iturralde afirman que este no conocía la leyenda del sevillano. Un exhaustivo análisis comparativo de J. J. Granja Pascual concluye que El organista loco de Iranzu ha sido descalificado gratuitamente por parte de la crítica a causa de «algunas semejanzas con la leyenda becqueriana» y por «accidentales coincidencias, en todo caso atribuibles a fuentes comunes de la literatura romántica germánica».

Quede claro que la intención de estas líneas se centra básicamente en continuar nuestra pequeña saga de organistas nacidos de la ficción literaria, presentando un caso menos conocido que los que ya hemos comentado con anterioridad. Lo cierto es que el órgano siempre concita el entusiasmo de los creadores literarios, acaso porque su majestuosidad, su propia arquitectura, su simbolismo aéreo y a la vez telúrico, la ubicación en lo alto de la tribuna, todo contribuye a un imaginario donde lo sobrenatural y el misterio siempre resultan posibles.

 

Referencias

Juan Iturralde y Suit. El organista loco de Iranzu. Versión digitalizada disponible en navarra.es 

Web: 

navarra.es

http://eerrtierraestella.educacion.navarra.es › cuentos

 

«Monachórdio»Diccionario de Autoridades 1726-1739. RAE. Disponible en ,Web: https://webfrl.rae.es/dtSearch/dtisapi6.dll?cmd=getdoc&DocId=33133&Index=C%3a%5cinetpub%5cwwwroot%5cDA%5fINDEX&HitCount=1&hits=1+&mc=0&SearchForm=%2fDA%5fform%2ehtml

 

François-René de Tranchefort: Los instrumentos musicales en el mundo. Versión española de Carmen Hernández Molero. Madrid,Alianza Editorial, 1985, p. 192. 

 

Imagen

Monasterio de Santa María la Real de Iranzu, claustro, siglo XII-XIV, restaurado Web: https://turismodenavarra.com/ 



Gracias, María. Tienes toda la razón.

 

 

 

sábado, 12 de julio de 2025



Este blog suele guardar silencio durante el período estival, pero una tan buena noticia como la que se plasma en el título de la entrada merece unas líneas de sincera felicitación. El pasado viernes, 11 de agosto del año en curso el catedrático emérito Emilio Casares, maestro de musicólogos y él mismo autor de una obra científica abrumadora, recibió el Premio ‘Guido Adler’ de la prestigiosa International Musicological Society (Sociedad Internacional de Musicología). El acto tuvo lugar en el Palau de la Música de Valencia, en el marco del congreso internacional de la SIM. Se trata de un extraordinario reconocimiento a su ingente labor en los frentes de la enseñanza, la investigación, el trabajo sobre el patrimonio hispánico y su gestión.

Como discípulo, colega y amigo que soy del maestro Casares desde hace casi medio siglo, he tenido la oportunidad de escribir sobre su trayectoria en diversos medios académicos. Y también en este blog en más de una ocasión. Por tanto, no repetiré las cosas que ya dije y abro este comentario con la intensidad de la alegría que experimenté cuando tuve noticia de la concesión del premio. Y, sobre todo, pongo el foco en las capacidades titánicas del musicólogo para abordar los más arriesgados y poderosos proyectos. Baste recordar cómo sentó las bases de la musicología en la universidad española con la elaboración e implantación oficial de la pionera Especialidad de Musicología en la Universidad de Oviedo (1985). Dicho sea de paso, las semanas de música que Casares fundó, luego convertidas en festivales, fueron un hito dentro de la Extensión Universitaria y acrecentaron el gusto por la música en Oviedo y en las otras sedes donde se celebraron.

La dirección del Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana, como coordinador general de un equipo en el que también estaban el P. López Calo e Ismael Fernández de la Cuesta, así como Mari Luz González Peña, puede considerarse como la obra colectiva de musicología de más envergadura aparecida en el ámbito de la cultura hispánica. Diez volúmenes, miles de entradas y cerca de ochocientos especialistas de todo el mundo así lo atestiguan. Las reuniones que mantenía el doctor Casares con los colaboradores de América latina tuvieron la virtualidad –y así me lo han comentado algunos colegas de allá– de suavizar en ciertos casos los distanciamientos surgidos a raíz de las fracturas sociales derivadas de los golpes de estado y dictaduras instauradas en diversos países de Hispanoamérica. En otras palabras, la cooperación internacional nacida de esta magna obra no es el menor de sus méritos.

Casares fue el fundador y durante años director del Instituto Complutense de Ciencias Musicales. Fue esta una creación que, con el imprescindible patrocinio de la SGAE y otras entidades, dio un vuelco al patrimonio musical español e iberoamericano, a base de ediciones de partituras, libros, su máster en gestión cultural, la revista Cuadernos de Música Iberoamericana, además del antes citado Diccionario y otras iniciativas.

Este premio de la SIM lleva el nombre de Guido Adler (1855-1941), el gran padre de la disciplina en sus tiempos fundacionales. Aunque la SIM es casi centenaria, este galardón ha sido instituido en fechas recientes. El primero se concedió en 2018. Entre los premiados, todos ellos y ellas nombres de oro de la musicología mundial, menciono a Lorenzo Bianconi, Margaret Kartomi, Hermann Danuser o Margaret Bent. Bien se ve que el nivel es altísimo. Sin duda, la figura de Emilio Casares sigue aumentando el indudable prestigio del premio. 

Concluyo con una idea muy generosa que Emilio Casares manifestó en contestación a la carta de concesión por parte de la SIM. En su respuesta agradeció el premio, consciente de su valor y de qué importante entidad se lo otorgaba, pero también comentó que lo recogería en nombre de todos aquellos que él mismo había formado y que han trabajado a su lado en la docencia, la investigación y la gestión del patrimonio musical hispánico. Todo este esfuerzo lo viene haciendo el doctor Casares sin buscar nunca recompensa alguna; entre otras razones porque se considera un adicto al trabajo y porque vive como placer las muchas horas que dedica a sus investigaciones. 

Y una cosa más. Si la coordinación de obras monumentales, como el Diccionario, ya constituye de por sí un mérito sin parangón, no quiero olvidarme de su obra como autor. Un botón de muestra pudiera ser La ópera en España. Ya están dos tomos en la calle, un tercero en imprenta y un cuarto, y último, en curso de redacción. No exagero si digo que estos volúmenes contienen un noventa por ciento de investigación propia. Dicho de otro modo: el profesor Casares está mostrando al público un territorio tan amplio y fértil como ignoto. Con más de ochenta años y con una fortaleza y lucidez admirables. ¡Enhorabuena y gracias, Emilio!


Foto: Emilio Casares recoge el Premio Guido Adler en Valencia (11/07/2025).Foto facilitada por el galardonado.

domingo, 1 de junio de 2025



El escritor Manuel Gutiérrez Nájera (Ciudad de México, 1859-1895) está considerado como el padre del modernismo literario de México. Autor prolífico, probó su arte en los más diversos géneros, pues fue notable poeta, excelente narrador y agudo crítico en sus artículos de opinión. Es autor de una colección titulada Cuentos color de humo, dentro de la cual se inserta el relato Juan el organista. El argumento de este cuento está lleno de detalles melodramáticos. El citado Juan era un joven culto, de posición social no demasiado afortunada. Tocaba el oboe, el piano y el órgano, pintaba algo, sabía francés y latín, además de las disciplinas básicas de las letras y las ciencias y, por añadidura, era persona de buen trato y gran corazón.

El cuento comienza con un sentido preludio en el que se describe el paradisíaco Valle de la Rambla. En el capítulo II se ve llegar a Juan el organista a una hacienda del mencionado valle. Se cuenta entonces su vida y cómo, al morir sus padres, decide buscar esposa. Encuentra a Rosa, joven de buena familia, aunque venida a menos, con la que congenia y se casa. Tienen una hija –Rosita– y este es el momento en que la mujer empieza a cansarse de la vida de pobre que lleva. Se desentiende del cuidado de la pequeña y pasa el día con sus amigas. La situación se agrava y culpabiliza a su marido de la falta de expectativas de su existencia. Rosa acaba poniéndole los cuernos a Juan, momento en el que este decide abandonar (con su hija) la ciudad de México, que ya se le hacía irrespirable.

Radicado en San Antonio, población del Valle de la Rambla, vive como profesor, pintor de temas religiosos para las iglesias y organista en los días señalados. Era «padre y madre» a la vez. El autor hace morir a la casquivana Rosa tan cerca de su adulterio que tal parece que ha dictado una sentencia condenatoria. La mujer ‘mala’ que ha de morir por sus pecados, es un clásico de la literatura de sesgo patriarcal.

En el capítulo III, la vida de Juan da un giro. La acción retorna a aquella hacienda del Valle de la Rambla del comienzo. Juan está allí para entrevistarse con su dueño, don Pedro, el cual le ofrece trabajo como preceptor de sus dos hijos pequeños. Le pagará un buen sueldo y Juan acepta encantado. Se instala en la hacienda. El patrón conocía a Juan de cuando este había tocado el órgano de su capilla particular con motivo de la fiesta del Carmen. Además de los méritos académicos, el organista está imbuido de valores cristianos, lo que agrada mucho a don Pedro.

En los siguientes capítulos se ve que Juan es tratado como uno más de la familia. En cuanto a las hijas mayores, pronto destaca la más joven –Enriqueta– a causa las atenciones que prodiga a la pequeña Rosita. De hecho, «Parecía una madre; pero una madre doblemente augusta: madre y virgen» Juan llega a temer que su hija se pudiera malear con los mimos que la joven le daba, pero había otros sentimientos, que el narrador resume de este modo: «Lo que pasó fué que, gradualmente, aquellas solicitudes de Enriqueta, aquel tierno cuidado, despertaron en Juan un blando amor, escondido primero bajo el disfraz de la gratitud, pero después tan grande, tan profundo y tan violento, como oculto, callado y reprimido». 

Claro está que Juan oscila entre ese sentimiento y la realidad de su condición de menesteroso, tan lejana de la buena posición de Enriqueta. La ama, pero se imagina que ya esa mera pretensión es algo así como traicionar a don Pedro, a quien tanto debía. Las tribulaciones, sufrimientos y dudas del organista conviven con lo que cree percibir como una respuesta favorable de la joven. Todo esto se intensifica cuando Rosita cae enferma y Enriqueta la cuida como una madre y la vela por la noche. La prosa de Gutiérrez Nájera no escatima el almíbar en la descripción de esta pasión. 

Un día, el patrón comenta en la comida que pronto va a venir Carlos. Y le explica a Juan que se trata del novio de Enriqueta. Aquella noticia deja a nuestro organista atónito y hundido en la desesperación. Se da cuenta de que ha sido un necio, de que Rosita se quedará sin ‘madre’ por segunda vez y de que el tal Carlos se llevará el tesoro de señales que el había ido recogiendo y guardando como diamantes. El llanto es lo único que le queda.

A los tres meses se celebró la boda en la capilla de la hacienda. Para colmo de males, don Pedro le pidió a Juan que ejerciese de organista en tan notable enlace. Y aquí es donde viene un logrado pasaje culminante de contenido musical que, al mismo tiempo, expresa la psicología del organista y su amor imposible. Primero suena una marcha, con notas que salen de los tubos «a caballo», a modo de «un arco de triunfo hecho con sonidos». Pero he aquí que el músico puede expresar a la vez su propio dolor mediante «una melodía tímida y quejumbrosa (…) como un hilo negro en aquella tela de notas áureas. Las poderosas imágenes de esta parte son acaso el mayor logro estilístico del cuento. La siguiente comparación de dicha melodía es para nota: «Parecía la voz de un esclavo, uncido al carro del vencedor».

Sobreviene después una tempestad sonora ,contada con las escenas bíblicas de Jesús en el lago Tiberíades. La melodía principal desaparece a veces entre extrañas armonías debidas a la improvisación del organista –práctica muy común entre estos instrumentistas–, para reaparecer triunfante acto seguido. Al fin, las aguas del lago se calman, las oleadas de sonidos se desvanecen, se evoca a Cristo sobre las aguas y todo se impregna de una «melancolía infinita», un mar que es ahora «de lágrimas». Escribe Gutiérrez Nájera, ya en las líneas finales del relato: «En la ternura melódica se unían los sollozos, las canciones monótonas de los esclavos y el tristísimo son del "alabado"».

Entre sordos llantos e internos reproches a sí mismo, llega el momento sagrado de la Elevación, a cuya música se suman las campanas y el gorjeo de los pájaros. El organista ha de hacer verdaderos esfuerzos para que la música no le salga tan rabiosamente violenta. Estos momentos de cólera sonora alternan con otros donde lo melancólico triunfa y se hace más intenso cada vez. El escritor resuelve de este modo: «Y en medio de esa confusión, en el tumulto de aquel escape de armonías mutiladas y notas heridas, se oyó un grito». El órgano enmudeció como con un cierto estertor propio de «un gigante que refunfuñaba». –apunta Gutiérrez Nájera. Los sollozos de Rosita, abrazada a su padre muerto, son el tremendo final de esta historia.

Este final puede traernos a la memoria la muerte de Maese Pérez (Bécquer). No está de más recordar que Manuel G. Nájera era miembro del Círculo Gustavo Adolfo Bécquer de México, así que no es de extrañar que conociese la obra del gran poeta sevillano. En ambas leyendas hay grito final de los organistas; en los dos casos los músicos están acompañados de sus respectivas hijas. La gran diferencia es que maese Pérez muere de viejo, en tanto que Juan aún era joven y, literalmente, muere de amor. El de Sevilla gozará de una segunda vida prodigiosa como espectro, pero el mexicano no tendrá ese tipo de oportunidad. Es culpable de haber soñado a lo grande, algo que no está al alcance de los pobres.

Por último, unas líneas sobre el término ‘alabado’ entendido como sustantivo. La RAE recoge tres acepciones, todas referidas a cantos. Ciertamente, ‘alabado’ es un vocablo polisémico. En primer lugar, alude a un canto eucarístico; en segundo, a un canto de serenos al concluir su jornada (Argentina y Chile); y, en fin, se refiere asimismo a un canto de peones al comienzo y final de la jornada en las haciendas (México). Esto último parece encajar con lo que podría haber inspirado al autor, pues en su historia hay peones y hacienda. Sin embargo, el tono lúgubre y la gravedad de lo que está ocurriendo en ese momento permiten pensar en otro significado que no está recogido en el diccionario académico. Me refiero a un canto de velorio, muy simple y repetitivo en lo musical y habitual en México, donde se narran escenas de la Pasión de Cristo bajo la mirada de la Virgen María y el apóstol san Juan, a la vez que se anima al rezo del rosario. En todo caso, tras el nombre de ‘el alabado’ –en este preciso sentido– existen diversas versiones y distintas músicas y letras. 

El escritor mexicano define el ambiente sonoro de la parte final de la misa. Un ambiente que tendría que ser alegre, por la propia naturaleza del acto que se celebra, pero que no lo es porque hay sollozos, canciones de esclavos y el ya mencionado «tristísimo son del "alabado"». 

Dado que el soniquete y función del ‘alabado’, que el organista desliza en su interpretación, habría de ser familiar para todos, tendría que haber causado alguna sorpresa en el auditorio, por lo inapropiado que resultaría en ese contexto. Pero ya vimos que el desenlace iba por otro camino. Recordemos que, al principio de su enamoramiento, Juan ve a Enriqueta como madre y virgen, imagen mariana bastante obvia. Del mismo modo, la pasión de Cristo queda sugerida con esa misma cantilena de velorio. Cabe interpretar –como seguramente habrán hecho los estudiosos de este literato– que Juan el organista adelanta en su despedida del mundo los sonidos de su propio velatorio. Todo se ha hundido para él tras la boda de Enriqueta, su amor imposible.

 

Referencia

Manuel Gutiérrez Nájera: Juan el Organista. Edu Robsy Ed.). Alavor (Menorca) Ed. Info.texto, 2021. Disponible en Web: 

https://www.google.es/url?sa=t&source=web&rct=j&opi=89978449&url=https://www.textos.info/manuel-gutierrez-najera/juan-el-organista/descargar-pdf&ved=2ahUKEwiw-M7z3KWNAxWLUqQEHY4VKjgQFnoECBUQAQ&usg=AOvVaw39AfmYm1X34kvmvRy0Xs5U


 Imagen

Foto de Manuel Gutiérrez Nájera reproducida en la edición citada.

jueves, 1 de mayo de 2025

El portentoso organista maese Pérez (y su espectro).



Las Rimas y leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer, son uno de esos libros que todo el mundo conoce, en parte porque eran –y quizás sigan siendo– de lectura ç obligatoria en muchos centros de enseñanza secundaria, y en parte también por su innegable belleza y altura literaria. Dentro de las leyendas, me detengo hoy en una de las más célebres y apropiadas para este sitio (con permiso de El miserere), titulada Maese Pérez el organista, que data de 1861Traigo así a El Otro a ratos a un nuevo organista de ficción, como ya hice con Pistorius (H. Hesse) o con el de La Regenta (Clarín) y pretendo insistir más adelante con algún otro ejemplo.

La historia arranca con el narrador –se sobreentiende que es el propio Bécquer– a punto de asistir a la misa de gallo en el convento de Santa Inés (Sevilla); por tanto, en el siglo XIX. Una comandadera de la casa le cuenta, antes de entrar, una leyenda sobre cierto prodigioso organista del monasterio. Sin embargo, tras la celebración, sale tan decepcionado del órgano como de «los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche». No hay alusión a parte vocal alguna, de modo que el término ‘motete’ queda un tanto confuso, aunque es cierto que hubo glosas organísticas sobre canciones y motetes.

La causa de que no haya nada de prodigioso en el sonido del órgano de Santa Inés –le explica la citada recadera— es que ya han pasado los tiempos de maese Pérez y de los hechos sobrenaturales acaecidos tras su muerte. Además, se había sustituido el viejo órgano por uno nuevo y, con ello, el espectro de maese Pérez había dejado de acudir cada año a la misa de gallo. El caso es que, según la narración, el citado monasterio había contado antaño con un organista tan extraordinario en su oficio como humilde en su forma de vida. Era ciego, al igual que otros de su mismo oficio lo fueron en la realidad; por ejemplo, Salinas, Cabezón o Nasarre. Había empezado a trabajar con su progenitor desde niño, como entonador; es decir, encargado del fuelle. También sabía componer el órgano; o sea, arreglarlo a modo de organero. Y tocaba maravillosamente. Tenía una hija que, a su vez, se ocupaba de los fuelles y que asimismo tocaba tan notable instrumento.

La misa de gallo se celebra a las doce de la noche del día de Nochebuena, en su paso al día de Navidad. En la época de la leyenda, siglos atrás, el arte de maese Pérez brillaba aún más de lo habitual. De hecho, ese día la iglesia del convento se llenaba de fieles, sin duda movidos por la raigambre de esa celebración y no menos por la calidad de la música que se escuchaba. Las familias nobiliarias sevillanas y el propio arzobispo, todos con sus séquitos, así como muchas gentes de toda condición asistían a dicha misa en Santa Inés, Ni siquiera la catedral podía competir con aquella majestad que el inspirado maestro obtenía del órgano. 

También el «populacho», en expresión de Bécquer, resultaba imprescindible en la misa de gallo: «Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar. las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano». 

Hay una gran expectación. Se corre la voz de que maese Pérez se ha puesto muy enfermo. Pese a que ya se había ofrecido cierto advenedizo para ocupar su sitio, nuestro organista, que se ve en las últimas, quiere despedirse de su amado órgano. Lo suben en un sillón y comienza la misa. Hasta este momento, la narración había venido avanzando guiada por los comentarios de la recadera, en el tiempo del autor, o de una vecina –de extracción igualmente popular–, en la época de la leyenda. En suma, por informantes que conocen la tradición. En los momentos centrales de la historia, es sobre todo el Bécquer más elevado quien habla y se esmera en la descripción del ambiente de luz y alegría que recorre las naves. Al fin y al cabo, se trata de recordar el nacimiento de Jesús. 

La misa comienza y el escritor despacha buena parte de su contenido en pocas palabras y sin mención especial al órgano. Con esta estrategia consigue llevar muy rápidamente la tensión a un punto culminante y este es el momento de la Elevación, tras la Consagración. En esta parte, el sacerdote eleva la hostia sobre su cabeza (el cuerpo de Cristo) y luego el cáliz (la sangre de Cristo). En cuanto a la música para este momento, existen diversas opciones. Hay quienes han teorizado sobre la necesidad de guardar silencio en esta acción tan simbólica, pero lo cierto es que la tradición de componer música para dicha fase de la eucaristía está muy extendida. No era raro, por ejemplo, que sonase laMarcha Real (actual Himno nacional) en determinadas ocasiones y aún lo hace en la multisecular misa de gaita que se conserva en Asturias como Bien de Interés Cultural. Abundan también las músicas delicadas, sutiles, aéreas, que nos transportan a las más altas sugerencias espirituales. 

Maese Pérez traza una especie de triunfo celestial, donde quieren resonar las voces de los ángeles, los cantos de los serafines, al lado de efectos tímbricos y dinámicos que suponen la más absoluta suspensión de los sentidos por parte de los asistentes, de cuyos ojos brotarán gruesas lágrimas al acabar este momento crucial. Expresiones como «torrente de atronadora armonía» u «océano de misteriosos ecos» jalonan el poético relato de este momento. 

Al final de un proceso musical que parece fundir mil melodías en un solo mensaje, «quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz». Justo en ese momento, la hostia aparece sobre la cabeza del oficiante, en medio de una nube de incienso. Por entonces, el sacerdote celebraba la misa de espaldas a los fieles, de aquí que las rúbricas prescribiesen que el celebrante había de bajar la cabeza y elevar la hostia por encima de ella para que la parroquia la viese. Viene entonces el colofón del proceso, que merece la pena recordar con las propias palabras de Bécquer: «En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió y una explosión de armonía gigante estremeció́ la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces». Aún falta una coda acorde con toda la grandeza desarrollada hasta el momento. Escribe Bécquer: «De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador».

Las evocaciones de los cuatro elementos se entremezclan en el relato siendo expresas las referidas a la tierra, el agua y el aire que circula por los tubos metálicos, a su vez fundidos con el fuego de la forja y con el fuego del espíritu artístico de maese Pérez. En otras palabras, hay aquí un concierto o armonía universal al modo de la concordia de los elementos del pensamiento antiguo. Mas es el arte único de maese Pérez lo que otorga a sus interpretaciones la reminiscencia de los mundos supraterrenos y celestiales. Dios vino a la tierra y esta conecta con el cielo, porque la música de maese Pérez es la escala de Jacob que consigue tal milagro. 

El órgano sigue sonando, pero ahora ya debilitado y lejano, trasunto de la quebrada salud del músico. Se oye un raro sonido disonante y el grito desgarrador de la hija de maese Pérez. El maestro había muerto. Naturalmente, los comentaristas de Bécquer –Caparrós, por ejemplo– han establecido paralelismos entre la muerte real del músico en la tribuna y el sacrificio simbólico que se opera simultáneamente en el altar.

La esfera sobrenatural se abre al año siguiente por esas mismas fechas navideñas. El organista advenedizo de San Bartolomé (posteriormente de San Román), hombre soberbio, envidioso y por añadidura mal músico consigue hacerse con el puesto de Santa Inés. Las gentes del pueblo quieren boicotear su actuación y así lo hacen en el primer acorde. A estos efectos, vuelven a sonar los instrumentos populares: « Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos». Pues, ¡oh, sorpresa!, aquello sonaba muy bien, como lo haría el organista fallecido. El impostor acepta los elogios cuando baja de la tribuna, pero está demudado. Quien había tocado era el espectro de maese Pérez. El nuevo ya no quiere tocar más en Santa Inés. Lo hará en la catedral, con total fracaso. 

Por su parte, la madre superiora anima a la hija de maese Pérez para que toque ella. Esta descubre con gran susto que el ánima de su padre anda por allí, ante la incredulidad de la superiora. Un día ambas oyen el órgano sin que se vea a nadie que lo toque. Es el espíritu de maese Pérez, que lo hará sonar desde entonces en las sucesivas misas de gallo. Bueno, hasta que se lo cambian y se va para siempre.

Añado unas líneas para comentar que las dos citadas alusiones a los instrumentos populares se sitúan en tiempos de la leyenda, pero sabemos que estas prácticas se habían intensificado en el siglo XIX, en tiempos del escritor. Tanto es así que en el seno de la Iglesia y entre músicos e intelectuales surgió un movimiento de reforma cuya ratificación más clara fue el motu proprio sobre la música de Pío X /1903). Era la vieja lucha de la severidad contra el hedonismo. La iglesia puso la proa contra las músicas religiosas de sabor teatral o profanizante y contra los instrumentos que etiquetaba como «fragorosos», cual los metales de las bandas o los tambores y similares. Esta batalla resultó muy dura. Baste decir que afectó incluso al arraigado Miserere de Eslava de la catedral sevillana. Pues, en efecto, fueron las premisas del motu proprio las que animaron al cardenal Segura, en plena posguerra, a prohibir el Miserere durante años.

El convento de Santa Inés ha sabido guardar la memoria de esta leyenda. Una inscripción sobre azulejos, colocada por el Ayuntamiento de Sevilla en 1970, recuerda que el templo fue el espacio de esta fantástica narración. Más recientemente, hubo escenificaciones del relato. Paralelamente se estudian sus fondos musicales, se restauró el órgano, no sin polémica, y la iglesia se convirtió en un lugar al que acuden las gentes de fe, los turistas y hasta algún programa televisivo de temáticas paranormales. Las monjas clarisas siguen allí, con su recoleta vida monástica y su sabrosa repostería. Por su parte, la literatura de Bécquer continúa admirando al mundo, entre otras cosas por la facilidad con que nos hace pasar de lo natural a lo sobrenatural; y acaso también porque algunas de sus prosas son tan poéticas que parecen música.

 

Ilustración: Fachada de órgano. Bedos de Celles: L´art du facteur d´orgues. París, 1761. Gallica- Bibliothèque nationale de FRanc . Web: L'art du facteur d'orgues. Partie 2-3 / . Par D. Bedos de Celles,...


Referencias

Gustavo A, Bécquer: La Creación. Maese Pérez el organista. Frankfurt A. M., Verlag Moritz Diesterweg, 1925.

Luis Caparrós Esperante¨ «Bastidores de una escritura: “Maese Pérez el organista”». Ibero-romania, 57, 1997, pp. 53.66.