Cualquier lector de novelas ha vivido la experiencia de empatizar con tal o cual personaje; ha disfrutado cuando le sale una ciudad, un paisaje o una calle con la que está familiarizado; y, por supuesto, ha sufrido con las desventuras o soñado con las esperanzas de los protagonistas de los relatos que lee. Lo que resulta más singular es que acabe uno encontrando una obra literaria que toque las fibras más profundas de su sensibilidad y que, al mismo tiempo, narre vivencias tan cercanas que todo parece déjà vu. Eso es lo que me ocurre con El árbol de las cerezas, de Paola Peretti.
La escritora saltó al gran mundo literario por esta exitosa primera novela, publicada en España en 2019. En la extensa nota de agradecimiento no se olvida de dar las gracias “a quienes han creído en una chica anónima de una provincia italiana”. Paola Peretti realizó sus estudios universitarios al tiempo que se ganaba la vida trabajando como camarera o canguro, según recuerdan las notas biográficas que circulan sobre ella. Estas notas también consignan que, a los dieciséis años, le diagnosticaron la enfermedad de Stargardt. Se trata de una afección ocular degenerativa, no muy frecuente, que supone la pérdida gradual de la visión. No existe posibilidad de curación, aunque hay tratamientos que buscan mantener los residuos de visión que aún funcionen. La escritora llegó a ejercer como profesora, pero dejó de impartir clases cuando ya le resultaba muy difícil corregir los exámenes.
Lo que hizo Paola Peretti fue trasladar sus propias experiencias (en cuanto a la pérdida de visión) a los ojos de una niña, llamada Mafalda, que cumple diez años en el transcurso de la narración. La novela está escrita en primera persona, dando así clara voz a las ilusiones y las cuitas de Mafalda. La niña se muestra como un alma cándida, imaginativa y fantasiosa, pero también muy lógica en muchas de sus apreciaciones. Comprueba su deterioro visual calculando la distancia –decreciente–desde la que es capaz de distinguir el cerezo que da título al libro. Hace listas de cosas o personas que son esenciales (la música, su compañero Filipo, jugar al fútbol, el gato Óptimo Turcaret, la conserje rumana Estela,…) y de lo que va dejando de ver, como las estrellas y, con el paso del tiempo, hasta su propia cara en el espejo. Aprende a leer en Braille y comienza con El Principito, pero su profesor de apoyo le habla de los audiolibros y por ese medio desea escuchar El barón rampante, de Italo Calvino, que no solo es la novela preferida de su padre, sino que es central para comprender algunas partes de la trama.
El árbol de las cerezas es una novela enternecedora y emocionante. Pero hay un claro mensaje de resistencia y de positividad. Es necesario luchar. “Quien tiene miedo –le dice a Mafalda ese gran personaje que es Estela, la bedel– no vive”. Por eso, “el último agradecimiento va para mí y para todas las mujeres que no se rinden” –apunta Peretti en la nota antes citada. Mafalda se adentra en las sombras grises de su mal y sufre terriblemente, pero la ficción acaba en un destello de luz irradiado desde el poderío de su lucha, de su capacidad para no rendirse nunca.
La música es una de las cosas esenciales para la pequeña, como ya se dijo. Y es el tema específico de este blog, por lo que procede centrarse a continuación en los pocos, pero jugosos párrafos que Peretti dedica a la música en su novela.
Cierto día hay una función especial en el colegio de Mafalda. Acude, entre otras razones, porque tocan los alumnos de guitarra de su primo. “Me gusta mucho la música –dice Mafalda– porque no hay que ver nada”. Se confundía, claro, pero nos entendemos. Apunta que en casa quisieron que aprendiese a tocar un instrumento, pero que ella se negó porque era consciente de ver muy mal las notas. “Para mí son hormigas inmóviles sobre una raya negra” –certifica la niña en dura metáfora. Pero cierra los ojos y presta suma atención a los diversos instrumentos; y sus melodías se le meten en el cuerpo y la hacen sentirse como caminando a la orilla del mar.
Tras los cantos de los alumnos de la guardería, les llega el turno a los aprendices de violín. “¡Qué tortura!” –anota Mafalda, erigida en severa crítica de música. A continuación, viene la actuación de Filipo. Es este un chico un tanto díscolo que, sin embargo, parece mostrar lo mejor de sí mismo ante Mafalda. El caso es que Filipo toca el piano y lo hace tan bien que, al acabar, todo el mundo queda en silencio antes de estallar en aplausos. La actuación de Filipo desata en Mafalda una auténtica apología del arte musical. Asegura que “esta música preciosa se me mete en la cabeza, me toma de la mano y me dice que vayamos a correr juntas, como si fuera amiga mía”. Mafalda transforma esas percepciones en imágenes de carreras y olas; ella misma se ve como un delfín y el mar se mueve al compás de la música. Fuera de estas ensoñaciones marinas, Mafalda ha quedado prendada de la música interpretada por Filipo. Entran las guitarras al salón de actos, pero Mafalda sigue oyendo las melodías desgranadas en el piano por su compañero y concluye: “no sé si me asombra más que la haya tocado Filipo o que exista en el mundo algo tan bonito que hasta te hace llorar”.
Mafalda vuelve al ya vacío salón de actos para ver el piano. Pero por allí aún sigue Filipo. Se sientan los dos en el banco del piano y el niño le explica a Mafalda que se van a llevar el instrumento, pues es prestado. Filipo le confiesa a su compañera que toca por imposición paterna –he ahí otro tema de interés–, por lo que rechaza repetir la pieza del concierto para ella. La niña le pregunta si no sabe interpretar otra pieza de su propio gusto. Filipo acaba tocando “Yellow submarine”, tras indicarle a Mafalda que ponga las manos sobre el teclado. De nuevo la niña describe las sensaciones que le causa la ejecución con logradas imágenes. Siente un cosquilleo en sus manos y se suma con su voz al estribillo, pues conoce la canción de los Beatles por su padre. Mafalda felicita al joven pianista y este le dice que, si quiere, le enseña. Eso cambia el humor de Mafalda, pues sabe que no ve las notas. Pero Filipo la anima y le dice que se puede tocar sin partitura, como acaba de hacer él mismo. El asunto no es baladí, pues este diálogo pone sobre el tapete la hegemonía de la notación musical en la cultura occidental. Y sin duda, la tradición académica de la música escrita es una joya del patrimonio de la humanidad. Pero no hay que olvidar que la mayor parte de la música que suena en el planeta no depende de la partitura sino de otro tipo de usos y conocimientos. Llegan a un acuerdo y se dan la mano. Mafalda asegura que no ha apretado “porque me da miedo estropearle los dedos de músico”
En otra ocasión, Filipo la hace a Mafalda una especie de prueba de voz. La niña canta con buena afinación. Parece que el grupo que Mafalda deseaba tener en el futuro –otra de sus cosas esenciales– ya cuenta con el dúo fundador. Al final, el mensaje es nítido: las sombras no vencerán a la luz y las nubes no ocultarán todo el cielo. La música, recibida por Mafalda de una manera instintiva, como con todos los poros de su piel, la conduce a un universo lleno de belleza y de imposibles. Cual en los sueños más hermosos.
Referencia
Peretti, Paola. El árbol de las cerezas. Barcelona, Planeta Audio, 2020. Ed. en papel: Barcelona, Seix-Barral, 2019.
Ilustración
Dibujo de DMA
El viaje a las sombras de Paola Peretti