domingo, 1 de junio de 2025



El escritor Manuel Gutiérrez Nájera (Ciudad de México, 1859-1895) está considerado como el padre del modernismo literario de México. Autor prolífico, probó su arte en los más diversos géneros, pues fue notable poeta, excelente narrador y agudo crítico en sus artículos de opinión. Es autor de una colección titulada Cuentos color de humo, dentro de la cual se inserta el relato Juan el organista. El argumento de este cuento está lleno de detalles melodramáticos. El citado Juan era un joven culto, de posición social no demasiado afortunada. Tocaba el oboe, el piano y el órgano, pintaba algo, sabía francés y latín, además de las disciplinas básicas de las letras y las ciencias y, por añadidura, era persona de buen trato y gran corazón.

El cuento comienza con un sentido preludio en el que se describe el paradisíaco Valle de la Rambla. En el capítulo II se ve llegar a Juan el organista a una hacienda del mencionado valle. Se cuenta entonces su vida y cómo, al morir sus padres, decide buscar esposa. Encuentra a Rosa, joven de buena familia, aunque venida a menos, con la que congenia y se casa. Tienen una hija –Rosita– y este es el momento en que la mujer empieza a cansarse de la vida de pobre que lleva. Se desentiende del cuidado de la pequeña y pasa el día con sus amigas. La situación se agrava y culpabiliza a su marido de la falta de expectativas de su existencia. Rosa acaba poniéndole los cuernos a Juan, momento en el que este decide abandonar (con su hija) la ciudad de México, que ya se le hacía irrespirable.

Radicado en San Antonio, población del Valle de la Rambla, vive como profesor, pintor de temas religiosos para las iglesias y organista en los días señalados. Era «padre y madre» a la vez. El autor hace morir a la casquivana Rosa tan cerca de su adulterio que tal parece que ha dictado una sentencia condenatoria. La mujer ‘mala’ que ha de morir por sus pecados, es un clásico de la literatura de sesgo patriarcal.

En el capítulo III, la vida de Juan da un giro. La acción retorna a aquella hacienda del Valle de la Rambla del comienzo. Juan está allí para entrevistarse con su dueño, don Pedro, el cual le ofrece trabajo como preceptor de sus dos hijos pequeños. Le pagará un buen sueldo y Juan acepta encantado. Se instala en la hacienda. El patrón conocía a Juan de cuando este había tocado el órgano de su capilla particular con motivo de la fiesta del Carmen. Además de los méritos académicos, el organista está imbuido de valores cristianos, lo que agrada mucho a don Pedro.

En los siguientes capítulos se ve que Juan es tratado como uno más de la familia. En cuanto a las hijas mayores, pronto destaca la más joven –Enriqueta– a causa las atenciones que prodiga a la pequeña Rosita. De hecho, «Parecía una madre; pero una madre doblemente augusta: madre y virgen» Juan llega a temer que su hija se pudiera malear con los mimos que la joven le daba, pero había otros sentimientos, que el narrador resume de este modo: «Lo que pasó fué que, gradualmente, aquellas solicitudes de Enriqueta, aquel tierno cuidado, despertaron en Juan un blando amor, escondido primero bajo el disfraz de la gratitud, pero después tan grande, tan profundo y tan violento, como oculto, callado y reprimido». 

Claro está que Juan oscila entre ese sentimiento y la realidad de su condición de menesteroso, tan lejana de la buena posición de Enriqueta. La ama, pero se imagina que ya esa mera pretensión es algo así como traicionar a don Pedro, a quien tanto debía. Las tribulaciones, sufrimientos y dudas del organista conviven con lo que cree percibir como una respuesta favorable de la joven. Todo esto se intensifica cuando Rosita cae enferma y Enriqueta la cuida como una madre y la vela por la noche. La prosa de Gutiérrez Nájera no escatima el almíbar en la descripción de esta pasión. 

Un día, el patrón comenta en la comida que pronto va a venir Carlos. Y le explica a Juan que se trata del novio de Enriqueta. Aquella noticia deja a nuestro organista atónito y hundido en la desesperación. Se da cuenta de que ha sido un necio, de que Rosita se quedará sin ‘madre’ por segunda vez y de que el tal Carlos se llevará el tesoro de señales que el había ido recogiendo y guardando como diamantes. El llanto es lo único que le queda.

A los tres meses se celebró la boda en la capilla de la hacienda. Para colmo de males, don Pedro le pidió a Juan que ejerciese de organista en tan notable enlace. Y aquí es donde viene un logrado pasaje culminante de contenido musical que, al mismo tiempo, expresa la psicología del organista y su amor imposible. Primero suena una marcha, con notas que salen de los tubos «a caballo», a modo de «un arco de triunfo hecho con sonidos». Pero he aquí que el músico puede expresar a la vez su propio dolor mediante «una melodía tímida y quejumbrosa (…) como un hilo negro en aquella tela de notas áureas. Las poderosas imágenes de esta parte son acaso el mayor logro estilístico del cuento. La siguiente comparación de dicha melodía es para nota: «Parecía la voz de un esclavo, uncido al carro del vencedor».

Sobreviene después una tempestad sonora ,contada con las escenas bíblicas de Jesús en el lago Tiberíades. La melodía principal desaparece a veces entre extrañas armonías debidas a la improvisación del organista –práctica muy común entre estos instrumentistas–, para reaparecer triunfante acto seguido. Al fin, las aguas del lago se calman, las oleadas de sonidos se desvanecen, se evoca a Cristo sobre las aguas y todo se impregna de una «melancolía infinita», un mar que es ahora «de lágrimas». Escribe Gutiérrez Nájera, ya en las líneas finales del relato: «En la ternura melódica se unían los sollozos, las canciones monótonas de los esclavos y el tristísimo son del "alabado"».

Entre sordos llantos e internos reproches a sí mismo, llega el momento sagrado de la Elevación, a cuya música se suman las campanas y el gorjeo de los pájaros. El organista ha de hacer verdaderos esfuerzos para que la música no le salga tan rabiosamente violenta. Estos momentos de cólera sonora alternan con otros donde lo melancólico triunfa y se hace más intenso cada vez. El escritor resuelve de este modo: «Y en medio de esa confusión, en el tumulto de aquel escape de armonías mutiladas y notas heridas, se oyó un grito». El órgano enmudeció como con un cierto estertor propio de «un gigante que refunfuñaba». –apunta Gutiérrez Nájera. Los sollozos de Rosita, abrazada a su padre muerto, son el tremendo final de esta historia.

Este final puede traernos a la memoria la muerte de Maese Pérez (Bécquer). No está de más recordar que Manuel G. Nájera era miembro del Círculo Gustavo Adolfo Bécquer de México, así que no es de extrañar que conociese la obra del gran poeta sevillano. En ambas leyendas hay grito final de los organistas; en los dos casos los músicos están acompañados de sus respectivas hijas. La gran diferencia es que maese Pérez muere de viejo, en tanto que Juan aún era joven y, literalmente, muere de amor. El de Sevilla gozará de una segunda vida prodigiosa como espectro, pero el mexicano no tendrá ese tipo de oportunidad. Es culpable de haber soñado a lo grande, algo que no está al alcance de los pobres.

Por último, unas líneas sobre el término ‘alabado’ entendido como sustantivo. La RAE recoge tres acepciones, todas referidas a cantos. Ciertamente, ‘alabado’ es un vocablo polisémico. En primer lugar, alude a un canto eucarístico; en segundo, a un canto de serenos al concluir su jornada (Argentina y Chile); y, en fin, se refiere asimismo a un canto de peones al comienzo y final de la jornada en las haciendas (México). Esto último parece encajar con lo que podría haber inspirado al autor, pues en su historia hay peones y hacienda. Sin embargo, el tono lúgubre y la gravedad de lo que está ocurriendo en ese momento permiten pensar en otro significado que no está recogido en el diccionario académico. Me refiero a un canto de velorio, muy simple y repetitivo en lo musical y habitual en México, donde se narran escenas de la Pasión de Cristo bajo la mirada de la Virgen María y el apóstol san Juan, a la vez que se anima al rezo del rosario. En todo caso, tras el nombre de ‘el alabado’ –en este preciso sentido– existen diversas versiones y distintas músicas y letras. 

El escritor mexicano define el ambiente sonoro de la parte final de la misa. Un ambiente que tendría que ser alegre, por la propia naturaleza del acto que se celebra, pero que no lo es porque hay sollozos, canciones de esclavos y el ya mencionado «tristísimo son del "alabado"». 

Dado que el soniquete y función del ‘alabado’, que el organista desliza en su interpretación, habría de ser familiar para todos, tendría que haber causado alguna sorpresa en el auditorio, por lo inapropiado que resultaría en ese contexto. Pero ya vimos que el desenlace iba por otro camino. Recordemos que, al principio de su enamoramiento, Juan ve a Enriqueta como madre y virgen, imagen mariana bastante obvia. Del mismo modo, la pasión de Cristo queda sugerida con esa misma cantilena de velorio. Cabe interpretar –como seguramente habrán hecho los estudiosos de este literato– que Juan el organista adelanta en su despedida del mundo los sonidos de su propio velatorio. Todo se ha hundido para él tras la boda de Enriqueta, su amor imposible.

 

Referencia

Manuel Gutiérrez Nájera: Juan el Organista. Edu Robsy Ed.). Alavor (Menorca) Ed. Info.texto, 2021. Disponible en Web: 

https://www.google.es/url?sa=t&source=web&rct=j&opi=89978449&url=https://www.textos.info/manuel-gutierrez-najera/juan-el-organista/descargar-pdf&ved=2ahUKEwiw-M7z3KWNAxWLUqQEHY4VKjgQFnoECBUQAQ&usg=AOvVaw39AfmYm1X34kvmvRy0Xs5U


 Imagen

Foto de Manuel Gutiérrez Nájera reproducida en la edición citada.

jueves, 1 de mayo de 2025

El portentoso organista maese Pérez (y su espectro).



Las Rimas y leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer, son uno de esos libros que todo el mundo conoce, en parte porque eran –y quizás sigan siendo– de lectura ç obligatoria en muchos centros de enseñanza secundaria, y en parte también por su innegable belleza y altura literaria. Dentro de las leyendas, me detengo hoy en una de las más célebres y apropiadas para este sitio (con permiso de El miserere), titulada Maese Pérez el organista, que data de 1861Traigo así a El Otro a ratos a un nuevo organista de ficción, como ya hice con Pistorius (H. Hesse) o con el de La Regenta (Clarín) y pretendo insistir más adelante con algún otro ejemplo.

La historia arranca con el narrador –se sobreentiende que es el propio Bécquer– a punto de asistir a la misa de gallo en el convento de Santa Inés (Sevilla); por tanto, en el siglo XIX. Una comandadera de la casa le cuenta, antes de entrar, una leyenda sobre cierto prodigioso organista del monasterio. Sin embargo, tras la celebración, sale tan decepcionado del órgano como de «los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche». No hay alusión a parte vocal alguna, de modo que el término ‘motete’ queda un tanto confuso, aunque es cierto que hubo glosas organísticas sobre canciones y motetes.

La causa de que no haya nada de prodigioso en el sonido del órgano de Santa Inés –le explica la citada recadera— es que ya han pasado los tiempos de maese Pérez y de los hechos sobrenaturales acaecidos tras su muerte. Además, se había sustituido el viejo órgano por uno nuevo y, con ello, el espectro de maese Pérez había dejado de acudir cada año a la misa de gallo. El caso es que, según la narración, el citado monasterio había contado antaño con un organista tan extraordinario en su oficio como humilde en su forma de vida. Era ciego, al igual que otros de su mismo oficio lo fueron en la realidad; por ejemplo, Salinas, Cabezón o Nasarre. Había empezado a trabajar con su progenitor desde niño, como entonador; es decir, encargado del fuelle. También sabía componer el órgano; o sea, arreglarlo a modo de organero. Y tocaba maravillosamente. Tenía una hija que, a su vez, se ocupaba de los fuelles y que asimismo tocaba tan notable instrumento.

La misa de gallo se celebra a las doce de la noche del día de Nochebuena, en su paso al día de Navidad. En la época de la leyenda, siglos atrás, el arte de maese Pérez brillaba aún más de lo habitual. De hecho, ese día la iglesia del convento se llenaba de fieles, sin duda movidos por la raigambre de esa celebración y no menos por la calidad de la música que se escuchaba. Las familias nobiliarias sevillanas y el propio arzobispo, todos con sus séquitos, así como muchas gentes de toda condición asistían a dicha misa en Santa Inés, Ni siquiera la catedral podía competir con aquella majestad que el inspirado maestro obtenía del órgano. 

También el «populacho», en expresión de Bécquer, resultaba imprescindible en la misa de gallo: «Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar. las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano». 

Hay una gran expectación. Se corre la voz de que maese Pérez se ha puesto muy enfermo. Pese a que ya se había ofrecido cierto advenedizo para ocupar su sitio, nuestro organista, que se ve en las últimas, quiere despedirse de su amado órgano. Lo suben en un sillón y comienza la misa. Hasta este momento, la narración había venido avanzando guiada por los comentarios de la recadera, en el tiempo del autor, o de una vecina –de extracción igualmente popular–, en la época de la leyenda. En suma, por informantes que conocen la tradición. En los momentos centrales de la historia, es sobre todo el Bécquer más elevado quien habla y se esmera en la descripción del ambiente de luz y alegría que recorre las naves. Al fin y al cabo, se trata de recordar el nacimiento de Jesús. 

La misa comienza y el escritor despacha buena parte de su contenido en pocas palabras y sin mención especial al órgano. Con esta estrategia consigue llevar muy rápidamente la tensión a un punto culminante y este es el momento de la Elevación, tras la Consagración. En esta parte, el sacerdote eleva la hostia sobre su cabeza (el cuerpo de Cristo) y luego el cáliz (la sangre de Cristo). En cuanto a la música para este momento, existen diversas opciones. Hay quienes han teorizado sobre la necesidad de guardar silencio en esta acción tan simbólica, pero lo cierto es que la tradición de componer música para dicha fase de la eucaristía está muy extendida. No era raro, por ejemplo, que sonase laMarcha Real (actual Himno nacional) en determinadas ocasiones y aún lo hace en la multisecular misa de gaita que se conserva en Asturias como Bien de Interés Cultural. Abundan también las músicas delicadas, sutiles, aéreas, que nos transportan a las más altas sugerencias espirituales. 

Maese Pérez traza una especie de triunfo celestial, donde quieren resonar las voces de los ángeles, los cantos de los serafines, al lado de efectos tímbricos y dinámicos que suponen la más absoluta suspensión de los sentidos por parte de los asistentes, de cuyos ojos brotarán gruesas lágrimas al acabar este momento crucial. Expresiones como «torrente de atronadora armonía» u «océano de misteriosos ecos» jalonan el poético relato de este momento. 

Al final de un proceso musical que parece fundir mil melodías en un solo mensaje, «quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz». Justo en ese momento, la hostia aparece sobre la cabeza del oficiante, en medio de una nube de incienso. Por entonces, el sacerdote celebraba la misa de espaldas a los fieles, de aquí que las rúbricas prescribiesen que el celebrante había de bajar la cabeza y elevar la hostia por encima de ella para que la parroquia la viese. Viene entonces el colofón del proceso, que merece la pena recordar con las propias palabras de Bécquer: «En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió y una explosión de armonía gigante estremeció́ la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces». Aún falta una coda acorde con toda la grandeza desarrollada hasta el momento. Escribe Bécquer: «De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador».

Las evocaciones de los cuatro elementos se entremezclan en el relato siendo expresas las referidas a la tierra, el agua y el aire que circula por los tubos metálicos, a su vez fundidos con el fuego de la forja y con el fuego del espíritu artístico de maese Pérez. En otras palabras, hay aquí un concierto o armonía universal al modo de la concordia de los elementos del pensamiento antiguo. Mas es el arte único de maese Pérez lo que otorga a sus interpretaciones la reminiscencia de los mundos supraterrenos y celestiales. Dios vino a la tierra y esta conecta con el cielo, porque la música de maese Pérez es la escala de Jacob que consigue tal milagro. 

El órgano sigue sonando, pero ahora ya debilitado y lejano, trasunto de la quebrada salud del músico. Se oye un raro sonido disonante y el grito desgarrador de la hija de maese Pérez. El maestro había muerto. Naturalmente, los comentaristas de Bécquer –Caparrós, por ejemplo– han establecido paralelismos entre la muerte real del músico en la tribuna y el sacrificio simbólico que se opera simultáneamente en el altar.

La esfera sobrenatural se abre al año siguiente por esas mismas fechas navideñas. El organista advenedizo de San Bartolomé (posteriormente de San Román), hombre soberbio, envidioso y por añadidura mal músico consigue hacerse con el puesto de Santa Inés. Las gentes del pueblo quieren boicotear su actuación y así lo hacen en el primer acorde. A estos efectos, vuelven a sonar los instrumentos populares: « Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos». Pues, ¡oh, sorpresa!, aquello sonaba muy bien, como lo haría el organista fallecido. El impostor acepta los elogios cuando baja de la tribuna, pero está demudado. Quien había tocado era el espectro de maese Pérez. El nuevo ya no quiere tocar más en Santa Inés. Lo hará en la catedral, con total fracaso. 

Por su parte, la madre superiora anima a la hija de maese Pérez para que toque ella. Esta descubre con gran susto que el ánima de su padre anda por allí, ante la incredulidad de la superiora. Un día ambas oyen el órgano sin que se vea a nadie que lo toque. Es el espíritu de maese Pérez, que lo hará sonar desde entonces en las sucesivas misas de gallo. Bueno, hasta que se lo cambian y se va para siempre.

Añado unas líneas para comentar que las dos citadas alusiones a los instrumentos populares se sitúan en tiempos de la leyenda, pero sabemos que estas prácticas se habían intensificado en el siglo XIX, en tiempos del escritor. Tanto es así que en el seno de la Iglesia y entre músicos e intelectuales surgió un movimiento de reforma cuya ratificación más clara fue el motu proprio sobre la música de Pío X /1903). Era la vieja lucha de la severidad contra el hedonismo. La iglesia puso la proa contra las músicas religiosas de sabor teatral o profanizante y contra los instrumentos que etiquetaba como «fragorosos», cual los metales de las bandas o los tambores y similares. Esta batalla resultó muy dura. Baste decir que afectó incluso al arraigado Miserere de Eslava de la catedral sevillana. Pues, en efecto, fueron las premisas del motu proprio las que animaron al cardenal Segura, en plena posguerra, a prohibir el Miserere durante años.

El convento de Santa Inés ha sabido guardar la memoria de esta leyenda. Una inscripción sobre azulejos, colocada por el Ayuntamiento de Sevilla en 1970, recuerda que el templo fue el espacio de esta fantástica narración. Más recientemente, hubo escenificaciones del relato. Paralelamente se estudian sus fondos musicales, se restauró el órgano, no sin polémica, y la iglesia se convirtió en un lugar al que acuden las gentes de fe, los turistas y hasta algún programa televisivo de temáticas paranormales. Las monjas clarisas siguen allí, con su recoleta vida monástica y su sabrosa repostería. Por su parte, la literatura de Bécquer continúa admirando al mundo, entre otras cosas por la facilidad con que nos hace pasar de lo natural a lo sobrenatural; y acaso también porque algunas de sus prosas son tan poéticas que parecen música.

 

Ilustración: Fachada de órgano. Bedos de Celles: L´art du facteur d´orgues. París, 1761. Gallica- Bibliothèque nationale de FRanc . Web: L'art du facteur d'orgues. Partie 2-3 / . Par D. Bedos de Celles,...


Referencias

Gustavo A, Bécquer: La Creación. Maese Pérez el organista. Frankfurt A. M., Verlag Moritz Diesterweg, 1925.

Luis Caparrós Esperante¨ «Bastidores de una escritura: “Maese Pérez el organista”». Ibero-romania, 57, 1997, pp. 53.66.

 

martes, 1 de abril de 2025


 


De sobra se sabe que los escritores vuelven de continuo sobre las mismas obsesiones. En Hermann Hesse siempre está presente una preocupación intensa por la identidad y por los elementos contrastantes o incluso opuestos que se entremezclan en su definición. Se insiste así en las dos caras de la realidad y del pensamiento: Dios/demonio, vida burguesa/vida en el margen, vida clara/vida oscura, santo/libertino, buen ladrón/mal ladrón, Caín/Abel, hombre/mujer…

La idea de fondo de estos emparejamientos no persigue la oposición, sino la integración de ambos mundos rompiendo con muchas ideas asentadas. En El lobo estepario, Hesse presenta a Caín casi como víctima. El discurso del buen ladrón le suena a recurso sentimental frente a la entereza del ladrón no arrepentido. Harry Haller, alter ego del autor, oscila entre su personalidad humana - de hombre culto y refinado, amante de la música clásica y de Mozart en particular- y otra más salvaje, como de lobo. Tras la cara civilizada se agazapa, y a veces salta y triunfa, el poderío del lobo, cruel, primario, instintivo. En Siddhartha también se trabajan algunas de esas dualidades. El noble Siddhartha es rico y posteriormente pobre; monje y luego libertino; asceta y después comerciante.

En Demian (1919) vemos estas dualidades de múltiples modos; y con caracteres muy singulares a través del organista Pistorius. El joven Sinclair, protagonista de la novela, había escuchado música de órgano en una pequeña iglesia del extrarradio, en uno de sus paseos. Desde fuera del templo, pues la puerta estaba cerrada. Reconoce que es música de Bach y ya en esa primera y atenta audición capta la especial manera de tocar del organista, que convierte la música en oración. Sinclair reflexiona: «Tuve la sensación de que quien tocaba sabía que la música guardaba un tesoro y se esforzaba, afanaba y preocupaba por él como si se tratara de su propia vida». Luego sonó algo más moderno: acaso Reger, conjetura el estudiante. Todos los autores, concluye, «decían lo mismo, todos expresaban lo que el músico llevaba en el alma: nostalgia, profunda comprensión del mundo y vehemente separación de él, ardiente preocupación por la propia alma oscura, exaltación de la entrega y profunda curiosidad por lo maravilloso». Si se repara en algunas de las expresiones empleadas (alma oscura, ardiente, entrega, separación…), tenemos trazado un camino místico que, en algunos detalles, recuerda a los que Jan van Ruusbroec (s. XIV) o san Juan de la Cruz (s. XVI) describieron en sus obras.

Tras muchas veladas oyendo al organista desde fuera, un día ve que la puerta está abierta y entra. Descubre entonces que todas las músicas parecían tener una misteriosa relación entre sí. Y apunta: «Reflejaba fe, entrega y piedad; pero no la de los beatos y los curas, sino la de los peregrinos y mendigos del Medievo; piedad unida a una entrega absoluta a un sentimiento de la vida que sobrepasa a todas las confesiones». Esto no solo es válido para la música de Bach, sino también para sus predecesores o para los antiguos maestros italianos que obraban en el repertorio de Pistorius. 

En cierta ocasión, Sinclair sigue al organista y ve cómo entra en una taberna. Él hace lo mismo y trata de entablar un diálogo, lo que no resulta fácil con un personaje tan particular y orgulloso como parece ser el intérprete. A la pregunta de si es músico, Sinclair responde que no, que le gusta la música, «pero sólo como la que usted toca; música absoluta, en la que se siente que el hombre golpea las puertas del cielo y del infierno». De modo que ya estamos ante una de las dualidades centrales de Hesse. 

El joven insiste en este tipo de ideas y dice que hay un dios que es al tiempo dios y demonio. Se llama Abraxas, pero de él no sabe apenas más que el nombre, escuchado en una clase y leído en la respuesta que le da su amigo Demian a un dibujo que le había enviado: «´El pájaro rompe el cascarón. El cascarón es el mundo. Quien quiera nacer, tiene que destruir un mundo. El pájaro vuela hacia Dios. El dios se llama Abraxas’». 

 El organista se muestra interesado y, más adelante, lleva al estudiante a su caserón, donde el muchacho se asombra de los muchos libros de culturas antiguas que allí se conservan. Pistorius enciende la chimenea, se tumban boca abajo sobre la alfombra y durante una hora concentran la mirada en el fuego. Por la mente de Sinclair pasan imágenes simbólicas en las que no es posible detenerse. Pero en los días posteriores se da cuenta de que aquella adoración del fuego había sido una gran lección que le enseña a encontrarse a sí mismo. Paralelamente, comprende que las formas caprichosas de la naturaleza, como las llamas, las raíces, los humos o las vetas de las piedras estaban ya dibujadas en su alma eterna. Es como si, en lugar de ver cosas bizarras en las formas exteriores, se tratase de proyecciones de su propio interior. No solo somos –explica Hesse– nuestros rasgos más individuales, sino que tenemos todos los elementos que han ido conformando al ser humano desde los pasos más lejanos de la evolución. Puede verse aquí el peso de la psicología de Jung relativa al autoconocimiento y al inconsciente colectivo. Por cierto, Hesse recibió tratamiento en la esfera de la escuela junguiana. 

Los encuentros del joven con Pistorius se hacen más frecuentes y siempre queda de ellos un poso liberador. No era del todo consciente, pero aquellas conversaciones acababan teniendo el valor de auténticas enseñanzas iniciáticas. En cuanto a la música, había incluso una pieza fetiche, un «Pasacalles» de Buxtehude que Sinclair solicitaba al organista cada vez que se encontraba deprimido y que, en la línea del antiguo ethos, cumplía perfectamente esa función curativa del espíritu. Por otra parte, no hacía falta que Pistorius estuviese presente para responder a las dudas del chico. Este piensa intensamente en el organista y le llegan las respuestas. Pero la imagen que se le forma en la mente tiene que ver con un dibujo de una persona de rasgos andróginos. Es decir, la de un ser que mezcla lo femenino y lo masculino y que es la cifra del jugoso mito sobre la plenitud y la compleción del ser humano, lo mismo que Abraxas reúne en sí, según la interpretación del escritor, a Dios y al diablo. 

Abraxas fue un concepto polisémico, usado por el gnosticismo, pero las ideas de los más relevantes gnósticos, como Basílides (s. II), no están tan presentes en Demian como lo está el pensamiento de Nietzsche. De hecho, hay varias menciones en la novela que revelan la fascinación que sentía por el filósofo. Los análisis sobre la decadencia europea, un cierto nihilismo, el desprecio de los pilares de la sociedad burguesa y sus instituciones, entre otros muchos detalles, son elementos que se pueden encontrar en ambos autores, como ha demostrado Thomas Crew (2021), muy en particular en Ecce homo por parte del filósofo y en Demian y El lobo estepario, en el caso del novelista.

 

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Pistorius es uno de los más singulares organistas que ha dado la literatura, sin menospreciar a personajes tan fascinantes como el maestro Effarane o maese Pérez y su espectro, creaciones de Julio Verne y Gustavo Adolfo Bécquer respectivamente. Pistorius es bajo y más bien feo, fuerte, con una cara que expresa muy bien ese juego de dualidades al que tanto recurre el escritor. Pues mientras la frente y los ojos son poderosos y viriles, la zona de la barbilla es suave, blanda, con un toque adolescente y un tanto indefinida, imagina Hesse. Se le notan los traumas de ser el hijo de un pastor renombrado. Había iniciado estudios de Teología y quería ser sacerdote católico. 

Sin duda sigue interesado en las religiones antiguas. La fe en Abraxas es entendida como superior, liberadora, aunque sean pocos sus adeptos en ese contexto. Permite ensanchar fronteras, porque implica dejarse guiar solo por el alma, incluso con el riesgo de bordear acciones ilícitas y reprobadas por la sociedad. Nuestro organista es áspero, bebedor, contradictorio y hasta descreído de sus propias creencias en ocasiones. Aspira a servir a Dios desde una plaza de organista. Todo adquiere sentido cuando se trata con amor, incluidas las tentaciones que se intenta reprimir. El bien y el mal son inseparables. 

Pistorius sabe que no podrá ser sacerdote de una posible nueva religión presidida por Abraxas, pero cree que puede servir a Dios desde el órgano: « … tengo que sentirme rodeado de algo que considere bello y sagrado: música de órgano, misterio, símbolo y mito; lo necesito y no pienso renunciar a ello». La música, pues, es lo que le impide ser un fundador o un mártir de esa supuesta nueva religión, acaso porque con aquella accede precisamente a las provincias más altas del espíritu y de la trascendencia. Una música, como había apuntado Sinclair, «en la que se siente que el hombre golpea las puertas del cielo y del infierno».

 

Referencias

Thomas Crew: «‘How to become what you are’: Self-becoming and individuation in Nietzsche’s Ecce Homo and Hesse’s Demian and Steppenwolf». Journal of European Studies 2021, Vol. 51(1) 3–23.

 

Hermann Hesse: Demian. Biblioteca Digital. web: http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx

 

Ilustración

Órgano de la Basílica de Nuestra Señora de Trier/Tréveris (Alemania). Foto de Ignacio Medina, 2024. Este órgano, con sus más de seis mil tubos, no tiene nada que ver con el descrito por Hesse, que sería bastante más modesto

 

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sábado, 1 de marzo de 2025


    El pasado 23 de febrero tuvo lugar el solemne acto de ingreso de la musicóloga Marta Cureses de la Vega como nueva académica de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid). Pronunció un discurso titulado Teoría de cuerdas y diathesis newtoniana en el origen musical del universo: la historia a hombros de gigantes. La contestación corrió a cargo del compositor Tomás Marco, director de la institución y académico numerario. Sin duda, se trata de un extraordinario y altísimo reconocimiento que enorgullecerá a numerosos sectores de la música y, naturalmente, a la Universidad de Oviedo, a la Facultad de Filosofía y Letras y al Departamento de Hª del Arte y Musicología, donde Marta Cureses desarrolló el grueso de su carrera profesional y donde es actualmente catedrática. La amistad y el trato profesional que mantengo con Marta Cureses vienen de antiguo. Y como uno escribe este blog sustancialmente al hilo de la experiencia (propia o cercana), entiendo que dedicarle una entrada a la nueva académica es lo menos que puedo hacer para felicitarla con admiración y cariño.

 

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Marta Cureses, nacida en León, se licenció en Filología Anglo-germánica en la Universidad de Salamanca. Ya se había titulado en piano por entonces. Tras algunos trabajos puntuales, obtuvo plaza de catedrática en la enseñanza secundaria, en Oviedo. Paralelamente, se había enterado de que existían estudios oficiales de Musicología en la universidad asturiana. De modo que, tras una entrevista con quien suscribe, ingresó en el programa de doctorado. Curiosamente, Marta estaba ya interesada por la música contemporánea, campo en el que se estaba abriendo una línea de investigación desde años atrás. Le sugerí que estudiase la figura de Agustín González Acilu, autor en quien las preocupaciones lingüísticas y especialmente fonéticas resultaban muy relevantes. La realizó en tiempo y forma y, en julio de 1993, la defendió en un acto que resultó espléndido y lleno de aportaciones por todas las partes. 

Creo que una de las claves que explican su llegada a la Academia estriba precisamente en su continua e intensa dedicación al estudio de la nueva música española. Se construyó así un perfil investigador propio, original y concienzudo, incluso un punto militante. La tesis sobre Acilu se convirtió pronto en un libro (ICCMU, 1995) que a los pocos años mereció una segunda edición ampliada (2001). 

A partir de ese libro indispensable, las investigaciones de Marta Cureses sobre la nueva música española se multiplican. Imposible mencionar aquí ni siquiera una selección de sus trabajos. Lo cierto es que extiende sus intereses hacia numerosos creadores y escribe sobre su obra con agudeza y pleno conocimiento de causa. Ahí están sus estudios sobre Carlos Cruz de Castro, Carles Santos, Josep María Mestres-Quadreny o Tomás Marco, sin olvidarnos de Manuel Castillo, Emilio Coello o Leonardo Balada, entre otros. En 2007 publicó el libroTomás Marco. La música española desde las vanguardiasuna enjundiosa monografía que va más allá del compositor y su obra y que indaga en no pocos detalles contextuales, así como en otros autores y grupos, para la mejor comprensión del biografiado. Un centenar largo de entradas en los diccionarios y enciclopedias de referencia de la musicología nacional e internacional (Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana, The New Grove…, MGGHistoria de la música catalana, valenciana i balear, etc.) han consolidado su dominio en este ámbito de especialización. 

Con algunos de los compositores estudiados en sus publicaciones alcanzó un grado de amistad muy profundo y puedo asegurar que artistas de la talla de Carles Santos o Agustín González Acilu (entre los que ya se han ido) sentían una profunda admiración por Marta Cureses, siempre cercana y tutelar. 

 

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Si enfocamos su producción desde el punto de vista de los temas tratados, sorprende su variedad, pues meditó sobre grupos musicales (como el Laboratorio de Interpretación Musical de Villa Rojo), acerca de entidades profesionales (como la Asociación de Compositores Sinfónicos Españoles) o en torno a revistas decisivas para la nueva música, como Sonda. También destaca la modernidad de sus indagaciones y el marcado esfuerzo interdisciplinar que implican. Su libro Joan Miró-Mestres Cuadreny. Suite miroir (2017) no es valioso solo por lo que dice del músico en relación con el pintor, sino por los análisis a que somete ciertas obras del artista plástico, aplaudidos desde la Historia del Arte.

Ha mostrado también una especial sensibilidad para las relaciones del arte sonoro con la arquitectura, con presencia continua en congresos de este ámbito. Pero, desde hace bastantes años, se ha planteado los vínculos de la música con la física, las matemáticas y con el pensamiento científico en general. No en el sentido de la antigua tratadística, sino en relación con las tendencias más actuales de dichas disciplinas. De hecho, esto se trasluce muy bien en el tema elegido para su discurso de ingreso en la Academia, citado al comienzo de estas líneas.

Ha firmado obras tras las que hay un enorme esfuerzo, pero quienes conocen a la Dra. Cureses saben que le sobra capacidad de trabajo. Los cuidados volúmenes sobre el Premio Jaén de piano podrían ser un ejemplo. Tal dedicación la convierte en una excelente especialista en el piano español contemporáneo. Y, aunque no siguió una carrera profesional de pianista, lo cierto es que también toca estupendamente dicho instrumento.

 

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Si bien la investigación es la faceta que mejor justifica la presencia de la musicóloga en la Academia, la profesora Cureses no sería la misma sin su experiencia docente y de gestión. Más allá de su dedicación ordinaria como enseñante en el Grado de Hª y Ciencias de la Música y de haber tutorado numerosos trabajos fin de grado o fin de máster, ha ejercido un particular magisterio mediante la dirección de tesis doctorales. Es decir, que ha iniciado en la investigación a un significativo número de personas. Hasta 2024 se leyeron quince tesis bajo su dirección. No las conozco todas, ni mucho menos, pero algunas me traen muy buenos recuerdos. A modo de pars pro toto, menciono a Rosa Mª Díaz y su tesis dedicada a Emilio Coello (2017); a Miguel Álvarez, que indagó brillantemente acerca de la voz límite (2015); a Isaac Diego y su rigurosa tesis sobre Mestres-Quadreny (2011); y, en fin, a Ignacio Valdés que escribió con hondura sobre Joaquím Homs (2006). 

 

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Las responsabilidades en asuntos de gestión le dieron opción a implementar no pocos proyectos, actos y exposiciones, dando satisfacción así a esa necesidad de transferencia que la sociedad parece demandar cada vez más a las humanidades. Su cargo más relevante fue el de Subdirectora General en el Ministerio de Cultura, siendo ministro César Antonio Molina. Por poco tiempo, pues la remodelación ministerial de 2009 se llevó por delante al ministro y a su equipo antes de la mitad del mandato. Mas sin duda aprovechó el contacto con los grandes centros y eventos culturales del país, en los que el Ministerio de Cultura tiene presencia económica activa, para apuntalar su experiencia en el campo de la gestión cultural. Inmediatamente antes, había sido Directora de Área en el Vicerrectorado de Extensión Universitaria y Relaciones Internacionales, en tiempos del rector Juan Vázquez. En este puesto contó con ciertos medios, pues le tocó el período en que se celebraba el cuarto centenario de la fundación de la Universidad de Oviedo, especialmente en el bienio 2007-2008.

En ese cargo, además de las actividades usuales, asumió el comisariado de un buen número de exposiciones de diversas temáticas. Teniendo en cuenta su natural don de gentes, pronto se convirtió en la encargada habitual de pronunciar unas palabras de carácter institucional (pero con riguroso contenido académico) en las inauguraciones de dichas exposiciones y de escribir en los programas de mano, catálogos y libros dedicados a estos actos. Este fue, entre otros, el caso del libro Instantes robados, sobre la obra de Muchnik, que el Instituto Cervantes acogió en varias de sus sedes europeas.

De entre los logros de aquellos años es obligado mencionar la obtención para la Universidad de Oviedo del Legado Monterroso. El diario La Nueva España lo explicaba con toda claridad: “Los buenos oficios de Marta Cureses lograron convencer a Bárbara Jacobs de que la Universidad de Oviedo (que) era una de las instituciones españolas que ella barajaba –la Biblioteca Nacional y la Casa de América, entre ellas– la que reunía mejores condiciones, al garantizar el cuidado, la catalogación y la investigación de los fondos” (P. R. LNE, 9/04/2008). Bárbara Jacobs es la viuda del célebre escritor, precisamente distinguido el año 2000 con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras.

 

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Para no abusar de la paciencia de los lectores y lectoras, cierro estas líneas rememorando algunos momentos en los que compartí experiencias amistosas y profesionales con Marta Cureses. Por ejemplo, cuando impartimos un curso de doctorado bajo un sugerente título propuesto por Marta: Art in the box. Se trataba de un guiño a las ‘cajas Cornell’, que los alumnos tenían que hacer a la par que seguían las enseñanzas sobre las músicas propuestas en este seminario al alimón. Fue una hermosa experiencia.

Asimismo, la profesora Cureses dirigió durante varios años una serie de cursos de verano que gozaron de gran aceptación y que traían a Asturias a destacados estudiosos y compositores. ¿Cómo no recordar aquella ocasión, –en julio del 2000– en la que con un grupo de alumnos y alumnas interpretamos Menaje, de Carlos Cruz de Castro? Por no hablar de los viajes a congresos como los de  Alicante (2002) sobre música contemporánea y musicología; o el de Granada (2000) , titulado Dos décadas de cultura artística en el franquismo

La generosidad de Marta Cureses siempre sorprende. En cierta ocasión, pasé a saludarla por su despacho y me regaló la segunda edición del libro sobre González Acilu, que acababa de salir. Le pedí que me lo dedicara y me respondió que ya estaba dedicado. Pero yo no encontraba la dedicatoria, que imaginaba manuscrita con su personal caligrafía. Y es que no me había dedicado un ejemplar, sino la edición, con sus letras de molde en una esquina de la página. Así es Marta. Todavía en 2022 (en este caso junto con las profesoras Celsa Alonso y María Sanhuesa) formó parte del trío de colegas editoras del libro Virtus magistri, que fue un precioso y sorpresivo homenaje en mi adiós a las aulas.

De todo lo anterior se desprenden tres conclusiones: una, que la doctora Marta Cureses ocupa un lugar de honor en el mundo de la musicología contemporaneísta española; otra, que harían falta muchas más páginas para perfilar mejor su trayectoria; y, en tercer lugar, que la Academia de San Fernando está de enhorabuena.

 

 

Foto:

Cortesía d4 Marta Cureses de la Vega. Ceremonia de su ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (23 de febrero de 2025). 

Web de la Academia:

https://www.realacademiabellasartessanfernando.com/

 

 

 

sábado, 1 de febrero de 2025

La plaga de las malas traducciones de términos musicales

 


Desde que, a mediados de los ochenta, tuve una experiencia profesional como traductor, no he dejado de leer cualquier texto traducido (de música u otros) con una mezcla de admiración y desconfianza. Admiración porque conozco la enorme dificultad de este oficio. Desconfianza, porque me he encontrado con demasiadas traducciones erróneas o mejorables. Resulta evidente que cuando un libro acumula muchosfallos en la traducción de los tecnicismos musicales, es porque el traductor no conoce suficientemente bien el lenguaje de esta disciplina, aunque posea un notable dominio de la lengua de origen del texto que ha traducido. Existe además el escollo de los términos antiguos, hoy en desuso y ajenos a la formación ordinaria de los músicos. En esta ocasión espigo para El otro a ratos unos pocos ejemplos, a modo de mínima muestra de un posible trabajo de mayor envergadura sobre el tema.

 

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Aulós y tibia

Si vamos al mundo antiguo, creo que una palabra griega un tanto problemática es ‘aulós’. Lo digo porque en muchas ocasiones la vemos traducida como ‘flauta’ o también como ‘flauta doble’. Ahora bien, las flautas son una tipología de aerófonos en los que el aire llega a un bisel, bien directamente, como en las flautas traveseras, bien a través de un conducto, como en las flautas de pico. Sin embargo, el aulós es generalmente un aerófono de doble lengüeta, del ámbito de los oboes. Su sonido era muy distinto, penetrante y chillón según antiguas descripciones, hasta el punto de arrostrar un estigma dionisíaco por su uso en celebraciones relacionadas con los dioses de la tierra. No faltan quienes, conociendo esta sustancial diferencia organológica, lo llaman ‘doble oboe’. Es correcto, pero puede desorientar un tanto, pues el oboe es hoy día un instrumento evolucionado y de amable sonido. 

Un buen número de traductores se limita a aprovechar el término original y lo llaman directamente ‘aulós’. Y algunos pocos lo castellanizan como ‘auló’, aunque con escasa fortuna y sin reconocimiento de la RAE. Yo me quedo con ‘aulós’, lo mismo que prefiero ‘diapente’, ‘proslambanómenos’ o ‘mese’ a su significado de ‘quinta’, ‘nota añadida’, ‘media’, respectivamente. Los prefiero, naturalmente, solo para hablar de la teoría griega, como se ve en muchas aportaciones de la tratadística musical hasta el siglo XVIII.

Cabe añadir que la ‘tibia’ es el nombre latino del aulós, por lo que tenemos la misma casuística y resulta aconsejable dejarlo tal cual en castellano: tibia. La tercera acepción del diccionario académico define este término simplemente como ‘flauta’, lo que implica dos cosas: una, que ‘tibia’ se puede usar en español con sentido de instrumento; y dos, que la confusión está extendida hasta en las más altas instituciones. Es como si en el Diccionario de la Lengua Española se nos dijese que la sardina es un pez perteneciente al suborden de los escualos, en lugar de clasificarlo como teleósteo y fisóstomo. O sea, que una sardina no es un tiburón, del mismo modo que un aulós o una tibia no son flautas. Y si en el citado diccionario se tienen en cuenta las taxonomías de plantas o animales, no se explica que las ya antiguas clasificaciones de instrumentos –las cuales parten de la misma mentalidad científica de las otras– no sean consideradas a la hora de redactar la definición. Y eso que el sistema Hornbostel-Sachs,se usa desde hace más de un siglo y, además, no es el único. Matizo que el Diccionario histórico de la Lengua Española recoge esta palabra en documentos que arrancan del siglo XV, También define a la tibia como instrumento de doble lengüeta, lo que resulta mucho más apropiado que la escueta equivalencia entre tibia y flauta del diccionario ordinario.

 

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Entonador del órgano

Estos días, leyendo un ensayo sobre Julio Verne, me recreo en la parte dedicada al relato titulado El señor Re sostenido y la señorita Mi bemol. En él salen a relucir los amplios conocimientos musicales del escritor francés. Todo va sobre ruedas hasta que veo que al ayudante del organista Effarane se le define como ‘soplador’. Compruebo que el término francés es ‘souffleur’. Lo que hacía este ayudante era encargarse de los fuelles para el aire. Es decir, que era un ‘entonador’, según el uso secular de este término en castellano. Las actas catedralicias abundan en referencias a los entonadores como encargados de los fuelles y miembros imprescindibles en la vida de las capillas de música antes de que hubiese motores eléctricos para la provisión del aire del que se alimentan los órganos. La ilustración procede del Syntagma musicum, de Praetorius (s. XVII). Muestra a dos entonadores activando los fuelles con los pies, aunque había otros procedimientos que se operaban con las manos. En el Manual del organista, de Hugo Riemann, se describe alguno muy curioso.

Volviendo a la traducción, se añade el problema de que la voz ‘soplador” no solo es inadecuada por lo dicho, sino también porque alude en nuestra lengua al que sopla por un largo tubo en la fabricación artesana de objetos de vidrio. Puede que haya habido un feo descuido, pero vale para poner de relieve la dificultad del arte de la traducción de léxicos especializados. También sirve de disculpa para recordar a estos agentes, hoy olvidados, pero antaño fundamentales para que los órganos irradiasen su sonora majestad.

 

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Barras, medias notas y otras lindezas

Hace muchos años compré y leí una serie de libros dedicados a los géneros musicales (sinfonías, conciertos…). Aquí la situación pasaba de castaño oscuro, porque se decían cosas como ‘en la cuarta barra’, cuando lo correcto sería traducir ‘bar’ como ‘compás. Por cierto, he comprobado que actualmente, con mucho más peso del inglés entre los jóvenes, nadie se corta y aparecen barras en las rimas de los raperos, en los comentarios de YouTube y hasta en la sopa. Pero esto no tiene que ver con los problemas de traducción, sino con la etapa embrionaria de un posible anglicismo.

En dicha colección, para colmo de males, se nombraban las figuras de la música con la traducción literal de las denominaciones en inglés americano: media nota, cuarto de nota, octavo de nota, etc. (blanca, negra, corchea, etc.). Había párrafos incomprensibles. Acredité que varios de estos libros habían sido vertidos al español por el mismo traductor en un tiempo récord. Cabe deducir que el oficio de traductor está mal pagado, salvo en contadas excepciones de autores, obras y traductores. Ello da lugar a que sea necesario trabajar en modo Stajánov y producir rápida e incesantemente. Como consecuencia, los resultados pueden no ser los deseables. También he visto en otros textos la expresión ‘punto de órgano’, calco del francés ‘point d´orgue’. Ahora bien, las cartillas de solfeo más elementales no hablan de ‘punto de órgano’, sino de ‘calderón’.

 

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Tritono y tritón

Como último ejemplo, recordemos el caso de cierta traducción de El sobrino de Rameau, de Diderot. En lugar de ‘tritono’ (intervalo de tres tonos) nos encontramos cara a cara con un ‘tritón’: es decir, con un «anfibio urodelo», según precisa la RAE. O bien, en otra acepción, con un ser mitológico cuya mitad superior del cuerpo es humana, en tanto que la mitad inferior es de pez. Entre Fa y Si hay un tritono, calificado antiguamente como el diablo en la música. No contentos con la fuerte personalidad de este intervalo, algunos lo adornan con anfibios o seres mitológicos. ¡Que le vamos a hacer! No todo acaba aquí, pues en la misma edición se habla de «fragmentos inarmónicos», lo que sugiere que no son armónicos, cuando en verdad habría que utilizar la palabra ‘enarmónicos’ (‘enharmoniques’ en el original), de milenaria tradición en la teoría musical, aunque no siempre con el mismo significado.

Una cosa más. En estas líneas se mencionan diversos casos y algunas obras, pero no se alude a ningún traductor, por aquello de que se dice el pecado, pero no el pecador. Y también porque no pocos errores son comunes a diversos traductores de la misma obra y no es plan de citar a unos y olvidar a otros.

 

Ilustración

Fuelles y entonadores de órgano (detalle). Praetorius: Syntagma musicum, 2 (Wolfenbüttel, 1619), Web:

https://www.google.es/url?sa=t&source=web&rct=j&opi=89978449&url=https://archive.org/details/imslp-musicum-praetorius-michael&ved=2ahUKEwjKmKTizYmLAxX0BNsEHYmeGy0QFnoECBYQAQ&usg=AOvVaw0O4I4ehR_ZFrIlyTt2fTUX

 

 

 

 

 

 

miércoles, 1 de enero de 2025





La Editorial Universidad de Granada publicó, a fines de 2024, un enjundioso libro de la musicóloga Ana Toya Solís Marquínez (Avilés 1990). Lleva por título Los pulsos del cambio, y se subtitula Políticas de la música académica en la transición democrática española (1975-1982). El origen de este estudio se halla en su tesis doctoral, defendida en la Universidad de Oviedo (2020) y dirigida por quien suscribe. La tesis mereció la máxima calificación y el Premio Extraordinario de Doctorado.

Considero que ha sido una suerte y un honor haber escrito el prólogo del libro; y ello, aparte de por su valor intrínseco, por otras dos razones. Una, porque fue un placer haberme despedido de este tipo de ocupaciones académicas con la tesis de Toya Solís. Y, otra, porque la Transición me pilló siendo un veinteañero concienciado políticamente, así que el tema me interesaba sobremanera. 

Lo cierto es que hacia falta ir poniendo un poco de orden en este asunto, apenas frecuentado por la musicología hasta fechas relativamente cercanas y todavía a notable distancia, en cuanto al número de publicaciones, de las referidas a la música bajo el franquismo.

Las más de quinientas páginas de este volumen se ocupan de una amplia variedad de temas, si bien el subtítulo señala con claridad cuál es el central. Así, se dedica un amplio espacio a las entidades de segundo nivel que, dentro de los diversos ministerios, asumieron responsabilidades directas en la gestión y en la política oficial sobre la música. La Comisaría de la Música del franquismo dejó paso a la Dirección General de Música y Teatro (o solo de música en algún período) y es para nota la clarificación que consigue la autora acerca de estos organismos, aportando fechas y nombres de los integrantes de los equipos directivos con mucha precisión. Y no solo esto, pues analiza y valora la labor de los distintos titulares con un notable espíritu crítico que no le impide reconocer los méritos o los buenos propósitos de algunos de ellos. Los casos de Enrique de la Hoz (1976-77) o Jesús Aguirre (1977-80) serían dos buenos ejemplos. El primero era ya un alto cargo en tiempos del franquismo, sobre todo en la época del ministro Fraga Iribarne. Parece que supo adaptarse a los nuevos tiempos democráticos, aunque Toya Solís analiza sus planteamientos bajo el concepto de los discursos flotantes; es decir, que pueden ser válidos, por su ambigüedad, en circunstancias muy distintas. De Jesús Aguirre, la autora subraya sus esfuerzos de modernización, aparente transparencia y la creación de un clima de esperanza y cambio”. No por ello se olvida de ciertos excesos verbales, como ocurre con esa “propensión a la verborrea machista” –así sentencia la doctora Solís– que, por ejemplo, le llevaba a llamar “primera arpía” a la primera arpista de la Orquesta Nacional. En la etapa de Aguirre hubo graves tensiones. Baste recordar las destituciones de Frühbeck de Burgos y de Antonio Gades o el “punto de no retorno” –en palabras de Toya Solís– que supuso el Festival ‘Cincuenta Años de Música Española’ (1978) y algunas otras incidencias.

Los pulsos del cambio son, pues, los ritmos y los tiempos dispares con que fue tejida la Transición, pero el concepto de pulso lo lleva la autora más allá de las sugerencias derivadas de dicho tecnicismo musical. De hecho, se trata sobre todo de los duros pulsos o luchas habidos entre el inmovilismo y el cambio. En efecto, las inercias del franquismo permeaban todavía, como se documenta en la investigación, los dominios de la música académica durante la Transición. El mismo concepto de “búnker” con el que se aludía a los nostálgicos de la dictadura, ya presupone que el cambio y la conquista de las libertades no iba a ser fácil. La enorme cantidad de tensiones que se analizan en el libro muestra que la música tuvo su papel en dicho proceso político.

Llama la atención el numeroso acopio de fuentes que ha manejado la profesora Solís. Muchas son archivísticas, especialmente del Archivo General de la Administración (Alcalá de Henares). De ahí proceden memorias, cartas y documentos internos de todo tipo y de extraordinario valor histórico. El trabajo hemerográfico ha sido asimismo fundamental; y también ha recurrido la autora a la historia oral, por medio de informantes que tuvieron algún papel en la música de aquellos años.

Además del método histórico, se ha apoyado en metodologías y conceptos procedentes de la sociología o el feminismo, entre otros ámbitos. La perspectiva feminista es muy relevante. No es que haya un capítulo específico escrito con este enfoque, sino que se trata de una línea de fuerza que recorre transversalmente todo el libro. En realidad, los organismos, entidades, proyectos o personas que formaban parte del entramado de la música académica en la Transición se desarrollaron en el seno de una sociedad patriarcal que constantemente excluía e invisibilizaba a las mujeres. De modo que cualquier documento interno, artículo de prensa, nombramiento de tribunal o reconocimiento oficial, entre otras muchas posibilidades, era susceptible de albergar alguna desatención hacia las mujeres. 

La vida musical impulsada desde las políticas oficiales ocupa también un lugar relevante en el libro, donde se analizan críticamente las circunstancias de diversas orquestas, premios, concursos, encargos y otros asuntos musicales que se desplegaban bajo la tutela estatal, sin dejar de lado por ello la propia evolución de la sociedad civil, con sus incipientes sindicatos, asociaciones de compositores y hasta algunos movimientos huelguísticos y reivindicativos. 

Lógicamente, la propia música tiene su papel. No son pocas las obras que, por diversas razones, están imbuidas del espíritu de la Transición. No aparecen minuciosamente analizadas en el libro, –aunque a algunas les dedicó estudio detallado en otras publicaciones–, sino tan solo comentadas en este preciso sentido. El Diari –una especie de noticiario musical de J. Guinjoan sobre texto de Josep Maria Espinàs– podría servir de muestra. No faltan creaciones referidas a los últimos estertores del franquismo. Así, Apuntava l’ alba (J. Soler) surge en el contexto de los últimos fusilamientos de la dictadura; y, por su parte, Silenci viu(Ll. Barber) tiene su origen en el caso Puig Antich, por poner un par de ejemplos, entre los muchos posibles, cuya concreta génesis se halla en diversos episodios o circunstancias de la Transición. 

Este volumen sigue la línea crítica de aquella historiografía que no se conforma con la idea de una transición con final feliz, pues fueron muchas las concesiones que hubo que aceptar y no poca la violencia real y simbólica que recorrió este período tan decisivo, por lo demás, en nuestra reciente historia. En esencia, se trata de un libro que llevará a cuestionar (o incluso a modificar) la composición de lugar que muchos se han hecho sobre la Transición. Creo sinceramente que será de absoluta referencia. 



    Por todo ello, celebro que la Universidad de Granada –a la que, junto con la de Oviedo, estuvo vinculada la autora como contratada posdoctoral– lo haya publicado. Y lo hizo, naturalmente, tras los correspondientes informes (internos y externos) que garantizan el rigor académico de la editorial, posicionada en un buen tramo (19 de 99) de la tabla de editoriales españolas de Scholarly Publishers Indicators (2022)

Hubo muchas personas que contribuyeron de muy diversos modos a que este libro viese la luz y, ciertamente, la autora no las olvida en su extensa nota de agradecimiento. En nombre de todas ellas, me complace citar a esa gran especialista en la música bajo el franquismo que es la catedrática Gemma Pérez Zalduondo, ya que fue tutora (y guía) de Toya Solís durante el período de la ayuda post-doc. Enhorabuena, pues, para la autora –docente en la Universidad de Cantabria desde noviembre de 2024– por su mérito, exhaustividad, solvencia y brillantez. Con este libro, Toya Solís ha dado un paso de gigante tanto en el conocimiento del período acotado como en su ya más que prometedora trayectoria. 

 

Referencia:

Solís, Toya: Los pulsos del cambioPolíticas de la música académica en la transición democrática española (1975-1982). Granada, Editorial Universidad de Granada, 2024..


Imágenes 

1.Toya Solís. Foto facilitadla por la musicóloga.

2. Cubierta del libro Los pulsos del cambio.