La relación de la música con las comidas, cenas, pitanzas, banquetes, convites y demás procesos de la alimentación –sea esta cotidiana o bien singular y celebrativa– ha sido tan variada como la propia historia de la humanidad. Aún existen culturas donde se entiende que la música y los alimentos nos han sido dados por la divinidad y, en consecuencia, hay que agradecérselo ritualizando ciertas colaciones mediante ofrendas materiales y musicales. Los ritos en torno al maíz de las comunidades nativas del este de México son un claro ejemplo de este tipo de planteamientos. Por eso, Gonzalo Camacho Díaz titula un artículo sobre este asunto como “Dones devueltos”, aclarando en el resto del título que el escrito trata sobre “música y comida ritual en la Huasteca” (Camacho Díaz 2010).
También es sabido que los banquetes (simposios) de la antigua Grecia solían contar con auletas (hombres o mujeres que tocaban el aulós o doble oboe) como un elemento más que se sumaba a la comida, la bebida o la conversación y en los que no faltaban las libaciones en honor de los dioses. En el cristianismo, la idea de que Dios nos da el pan de cada día está en el padrenuestro, la oración del Señor. Hay que saber agradecerlo; no en vano, en la plegaria eucarística, se dice: “Demos gracias al Señor, nuestro Dios”. A su vez, el alimento espiritual del cristiano –el cuerpo y la sangre de Jesucristo–, al que en algunas iglesias los fieles se acercan cantando, se recibe como un acto sacramental que tiene su origen precisamente en la Última Cena. Existen numerosas músicas apropiadas para el momento de la comunión, desde las maravillosas antífonas gregorianas hasta las páginas de los grandes maestros o las piadosas melodías al alcance de la asamblea que hoy abundan. De modo que el banquete pascual también tiene sus músicas, incluyendo la callada e interior, que nunca ha de faltar tras recibir la hostia consagrada.
Las diferencias efectivas entre estamentos o clases sociales serían determinantes en cada momento. En los antiguos contextos áulicos de los siglos medios, era común que las comidas del rey, príncipe o gran señor de un territorio contasen con música. Ahí está el caso de Carlomagno. Según su biógrafo, Eginhardo, el rey sabía salmodiar perfectamente y conocía el arte de la música, aunque no cantaba en público, salvo con los demás y discretamente. Eginhardo afirma que el monarca ofrecía pocos, pero populosos banquetes y que era de hábitos muy morigerados en el comer y, más aún, en el beber. En sus cenas ordinarias –solo de cuatro platos y sin contar el asado de caza, precisa– combinaba la audición de música con los buenos oficios de un lector. El texto original utiliza el término latino acroama, que deriva del griego y equivale a ‘concierto’ y seguramente con el sentido de interludio instrumental (Eginhardo; c. 24).
Con la llegada del Renacimiento, el cultivo del hedonismo aumenta sustancialmente. Hay documentos donde la música multiplica su presencia en los banquetes; y lo hace en proporción a las pantagruélicas viandas que se sirven en ellos. Un libro italiano de cocina, de mediados del siglo XVI, incluye diversas crónicas sobre banquetes habidos en la corte ducal de Ferrara. Así, el monumental festín que Ercole de Este, duque de Chartres ofrece a sus padres, los duques de Ferrara, y al que asiste una élite aristocrática. Claudio Gallico ha divulgado esta crónica, precisamente por los admirables recursos sonoros puestos en juego (Gallico 1986: 104-110).
El convite contó con diez platos, los tres últimos de postres y otras delicadezas; o, mejor dicho, con diez servicios o tandas de comida, pues cada plato es en sí mismo un enorme banquete. Hubo de todo. Como muestra, el segundo plato: francolines, codornices, albóndigas rellenas, lechecillas de ternera, salchichas, capones, pasteles de paloma, carpas, rodaballos, camarones, pasteles de trucha, yemas y almendras. Una aclaración: este no es de los platos más abundantes; y ya se ha dicho que hubo un total de diez rondas de este jaez. La fuente de estos datos incluye muchas más precisiones numéricas y culinarias, que pueden consultarse en la publicación citada.
Todos los platos estuvieron asistidos por la música. Llama la atención la variedad de los efectivos vocales e instrumentales que concurrieron en este gran convite. El primer plato contó con el contrapunto de voces femeninas e instrumentos variados. El segundo se amenizó con madrigales. El tercer plato parece tener aún mayor nivel. Es un diálogo a ocho en dos coros de cuatro voces cada uno, acompañados con diversos instrumentos de cuerda y viento. Sigue la música vocal para el cuarto y suenan los trombones y la corneta en el quinto. En el sexto hay canciones y madrigales, y una cierta teatralización con diálogos de ambiente campesino. La dulzaina, el cromorno, el cornetto y el trombón fueron los instrumentos elegidos para cerrar los platos fuertes y pasar a los postres. La fiesta continuó con una rifa de joyas, con bailes y nuevas músicas y postres que no vamos a referir para no empachar a nuestros lectores y lectoras. Cuando se dieron cuenta, entre bailes, bufonerías y golosinas –cincuenta sirvientes garantizaban la limpieza y puesta a punto de los diferentes espacios– estaba amaneciendo.
En la siguiente centuria es obligatorio mencionar las Sinfonías para las cenas del rey, que Luis XIV había solicitado al maestro de capilla Michel-Richard Delalande. Estas obras siguen nutriendo los conciertos de no pocos grupos de música antigua. Pero acaso sea otro banquete italiano el que vuelve a unir de manera esplendorosa el mundo de la gastronomía y el de la música. Lorenzo Bianconi ha recogido y comentado un magnífico ejemplo (Bianconi 1986: 241-247). En efecto, en la boda de Cosme II, gran duque de Toscana, con María Magdalena, archiduquesa de Austria (1608) se sirvieron decenas de platos (fríos, de cocina o dulces), al tiempo que se desplegaba una cierta escenografía para las entradas de determinadas personas y se contaba con una música perfectamente planificada para cada momento del banquete. El barroquismo y el gusto por el espectáculo alcanzan en este tipo de convites su máxima expresión.
Omitimos otros posibles ejemplos para dejar paso a una reflexión sobre los tiempos presentes. Hoy se acepta que la música ya no es un privilegio al alcance de unos pocos. Parece, incluso, que muchos la siguen considerando una buena compañía a la hora de comer. Ciertamente, cualquier restaurante dispone de medios técnicos para la ambientación sonora. Pero la experiencia nos dice que esta posibilidad no siempre cuenta con el beneplácito de los clientes. A unos les molesta el demasiado volumen de la música que se emite; a otros, las propias piezas seleccionadas; y a no pocos, comensales el mero hecho de que haya un elemento (la música de fondo) que dificulte la conversación, sin duda uno de los grandes placeres de la buena mesa.
Cuando la música se realiza en vivo se abren otras casuísticas. Puede darse el caso de que la música sea el eje central del plan de negocio del restaurante. Así ocurre en ciertos locales especializados en fados, flamenco u otros géneros. En ellos, las cenas se sirven de manera coordinada con el espectáculo. El cual supera a la comida como centro de la velada. El cliente sabe a lo que va y todo funciona perfectamente. Lo vive con devota atención. Degusta acaso un bacalao a la portuguesa, pero disfruta sobre todo de los fados que alguien interpreta en el pequeño escenario del restaurante lisboeta al que ha acudido.
En otras ocasiones, la música aparece sin contar con ella, bien porque los músicos entran en el local (o se acercan a la terraza) y pasan la gorra después de haber interpretado un par de piezas, que pueden ser valses, czardas, canciones napolitanas, corridos u otras, según efectivos, ambientes y países. Aquí las actitudes oscilan nuevamente entre el rechazo y la aceptación más o menos resignada. El filósofo H. Taine escribió palabras muy duras contra este tipo de músicos y de irrupciones. Incluso cuenta, en un libro de viajes por los Pirineos, cómo unos esforzados tañedores fueron puestos de patitas en la calle por decisión unánime de los parroquianos.
Uno sospecha que la incomodidad que causa a algunos la irrupción de los músicos en la intimidad de una comida amistosa tiene que ver con que, hoy día, los comensales no pueden ver a los intérpretes con la distancia con que antaño se miraba a los servidores que ejercían como ministriles y cantores en las grandes casas nobiliarias. Al verlos como iguales, la escena adquiere ciertos tintes de injusticia: unos poniéndose las botas y otros desgranando melodías, tal vez en ayunas. Hay otra razón que explica esta tensión y es que, después de lo que el filósofo de la música Peter Kivy llamó “el gran corte”, la música perdió muchas de sus funcionalidades cotidianas y adquirió grados de autoridad y trascendencia inusitados antes del siglo XIX. Por eso, casi resulta obsceno estar comiendo mientras unos artistas agasajan los oídos de los reunidos en torno a una mesa (como hacían los antiguos lacayos de librea) para que los comensales se vean por un momento como señores. En suma, una pequeña farsa que muchos representan complacidos. En todo caso, es notorio que se ha perdido buena parte de esa naturalidad que asociaba las músicas a sus funcionalidades: a la liturgia, a la fiesta, al día a día de la vida, a los rituales de todo tipo. Por eso no acabamos de estar en nuestra salsa cuando llega la música de manera un tanto imprevista, aunque al final aquellos sones acaben siendo parte de la banda sonora de nuestros recuerdos.
Nota bibliográfica
Bianconi, Lorenzo. 1986. Historia de la música, 5. El siglo XVII. Madrid, Turner.
Camacho Díaz, Gonzalo. 222010. “Dones devueltos: música y comida ritual en la Huasteca”. Itinerarios, 12.
(Eginhardo). Einhardi: Vita Karoli Magni. The Latin Library: http://www.thelatinlibrary.com/ein.html.
Gallico, Claudio. 1986. Historia de la música, 4. La época del Humanismo y del Renacimiento. Madrid, Turner.
Comer con música