Es fama que las sirenas arrostran una leyenda de doble cara. Por un lado, son seres de dulce y melodiosa voz. Por otro, resultan sumamente peligrosas. También es conocido que adoptan formas distintas según épocas y culturas. Las voladoras son el modelo de las que intentaron provocar el naufragio de Ulises y los suyos. Platón –en el mito de Er, de La República– sitúa una sirena en la parte superior de cada uno de los círculos en los que organiza el cosmos. Cada sirena da la nota que le es propia y entre todas forman un perfecto acorde, en diálogo con las Moiras, hijas de la Necesidad (Platón, 491). Mas esta alta misión no lavará su imagen. Arístides Quintiliano, en su tratado Sobre la música, atribuye la creación de “la melodía perniciosa, aquella de la que se debe huir por arrastrar al vicio y a la perdición a mujeres mortales con aspecto de fieras, las Sirenas” (Quintiliano, 165).
La Edad Media insiste en esta visión, San Isidoro se refiere a las sirenas en su epígrafe sobre los seres portentosos. Dicho sea de paso, estos no son ajenos a la Naturaleza, pues responden también a los designios de Dios y suelen ser portadores de avisos sobre el futuro. Habla el polígrafo hispalense de tres sirenas. Una cantaba, otra tocaba la flauta y la tercera hacía sonar la lira. Seducidos y enloquecidos por esta música irresistible, los nautas perdían el control de sus naves y naufragaban. Menos en el caso de Ulises –añadimos–, que supo franquear el escollo con el ingenioso truco de tapar con cera los oídos de sus hombres y ordenarles que lo atasen al mástil. Así, pudo deleitarse sin riesgo.
San Isidoro añade a su breve descripción de las sirenas una apostilla moral y duramente recriminatoria. Resuena en ella el eco de la posición de Quintiliano antes citada. Puesto que la belleza de sus cantos corre paralela a la de sus cuerpos (en la parte humana), el peligro procede tanto de su música seductora como de su sensualidad. Concluye entonces que, en realidad, tales sirenas no eran sino “meretrices”, que llevaban a la ruina a los marinos. Los cuales, al llegar a su destino, aseguraban que sus pérdidas se debían a que habían naufragado (San Isidoro , 885). Y no será la única vez que se las califique de este modo.
Aribón, un importante teórico musical de fines del siglo XI, realiza un juego numerológico, a partir de las musas, en el que no faltan las sirenas: una musa equivale al monocordio; dos, representan las dos variantes de cada modo, auténtico y plagal; y, al llegar a tres, vincula este número de musas con los géneros de la teoría griega (diatónico, cromático y enarmónico); o bien –añade– con la propia voz humana y la mixtura de los instrumentos pulsados y de aire que dan con los marinos en las rocas (Aribo, 34). Es decir, con los efectivos ya citados de las tres sirenas que menciona san Isidoro y que, naturalmente, no son las únicas recogidas en la tradición mitológica griega. Estas “marítimas cantatrices”, como las denomina Aribón, llevan a los navegantes a estrellarse contra las rocas. Pero el tratadista añade una explicación harto distinta a la del autor de las Etimologías. Y esta es que la concavidad de las rocas hace que las olas, al colisionar contra ellas, suenen (se entiende que aprovechando esa caja de resonancia natural) de un modo que imita la “dulcísona melodía” de las sirenas (Aribo, 36). Lo que, ciertamente, no hace más que aumentar el problema.
La aureola de peligrosidad que rodea a estos seres se observa en muy diversos testimonios literarios. Cuando Mateo Alemán –por poner un ejemplo– se refiere a las malas compañías, en la primera parte de su Guzmán de Alfarache, sostiene que estas “son verdugos de la virtud, escalera de los vicios, vino que emborracha, humo que ahoga, hechizo que enhechiza, sol de marzo, áspid sordo y voz de sirena” (Alemán, 317).
Ahora bien, en paralelo con su dúplice constitución, las sirenas no solo son víctimas de la mala fama que acabamos de referir, sino que pueden gozar igualmente de una imagen menos agria e incluso muy favorecedora. La hermosura y el dominio del arte musical son dones que las sociedades patriarcales han venido valorando en las mujeres desde antiguo. Así se ve en diversas culturas y también en la occidental, donde todavía no están demasiado lejanos los tiempos en los que, salvo excepciones, la música no pasaba de ser uno más de los adornos femeninos. La poesía del Siglo de oro recurrió con cierta frecuencia a la imagen de la sirena, ya predominantemente representada en las artes plásticas con la forma de mujer/pez que ya venía de la Antigüedad tardía. Se usa el término ‘sirena’ muy en particular para caracterizar a la amada cuando esta une a su belleza el arte del canto. El conde de Villamediana escribió un elaborado soneto titulado “A una dama que tañía y cantaba”, cuyo primer cuarteto dice así:
“A regulados números su acento
reduce esta sirena dulce, cuando
con las pulsadas cuerdas está dando
al arpa voz, al alma sentimiento” (Villamediana, 148).
Mas las damas que no responden a los requerimientos de sus enamorados, a los que tratan con desdén, siguen mereciendo el apelativo de ‘sirenas’, aunque con esa otra y ya citada cara de la moneda que forman sus cualidades negativas. Lo cierto es que, entre los más célebres poetas del Siglo de oro, prevalece la idea de que las sirenas son engañadoras, de la misma catadura que las arpías o los basiliscos, crueles, impías y lascivas, entre otras características de este jaez. El vocablo ‘sirena’ puede adquirir un cariz psicológico, pero ello no impide que siga constelando en valores dañinos, a modo de voz interior que impele a las malas acciones, a los celos o a la desesperación. Sin duda, la mala fama las persigue
De Parténope a la sirenita de Disney hay más recorrido y transformaciones de las que caben aquí. Naturalmente, un ser tan portentoso no podía dejar de interesar a los compositores. Las obras –sobre todo óperas y ballets– de Haendel, Dvorak, Debussy, Zemlinsky y tantos otros así lo atestiguan. La lección que se desprende del imaginario creado en torno a las sirenas reconoce el enorme poder de su música. Pero ese don nos avisa de que acceder al conocimiento exige asumir riesgos. Pasa como con ciertas ninfas, que llaman a los incautos pastores desde el fondo de las aguas cristalinas. Estos meten la mano para apropiarse de la belleza y el saber allí oculto, y acaban arrastrados al fondo del río. De hecho, entre las palabras que pronuncian las sirenas de la Odisea para tentar a Ulises, no faltan promesas de conocimiento. No se rebasa su isla sin disfrutar de sus cantos y sin “saber más cosas”. Seguras de sí mismas, afirman: “Sabemos cuanto sucede sobre la tierra fecunda” (Odisea XIJ).
Con el paso del tiempo, esta figura mitológica fue adquiriendo rasgos más humanos, a veces enternecedores. Pues, aunque no son las más abundantes, también existen las sirenas benéficas. Suelen ser éstas protagonistas de las más enredadas historias románticas. El mejor ejemplo lo tenemos en el célebre cuento La sirenita, de Andersen. A los quince años (y no se olvide que vivían trescientos) la sirena y princesa sale a la superficie para ver mundo por primera vez, Se enamora de un príncipe al que, además, salva de las aguas y deja en tierra sin ser vista por este. La sirenita sueña con tener piernas y alma, aquellas para elevarse del fondo del mar y andar por la tierra y esta para ascender en su momento a las regiones celestes.
La sirenita acude a la morada de la terrible bruja del mar, que le dice: “Cometes una estupidez, pero estoy dispuesta a satisfacer tus deseos, pues te harás desgraciada” (<Biblioteca Virtual Universal>). De modo que tendrá piernas, pero la bruja le quitará su voz. De hecho, le cortará la lengua y la dejará muda. En contrapartida, bailará de la manera más admirable, si bien padeciendo un inmenso dolor en cada paso. Deja atrás su casa y su familia, pierde su más preciado don, que es su canto, y se despoja de su identidad. Tan grandes sacrificios no se ven recompensados plenamente. La bruja tenía razón: la sirenita había cometido una estupidez que la hará desgraciada, por más que, en un último giro argumental, evite su destino de muerte y consiga una larga vida, con nueva y melodiosa voz ultraterrena, entre los espíritus del aire. Las buenas obras –ya que no pudo ser el amor– le abrirán las puertas para dotarse de un alma y, desde esta, alcanzar a Dios.
¡Qué dura resulta la vida de las sirenas buenas y cuánto se parece a la de las mujeres abnegadas, sacrificadas, resignadas y, en suma, mártires y subyugadas que pueblan la historia universal!
Ilustración: La malédiction des sirènes. M. Leroy. [Collection Jaquet]. Dessinateurs et humoristes. Artistes divers, série 2 : J-Ne. Tome 2 : 1914-1920. Source gallica.bnf.fr / Bibliothèque nationale de France.
Nota bibliográfica
Alemán, Mateo. Primera parte de Guzmán de Alfarache. Ed. José María Miró. Madrid: Cátedra, 1992.
Aribo. De musica. J. Smits van Waesberghe, ed., Corpus scriptorum de musica, vol. 2 [Rome]: American Institute of Musicology, 1951.
Platón. República. Ed. de Conrado Eggers. Madrid: Gredos, 1988,
Quintiliano, Arístides. Sobre la música. Eds. Luis Colomer y Begoña Gil. Madrid: Gredos, 1996.
San Isidoro de Sevilla. Etimologías. Ed. de José Oroz y Manuela-A. Marcos. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2004.
Villamediana, Conde de. Poesías. Ed. de J. F. Ruiz Casanova. Madrid: Cátedra, 1990.
Sirenas: el riesgo de saber