Hoy, 24 de diciembre, acompañamos a Ana
Ozores a la “Misa de gallo”. Basta para ello con abrir La Regenta por el capítulo XXIII. Clarín logra en
esta escena introducirnos con particular fortuna en el ánimo siempre extremado
de la protagonista. Y la música tendrá a este objeto un papel estelar.
Ya se sabe que la “Misa de gallo” no es
como cualquier misa de diario. La alegría del Nacimiento desborda los templos y
ello conlleva algunas licencias, más habituales aún en la época en que se
desarrolla la novela.
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Son las 12 de la noche de un 24 de
diciembre de “mil ochocientos setenta y tantos”, como apunta Clarín. En la
catedral de Vetusta hay más sombras que luces —al fin y al cabo los quinqués de
petróleo tienen sus limitaciones—, pero todo parece iluminarse con la música
del órgano:
¡Sí, sí, aleluya! ¡aleluya! le gritaba el
corazón a ella... y el órgano como si entendiese lo que quería el corazón de la
Regenta, dejaba escapar unos diablillos de notas alegres, revoltosas, que luego
llenaban los ámbitos obscuros de la catedral, subían a la bóveda y pugnaban por
salir a la calle, remontándose al cielo... empapando el mundo de música
retozona”.
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Ana Cristina Tolivar ha escrito largo y
tendido sobre la música en la obra de Clarín y ha contextualizado las piezas
profanas que entonaba el órgano con la disculpa de la alegría navideña en este
capítulo de La Regenta.
Unas son temas populares, alguna otra tiene que ver con el repertorio de las
guerras carlistas y hasta salen a relucir el brindis de La Traviata y el “Miserere” del Trovador, pero no de cualquier manera, sino
imitando el modo particular en que lo tocaba en gaitero jurado del
Ayuntamiento. Modo incorrecto, para ser más exactos. No merece la pena insistir
por este flanco, pero sí por el del propio engarce de la música en la liturgia.
Cabe pensar que esta escena es pura
ficción y que a la postre no deja de ser un capítulo de una novela. Y puede
parecer raro que todas esas músicas suenen en el interior de una catedral
durante una celebración litúrgica, incluso aunque estemos en “Misa de gallo”.
Sin embargo, hay que llamar la atención sobre la base real en que se sustenta
la ficción clariniana.
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En la segunda mitad del siglo XIX la
música sagrada atravesaba un momento muy especial. Básicamente estaba demasiado
sujeta a la influencia del teatro lírico. El problema ya venía de antes, como
denunció el papa Benedicto XIV en el siglo XVIII. Paralelamente a aquella
situación iban surgiendo movimientos reformistas que trataban de devolver a la
música del templo la dignidad y unción que han de serle propias.
El movimiento cecilianista no paraba de
crecer en toda el mundo. Pero los templos seguían dando cabida a cantos cuyos
textos eran los canónicos, obviamente, pero que se escuchaban vestidos con
hermosas melodías de cuño teatral o incluso adaptados literalmente a la música
de conocidas arias operísticas.
Como era de esperar, la bipolarización
estaba servida. Mientras unos disfrutaban en el templo (y en los periódicos se
hablaba de las funciones religiosas como quien acaba de salir de una velada
musical), otros sufrían con aquellos cánticos sensuales y aun indecorosos para
los críticos más severos.
Y al final el papa Pío X, atendiendo al
clamor de las protestas y como gran defensor que fue de todas las causas
tradicionalistas, dictó su celebérrimo motu proprio sobre la música sagrada en 1903.
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¿Y de qué lado estaba la Regenta? Pues del
lado de la alegría y del hedonismo. Lo único que pasaba es que había nacido un
niño muy especial en Belén y el órgano lo celebraba con entusiasmo:
“… parecía que se volvía loco de
alegría... que perdía la cabeza y echaba por aquellos tubos cónicos, por
aquellas trompetas y cañones, chorros de notas que parecían lucecillas para
alumbrar las almas”.
Y es aquí donde Clarín, por vía de Ana
Ozores, aprovecha para pensar en una religión basada en el amor universal, en
un tono casi panteísta, como alejando de la Iglesia los signos de severidad que
asomaban en el horizonte y que culminaron en tiempos del citado papa:
“A la Regenta le temblaba el alma con una
emoción religiosa dulce, risueña, en que rebosaba una caridad universal; amor a
todos los hombres y a todas las criaturas... a las aves, a los brutos, a las
hierbas del campo, a los gusanos de la tierra... a las ondas del mar, a los
suspiros del aire...”.
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La musicología internacional, que contaba
entre sus filas con muchos eclesiásticos partidarios de la reforma, se dedicó a
celebrar los logros de los compositores disciplinados que seguían las
directrices del moru proprio papal. Valoró las piezas neogregorianas y las que imitaban los modelos
de la polifonía clásica. Las directrices eclesiásticas alejaron del templo los instrumentos fragorosos y trataron de erradicar las melodías operísticas y
otras prácticas consideradas inadecuadas.
Los nombres del P. Otaño o del P. Prieto,
entre tantos otros, bastarían para patentizar el alto nivel alcanzado por la
música sagrada en España en la primera mitad del siglo XX. Pero para ello hubo
que purgar archivos, prohibir repertorios, académicos y de tradición oral, y
cercenar prácticas centenarias.
Bien pensado, ¿no tendría el planteamiento
de Ana Ozores más fundamento del que solemos admitir? En otras palabras: esa
música que embarga el alma enamorada de la Regenta no sería tanto el paradigma
de todos los males de la música en el templo sino una opción gozosa, capaz de
hermanar a la Humanidad en un amor nítido y tangible por lo trascendente.
Pero el viento no soplaba en esa dirección
y el rigorismo supo jugar bien sus bazas, entre otras cosas mediante unos
sistemas de propaganda sumamente eficaces. Los reformistas fueron unos
magníficos luchadores en favor de su causa y dieron lugar a músicas de mucha
calidad, pero nos asalta la duda (y esto es algo que podría sonar a heterodoxo
a muchos musicólogos) sobre lo mucho que hubo que sacrificar en el camino.
En “Misa de gallo” con la Regenta