jueves, 24 de noviembre de 2016

Inventos musicales en España (y 2)

Desmontado el infundio en la entrada precedente (a saber: que en España podría no haber habido más que dos inventos de mecánica musical en todo el siglo XIX), pasamos a presentar algunos ejemplos de lo que fue la invención tecnológica-musical en el poco más del medio siglo acotado, o sea, en la llamada etapa de los Privilegios de Invención (1826-1878).
Los constructores de instrumentos son los que mayoritariamente solicitan estos privilegios para sus invenciones. Pero, obviamente, no registran cualquier instrumento sino los que presentan alguna singularidad, algún perfeccionamiento en el propio instrumento o bien mecanismos externos que producen determinados efectos y ventajes aplicados a los instrumentos convencionales. El piano y el órgano tienen una presencia destacada, pero también se hacen notar los instrumentos de viento. El violín o la guitarra tienen pocas posibilidades de actuar sobre ellos en este sentido, salvo en creaciones muy particulares.
En líneas generales, un expediente de esta índole consta de: datos de registro, solicitud dirigida al rey, reina o regente, documentación administrativa (papeles de Fomento e Industria, depósito en el Real Conservatorio de Artes y Oficios), certificación de que el invento está disponible —en ese momento o dentro del año de la petición— para comprobar su funcionamiento, memoria explicativa y, en su caso, los planos o dibujos referidos al invento.
La memoria y los planos son del máximo interés, como es lógico, para el musicólogo, pero no hay que despreciar el resto de la documentación, pues a veces da pistas sobre lugares donde se probó el invento, sobre profesores que intervinieron en las pruebas, etc. También se presentan solicitudes en nombre de firmas comerciales y tanto en éstas como en las presentadas por simples particulares abundan los apellidos extranjeros (independientemente de su afincamiento en España), algo que, por otra parte, es frecuente cuando se repasa la historia industrial de España desde el siglo XVIII hasta prácticamente nuestros días.

Un ejemplo: el mecanismo para órgano de Juan Amezúa
Juan Amezúa es el segundo de los miembros de esa conocida familia de organeros. Hijo de Diego de Amezúa, que trabajó ya a fines del siglo XVIII, Juan Amezúa realizó su obra como constructor de órganos principalmente en el tercer cuarto del siglo XIX (L. Jambou y C. Suso en DMEH). En la instancia donde explica su aportación se declara “vecino de Aizpeitia de oficio organero” y señala que:

a fin de asegurar la propiedad de un mecanismo que ha inventado, el cual da por resultado que todo órgano, bien esté en tono de capilla o bien en el de orquesta, al primero por medio de un registro al intento colocado y con un movimiento a éste por el organista, de la misma manera y con la misma facilidad que a otro cualquier registro, le hace pasar al tono de orquesta, por otro movimiento igual volver al tono de capilla, y por otro idéntico bajar éste en medio punto; al segundo, por igual movimiento, le hace pasar al tono de capilla y por otro volver al suyo de orquesta, de modo que por cada movimiento de este registro especial se transporta el órgano medio punto arriba o abajo dentro del tono de orquesta y del medio punto bajo del de capilla, ambos inclusives (Oficina Nacional de Patentes y Marcas. Privilegio de Invención, nº 1185. (Oficina Nacional de Patentes y Marcas. Privilegio de Invención, nº 1185).

El privilegio se solicita por diez años, por lo que tendría que pagar tres mil reales de tasas. Un dato interesante nos lo proporciona un informe adjunto en este expediente, evacuado por el ayuntamiento de la villa de Tolosa, en el que se certifica que Juan de Amezúa instaló el mecanismo en cuestión en la Parroquial de Santa María de dicha localidad. Además, se constata que hubo un informe positivo redactado por dos profesores, Cándido de Aguayo y Severino de Escoriaza, que asistieron a las pruebas de dicho mecanismo. Se conservan los planos, pero lo dicho nos basta para testimoniar esta dedicación inventora del fundador de esta familia de organeros.
Como complemento, insertamos las referencias de los inventos musicales registrados en la Oficina Española de Patentes y Marcas a partir de donde la habíamos dejado en la primera entrega y siempre dentro de las fechas mencionadas. A alguno de ellos (y a otros de distinta época) le dedicaremos una entrada específica, pero ya al margen de estas dos que han servido de marco a un tema tan fascinante como poco conocido.

Vidal y Roger, Andrés: sistema de instrumentos de metal para que un mismo sujeto sin variar la boquilla toque piezas de dos sonidos. 1 de septiembre de 1857. Nº de Priv.: 1636

Besson, Gustavo Augusto: sistema perfeccionado de instrumentos de música de pistón o cilindros. 22 de diciembre de 1859. Nº de Priv.: 1997

Boisselot, Luis & Cía.": sistema de máquinas aplicables a toda clase de pianos. 4 de julio de 1860. Nº de Priv.: 2092

Amorós, Francisco: mueble de triple combinación consistente en mesa de billar piano y armonio. 30 de noviembre de 1861. Nº de Priv.: 2387

Maury y Dumas (padre & hijo): sistema de regulador y moderador que ha inventado aplicable a los teclados de los pianos y demás instrumentos de teclas. 3 de julio de 1862. Nº de Priv.: 2501

Bellour, Fernando Luis Víctor: ganimómetro transpositor y su aplicación a los instrumentos de teclado fijo o transpositor. 3 de febrero de 1865. Nº de Priv.: 3053

Carrasco, Manuel: traducción e impresión de la música a la cifra acompasada para piano que ha inventado. 2 de diciembre de 1865. Nº de Priv.: 4096

Monterrubio y Mateos, Juan: nutrimento musical denominado "calixfono"- 9 de marzo de 1866. Nº de Priv.: 4148

Amann y Palme, Juan: aparato electromagnético aplicable a los pianos, órganos etc. que permite tocar sin ser músico en dichos instrumentos. 4 de diciembre de 1866. Nº de Priv.: 4263

Guarro, Mariano: sistema de pianos de hierro con cuerdas cruzadas. 26 de febrero de 1868. Nº de Priv.: 4468

García, Conrado: instrumento órgano-mecánico-religioso que sirve para el uso completo de los templos sin necesidad de profesor organista. 26 de marzo de 1868. Nº de Priv.: 4483

Guarro, Mariano: sistema de pianos de hierro con cuerdas cruzadas, con mayor sonoridad y duración en el afinado. 23 de junio de 1868. Nº de Priv.: 4525

Lahera, Hipólito: corneta de guerra, 4 de agosto de 1869. Nº de Priv.: 4648

Amann y Palme, Juan: aparato para ejecutar en pianos, órganos, etc. toda clase de música por medio de bandas de papel taladrado. 4 de octubre de 1870. Nº de Priv.: 4764

Marzo y Feo, Enrique: instrumento para ejecutar los toques de ordenanza y de guerrilla. 3 de febrero de 1876. Nº de Priv.: 5403

Merino y Prado, Manuel: perfección en la construcción de pianos para conseguir mejores resultados que los conocidos. 30 de agosto de 1876. Nº de Priv.: 5522 bis

Ilustración

  Guitarra poliarmónica de Damián Dobranich. Guitarra de seis cuerdas, con nueve cuerdas más de cítara (en la caja, a la izquierda) e interiormente 48 cuerdas de acero que corresponden a un pequeño teclado (en la caja, a la derecha). Privilegio de invención nº 1170, de 1854.
Referencia:
Seleccionado y adaptado de Ángel Medina. “Inventos musicales en España. La etapa de los privilegios de invención (1826-1878)”. Sulcum sevit: estudios en homenaje a Eloy Benito Ruano. pp. 917 - 937. Oviedo, Universidad de Oviedo, Facultad de Filosofía y Letras, 2004.



jueves, 17 de noviembre de 2016

Inventos musicales en España (1)


¿Acaso el unamuniano “que inventen ellos” vale también para la música en España? La respuesta es negativa. Existe una historia de los inventos musicales que se extiende, en España, desde el siglo XVI, o quizá antes, hasta nuestros días.
En efecto, la renovada inquietud por el conocimiento, que es consustancial al espíritu renacentista, permitió la aparición de nuevos ingenios y mecanismos capaces de multiplicar las fuerzas humanas. Los intereses que había detrás de esas búsquedas eran muchas veces dependientes de la política y, en muchos casos, estaban ideados con fines bélicos.
Por eso, la palabra secreto es la que se usa en España para referirse a un invento. Un inventor, pongamos por caso, presentaba al rey un ingenio hidráulico o militar expresamente como un secreto. Y es que, como invento estratégico que era, había de estar protegido, no desvelado a las potencias enemigas, secreto, como podemos comprobar en el ameno trabajo de Nicolás García Tapia Patentes de invención españolas en el Siglo de Oro. Madrid, 1990).
De lo anterior se deduce la necesidad que los inventores tuvieron y tienen de proteger sus inventos. Hoy lo hacen beneficiándose del sistema de patentes, pero en la Edad Moderna lo conseguían mediante las reales cédulas de privilegio, que era el nombre más usual.
***
Sigamos con otras ideas corrientes respecto a los inventos. Un párrafo de Carlos Gómez Amat, heredero a su vez de una larga tradición musicológica, reza así:
“Un constructor de pianos, del que sólo nos ha quedado su apellido Fernández y la inicial F, presentó en 1827 un instrumento de su invención para afinar los pianos. Esta curiosidad fue señalada por Soriano Fuertes y recogida por Mitjana. El aparato se llamaba ‘cromámetro’. Parece ser la única aportación española a la mecánica musical, con el perfeccionamiento del clarinete que se debe a Antonio Romero" (Historia de la música española. Siglo XIX. Madrid, 1984, p. 256).
Dejando a un lado el caso, más conocido, del clarinete Romero, anotemos que este aparentemente misterioso F. no es sino Francisco Fernández, asturiano, afamado constructor de pianos que desarrolló su trabajo en Madrid, que trabajó para la Corte y, a nuestro modo de ver, figura interesantísima, (como se deduce de las investigaciones de Cristina Bordas, en el Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana), que luchó, entre otras cosas, por el auge de la industria nacional en este campo con presupuestos que no pueden ocultar su filiación ilustrada.
Según Gómez Amat, el siglo XIX no registraría más de dos aportaciones tecnológico-musicales. Sin embargo, sólo los datos referidos a la etapa 1826-1878 (que hemos estudiado años atrás) aportan un total de 26 inventos. A éstos hay que añadir los numerosos inventos que se registran, en progresión creciente sobre la etapa anterior, de 1878 a 1900, ya bajo la rúbrica de patentas; y, en fin, los que pudiera haber de 1800 a 1826.
Además, no todos los inventos se patentaban. Y, para completar la casuística, algunos inventos de autoría española eran patentados fuera de nuestras fronteras por razones diversas. También es verdad que hay inventos extranjeros que se registran en España, para proteger sus derechos de venta y distribución, pero ello no afecta a la valoración realizamos sobre el asunto.
O sea que entre ese único caso aislado del que habla Gómez Amat y las varias docenas de inventos registrados en el siglo XIX hay un abismo, no sólo cuantitativo (lo que es evidente) sino cualitativo pues retrata una actividad y unas preocupaciones en un campo (el de los inventos de cualquier tipo) que siempre pensamos que ha de venirnos de fuera.
Para concluir esta primera entrada de la serie, insertamos por orden cronológico  los datos de los 10 primeros privilegios de invención del período 1826-1878:

Fernández, Francisco: mecanismo nuevo para fabricar pianos. 10 de julio de 1828. Nº de Priv.: 601

La Cabra, Julián: método para construir pianos, mecanismo enteramente desconocido. 8 de agosto de 1831. Nº de Priv.: 78

Obrador, Juan: órgano. 17 de abril de 1839. Nº de Priv.: ultramar 41

Boisselot, Luis & Cia.: nuevo sistema de cuerdas de piano, llamadas planicordias que producen sonido mayor y más agradable etc. 30 de junio de 1849. Nº de Priv.: 454

Beaubrenf, Augusto: instrumentos musicales de metal. 14 de julio de 1852. Nº de Priv.: 954

Dobranich, Damián: nueva clase de guitarra, que contiene además de las 6 cuerdas comunes, 9 de cítara e interiormente 48 de acero (teclado). 15 de mayo de 1854. Nº de Priv.: 1170

Amezúa, Juan: mecanismo que hace pasar a un órgano del tono de capilla al de orquesta y viceversa. 9 de mayo de 1854. Nº de Priv.: 1185

Martín, Casimiro: clarín bitono instantáneo. 26 de marzo de 1856. Nº de Priv.: 1404

Ramis, José: corneta para el uso del arma de infantería. 15 de agosto de 1856. Nº de Priv.: 1465

Taberner, Pedro & Cruela, José María": piano transportador hasta 5 semitonos en escala ascendente y descendente. 9 de septiembre de 1856. Nº de Priv.: 1484

Referencia:
Seleccionado y adaptado de Ángel Medina. “Inventos musicales en España. La etapa de los privilegios de invención (1826-1878)”. Sulcum sevit: estudios en homenaje a Eloy Benito Ruano. pp. 917 - 937. Pviedo,  Universidad de Oviedo, Facultad de Filosofía y Letras, 2004.

Ilustración:
Fragmento de un pito de toques inventado por  Marzo y Feo. Oficina Española de Patentes y Marcas. Publicado completo en el artículo antes citado.

jueves, 10 de noviembre de 2016

En los años de juventud no disponía uno de tocadiscos y, de haberlo tenido, no hubiese podido comprar los discos que le gustaban. Además de estar interesado en la música clásica, escuchaba mucha música popular de los géneros más diversos a través de la radio, como se comentó en la entrada ”Canciones dedicadas y solicitadas”. También accedía a la música del momento a partir de otros tres recursos complementarios: la máquina de discos de la sala de juegos, los coches de choque y Radio Luxembourg.

Los billares
Cerca de casa había una sala de juegos regentada por Mariano y su mujer, Loli. Allí jugábamos al futbolín, al ping-pong (yo tenía mi propia raqueta guardada en la oficina de Mariano) y al billar, que era lo que más me gustaba. Las máquinas tragaperras suponían una gran atracción para la chavalería, incluso por el simple hecho de ver jugar a quienes disponían de más dinero. Recuerdo haber conseguido que Mariano apagase la máquina del reloj (una pieza de museo y de culto hoy en día) cuando me veía entrar, pues con una miserable peseta era capaz de estar jugando muchísimo tiempo gracias a las partidas que sacaba y, encima, gastaba las gomas de los flippers con determinadas técnicas que había llegado a dominar.
Mariano vendía pastas Reglero y también tenía una máquina de discos. Los domingos, con la modesta paga que nos daban en casa, los chicos de mi barrio solíamos permitirnos el lujo de comprar una pasta y poner una canción mientras la comíamos (me refiero a la pasta; la música, la devorábamos).
Era muy entretenido ver cómo, tras meter la moneda, elegir la pieza y pulsar la tecla correspondiente, una serie de mecanismos extraían el pequeño vinilo del volumen cilíndrico del conjunto y lo ponían en una posición determinada para que la aguja pudiese seguir su surco, a veces con el característico bucle repetitivo que producían los discos rayados.
Aquella sala tenía la mejor música popular: Simon y Garfunkel, Jackson Five, Moddy Blues, Beatles, Led Zeppelin, Cream, Rolling Stones y algunos  grupos españoles, como Los Canarios, Los Brincos o Los Bravos, entre otros. Lógico, porque al dueño de la sala le asesoraba César Cárcaba, un joven algo mayor que yo, que llegó a tener un programa en Radio Asturias llamado La Hora de la Calidad, que, ciertamente, hacía honor a su nombre. Fue él quien me animó a hacerme socio del club El Melotrón, que existía en esa misma emisora y cuyo carnet me hizo mucha ilusión.
Así que ahora tengo dos magdalenas de Proust donde elegir: las pastas Reglero y ciertas canciones que escuché viendo cómo giraba el single tras el cristal de la máquina de discos. Éstas me llevan a aquéllas y viceversa. Y ambas a una época que no añoro en absoluto, pero que tampoco olvido.
Un conato premusicológico o, simplemente, meras ganas de llamar la atención, era mi gusto por las caras B de los discos, sencillos de vinilo de 45 revoluciones, con una canción por cara. Sostenía que muchas veces la cara B era mejor —quizá simplemente menos comercial— que la cara A. Y no me faltaba razón en muchos casos, aunque acaso exageraba un poco.
Nunca olvidaré el primer single de mi propiedad, que fue un regalo: la maravillosa canción Eloise, de Barry Ryan (compuesta por su hermano Paul), que escuché cientos de veces sin cansarme.

Los coches de choque
Otra sala de audiciones la tenía en las pistas de los coches de choque. Además de conducirlos en las raras ocasiones en que tenía dinero, constituían una atracción especial porque solían llevar los equipos sonoros más potentes de la fiesta y porque ponían canciones de notable calidad.
Era frecuente que los coches de choque permaneciesen en su sitio unos días más, incluso semanas, tras la conclusión de las fiestas locales. Algunas tardes pasaba un par de horas oyendo música, apoyando el trasero en una especie de misericordias monacales de hierro que rodeaban la pista.
Me entretenía observando tranquilamente a los asiduos a esta diversión evolucionando maravillosamente sobre el suelo salpicado de polvos de talco (para que los coches corriesen más), conduciendo a veces marcha atrás, con una mano en el volante y la cabeza girada en esa dirección, y viendo a los chicos que aparcaban junto a un grupillo de chicas e invitaban a alguna a subirse.
Debo a Diego García Peinazo el conocimiento de una canción de los Desgraciaus (“Los coches de choque”, muy celebrada en YouTube) que recoge algunos detalles de aquellos rituales en la célebre atracción. Por ejemplo, la subida por una pequeña rampa para acceder a la ventanilla donde se venden las fichas; o bien, las miradas de reconocimiento de la pista, la búsqueda de un coche, elegido por su color o porque uno sabía que rodaba mejor que otros, etc.
“Y allí estabas tú”, dice el estribillo, refiriéndose a una rubia platino de bote, con su melena al viento, que atrae de inmediato la atención del narrador y protagonista. El cual, como era previsible, (si bien debatiéndose entre el deseo y la timidez) la invita a subir; y ya con ella a bordo, choca a propósito para que la muchacha se agarre a su brazo y, bueno…, de alguna manera hay que empezar a establecer los primeros contactos.
“Y allí estaba yo”, añado por mi parte, citando de nuevo el estribillo (pero no con “botines de punta”, eso seguro), sin que se me escapase un buen punteo de la canción de turno, unos coros, un toque sutil de teclado o cualquier otra cosa en esta línea.

Radio Luxembourg
Era una emisora de Luxemburgo, ciertamente, pero que emitía en inglés porque estaba orientada al mercado británico. Se fundó en los años 30 y cerró en 1992. Sólo conseguíamos sintonizarla al anochecer. La escuchábamos en grupo, con suma atención, sentados por los prados o descampados de la zona. Bajábamos de casa un receptor portátil y comentábamos las canciones que iban apareciendo como novedades.
Un día (en 1970) nos sorprendió una pieza donde sonaba el arpa de boca, no había batería y era muy pegadiza. Al poco era un éxito también en España. Se trataba de “In the Summertime”, de Mungo Jerry.
Hay que decir que en esos años los jóvenes estudiábamos francés mayoritariamente y que no entendíamos las letras de las canciones. Había algo de esnobismo en aquella situación. Pero lo cierto es que las músicas populares (tipo pop y rock) no nos sonaban tan auténticas cuando estaban en castellano. Años después cambiaría esa percepción, pero eso ya es otra historia.

Nota bene: lo de "Puntos de escucha" del título me sonaba familiar y cercano, sin que pudiese precisar la razón. Tiempo después de haber subido esta entrada reparo en que forma parte del título de las actas de un congreso de la Asociación de Música Electroacústica de España celebrado en Valencia en 2012: XIX Punto de encuentro y puntos de escucha de la música electroacústica en España. Actas, por cierto, donde hay algunos temas que tocaré en este sitio, como las máquinas tan bien estudiadas por Miguel Molina-Alcorcón.

 

jueves, 3 de noviembre de 2016

Jean Wiéner: el gusto musical franco-americano

El París de los años 20 del pasado siglo era, sin duda, la capital cultural del mundo. Ejercía un magnetismo especial para gentes de todas las latitudes (rusos alejados de su tierra por la Revolución, literatos norteamericanos como John dos Passos o Hemingway, pintores y músicos españoles como Picasso o Falla…) y todo era posible en sus cafés, teatros y salas de conciertos.
Los extranjeros que llegaban a París no sólo se impregnaban de las tradiciones francesas sino que dejaban en esa ciudad-crisol algo de su propia cultura. Un caso muy destacado es el de la recepción de la música negra norteamericana en el seno de la élite artística de la capital francesa.
En efecto, el jazz (y los géneros con él entroncados) se había ido colando en la creación académica. Esto era previsible en Estados Unidos, pero paralelamente los grandes autores franceses se dejaban llevar por los ritmos americanos y perfumaban sus obras con toques jazzísticos que no siempre eran bien comprendidos por los oyentes más tradicionales.
Pueden encontrarse influencias de ciertos patrones de la música negra americana en autores como Ravel o incluso Debussy. Tales presencias aumentan en el Grupo de los Seis (Milhaud, Poulenc, Tailleferre, Durey, Honnegger y Auric) y alcanzan a otros menos conocidos, que estaban en la misma línea aunque no llegaron a entrar en el grupo de los elegidos.
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A este respecto, traigo hoy al blog a un músico que destacó más como pianista (y excelente improvisador) que como compositor, si bien mantuvo una notable dedicación a la música cinematográfica. Sus relaciones con Los Seis —especialmente con Milhaud y con el mentor del grupo, Jean Cocteau— fueron muy intensas e interesantes. Me refiero a Jean Wiéner (París, 1896-1982), cuyas fascinantes memorias conozco gracias a la profesora Marta Cureses, colega y amiga.
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La inauguración del bar Gaya tras la Gran Guerra, con Wiéner al piano y la colaboración del músico americano de color Vance Lowry, que tocaba el banjo y el saxo, marcó un hito a tener en cuenta en esta imparable invasión de la música de ultramar. Una tarde de 1920, Wiéner pudo anotar la presencia en el Gaya de Diaghilev, Cocteau, Picasso, la señorita Mistinguett, Gide, Maurice Chevalier, Satie, René Clair y otros tantos no menos destacados en sus respectivos campos. Luego vendría la época de Le Bœuf sur le Toit, otro punto de encuentro imprescindible para la comprensión de aquella efervescencia parisina de los años 20.
El propio Wiéner se convirtió en organizador de conciertos y en ellos hubo cabida para todas las vertientes de la nueva música. En diciembre de 1921 abrió el ciclo la orquesta americana de Billy Arnold. Albert Roussel se marchó dando un portazo. Ravel, que también estaba allí, felicitó al organizador. “Sin comentarios”, apostilla Wiéner en sus memorias. Ese mismo mes sonaría, con carácter de estreno en Francia, la primera parte del Pierrot Lunaire y no con el aplauso de todos. O sea, que si bien la pasión de Wiéner estaba en su manifiesto gusto franco-americano, no dejaba de abrir sus oídos y los conciertos que organizaba a las nuevas músicas de otras latitudes y tendencias.
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Además de en los locales citados y en sus propios ciclos de conciertos, Wiéner extendió el gusto por la música de Gershwin, el jazz y los nuevos ritmos norteamericanos a partir de un hecho en cierto modo casual.
Diré antes que la admiración que Jean Wiéner sentía por la música americana ya se había hecho notar en su primera sonata, llamada Sonatina sincopada, que data de 1923. “Mi manía de mezclar la forma clásica con la síncopa americana —escribe el autor—, todo relleno de acordes perfectos y aderezado con novenas, daría un estilo muy personal”.
Este mismo año de 1923 compone el Concierto franco-americano, para piano y orquesta de cuerda. En octubre de 1924 se estrena en el Teatro Mogador, en el marco de los Conciertos Pasdeloup, con el autor al piano. Se oyen protestas, pero a muchos les entusiasma. A la salida, los Rouché —el director de la Ópera y su señora— le dicen a Wiéner que quiere esa música para la fiesta de compromiso de su hija. Y que como en su casa no cabe una orquesta, que busque un segundo pianista para sustituir la parte de la cuerda. Así se hizo y aquello resultó todo un éxito.
Este pianista era un belga que había estado en Estados Unidos, llamado Clément Doucet. Wiéner lo había conocido días antes en una especie de demostración de un nuevo instrumento o ingenio sonoro llamado Orphéal. Wiéner vio algo en él. A primera vista parecía un pianista de segunda que no ocultaba su vocación de ferroviario. Tenía una “rara musicalidad” y tras su modestia se escondía un grande del teclado, que además sabía tocar a la perfección en el estilo americano que tanto admiraba Wiéner.
De un hecho tan aparentemente insignificante (casi un bolo), surge una pasmosa pareja artística, la de Jean Wiéner y Clément Doucet. Este dúo pianístico se presentó en 1926 y estuvo activo ininterrumpidamente hasta 1939. Ofrecieron más de 2000 conciertos por toda Europa (incluyendo varias ciudades españolas), hasta que el viejo continente volvió a estar en llamas. Sus programas siempre mezclaban a los clásicos con los contemporáneos franceses y americanos. Ho faltaban Strawinsky y las obras del propio Wiéner.
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La reflexión a la que podemos llegar es que cuando se habla de la influencia de la música negra norteamericana en la música de las primeras décadas del siglo XX, no basta con referirse a los detalles, muchas veces puntuales, que se aprecian en los nombres de oro de la creación musical del momento. Es preciso pensar que entre el jazz en estado puro (u otras vertientes de la música negra americana, como el rag-time, el blues, los espirituales, los ritmos antillanos, etc., que se escuchaban en ciertos locales de París) y las obras de algunos miembros del Grupo de los Seis, por ejemplo, hubo pasos intermedios que contribuyeron a espesar ese caldo de cultivo. Así, los protagonizados por Jean Wiéner, tanto en su faceta de compositor como en cuanto a su impagable labor como intérprete y difusor de todos estos nuevos ritmos y géneros que tanto atraían a la modernidad parisina de aquellos años irrepetibles.

Referencia:
Jean Wiéner: Allegro appassionato. París, Ed. Fayard, 2012. (Estas memorias se publicaron por primera vez en 1978).

Ilustración:
Ed. cit. de las memorias de Wiéner. La foto de la cubierta es de Man Ray.