viernes, 27 de mayo de 2016

La Universidad de Salamanca tuvo el honor de contar entre sus catedráticos con Francisco de Salinas, uno de los más grandes tratadistas de música del Renacimiento. También formó parte de aquel mismo claustro otro hombre de espíritu, capaz de perfilar en versos inmortales la grandeza del arte musical de su amigo Salinas: fray Luis de León.
El poeta consigue describir en su célebre Oda toda la teoría de las tres músicas que se venía repitiendo desde Boecio, al lado de la teoría platónica del “ethos”, el neoplatonismo y el pensamiento numérico-musical de cuño pitagórico, todo lo cual se explicaba en las cátedras universitarias de música de ese momento.
Y aunque citemos a Boecio, de quien el propio Salinas decía que “siempre está en boca de todos los músicos”, no hay que olvidarse de la importancia que algunos estudiosos otorgan al Comentario al sueño de Escipión, de Macrobio, como fuente de ciertas ideas de la oda.
Pero —y ahí está otro de sus logros— no sólo se sirve de dichos elementos en las hermosas diez liras de la oda sino que las enriquece con un perfume y unas ideas que participan (aunque quizá sólo de manera muy matizada y parcial) del entusiasmo místico que se vivía por entonces en ciertas vertientes de la vida y de la literatura españolas.
Así que después de haber presentado en otra entrada el descenso del alma según Quintiliano, con su proceso de materialización, añoranza del paraíso y ciertos detalles musicales, cierro esta terna con el viaje de regreso —si bien no permanente— al origen celeste del alma a partir de la música.
***

Comienza fray Luis situando la interpretación musical de Salinas en un ambiente sereno y luminoso. Ginés Torres Salinas analizó la estética neoplátónica de la luz en estos precisos versos. Y uno quiere también imaginar que fray Luis alude a esa luz que le faltaba al músico en sus ojos y le sobraba en su música.

El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada,
por vuestra sabia mano gobernada

El alma reacciona de inmediato a ese sonido musical. Le trae noticias de su origen, que es divino, lo mismo que la propia música de Salinas:

A cuyo son divino
mi alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.

Pero al llegar a la siguiente estrofa encontramos un estadio intermedio, una pequeña marcha atrás. O, dicho de otro modo, un recrearse en el proceso que llevará al alma de regreso a su celeste origen a través de la música. Para ello, fray Luis traza un eficaz diagnóstico de los efectos de la música de Salinas en el ser humano.
La clave es que el alma “se conoce” en esa música, o sea, se reconoce en ella con todas las connotaciones de recuperación de la memoria perdida y de regreso a su origen divino. Lógicamente, ese encuentro entre el alma y la música no puede dejar de afectar a la caracterización moral del oyente. El cual mejora su propia condición, despreciando las perecederas riquezas y preparándose, libre de esas ataduras materiales, para proseguir el ascenso y el retorno:

Y como se conoce,
en suerte y pensamientos se mejora;
el oro desconoce,
que el vulgo vil adora,
la belleza caduca, engañadora.

Estos versos que acabamos de comentar pueden verse como una adaptación de la clásica teoría del “ethos”, es decir, del valor moral de la música, siguiendo la estela de Platón y tantos otros.. De modo que hemos partido de una música que realmente suena (la que está tocando Salinas, que es la tercera en categoría), pero que al ser percibida por el oyente actúa con un efecto beneficioso en el plano del “ethos”, como es propio de la música “humana”, que representa el segundo nivel de las tres músicas boecianas. Y se sobreentiende que ese equilibrio benéfico se ha de dar no sólo en el plano anímico sino también en el físico, entre el alma y el cuerpo.
Pero este viaje no ha hecho más que empezar, pues ahora el alma recorre en un par de versos las esferas celestiales hasta llegar al punto donde suena la primera y más elevada música, la música de los mundos, música sin principio ni fin y raíz de cualquier otra:

Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.

La visión boeciana concluiría con la música de las esferas, pero en el Renacimiento todo este andamiaje teórico estaba plenamente cristianizado y por ello, el alma ha de encontrarse no sólo inmersa en la música celestial sino cara a cara ante una divinidad, en este caso presentada como “gran maestro”, como el supremo músico cuya cítara es el propio universo.
Es conocido que cierto grabado de un tratado de Gaffurio (de finales del siglo XV) representa a Apolo con las musas organizando la música cósmica y que el mismo fue señalado como fuente de la célebre estrofa. Una imagen aún más clara de esta idea puede verse en el tratado Utriusque cosmi…, del médico y alquimista Robert Fludd, editado a principios del XVII. La mano de Dios mueve el universo. Y sabemos que es la mano del Dios cristiano porque en otros grabados de la obra se hace mención expresa de Él y figuran los coros celestiales de tronos, querubines, dominaciones, principados y demás seres angélicos. 


Dicho sea de paso, la estrofa del “gran maestro” no aparece en todas las fuentes de manuscritos y ediciones, así que han corrido ríos de tinta sobre ella. Incluso ha sido considerada una interpolación, pero resulta mucho más convincente la idea de un sector de la crítica literaria de que dicha estrofa es un tanto vidriosa y bordea la heterodoxia, de ahí su no presencia en ciertas fuentes.

Ve cómo el gran maestro,
aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado,
con que este eterno templo es sustentado

La perfección de esa música celestial puede muy bien asociarse a la perfección de los propios números, situándose entonces el poeta en la tradición pitagórica:

Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entrambas a porfía
mezclan una dulcísima armonía.

Lo más interesante es que el alma responde a tales estímulos, a esos números que parecen regir el orden cósmico, iniciándose un diálogo —y casi se intuyen pasajes musicales donde una voz replica a otra en estilo imitativo—, entre lo que los teóricos llamaban el microcosmos (sede de la música humana) y el macrocosmos (donde suena la música de las esferas), semejante al que ya se había dado, como vimos, en los escalones inferiores del neoplatónico ascenso, es decir, entre la música “instrumental” —la que realmente suena y es el detonante para el recuerdo y el ascenso— y la música “humana”.
La siguiente lira muestra el momento de la llegada, recreada con imágenes de plenitud, anegamiento y estabilidad. El término “accidente” podría vincularse a un detalle musical. Niega el poeta cualquier atisbo de accidente en aquel éxtasis: al fin y al cabo el vocablo “accidente” tiene un par de significados musicales en aquella época y equivale a alteración, bien de la altura del sonido (un sostenido, por ejemplo), bien de la duración de una nota en la teoría de la perfección y la imperfección de la notación proporcional del momento. De modo que la raigambre aristotélica del término viene muy bien para lo que quiere decir el poeta pues le añade ese guiño musical.
Del mismo modo, podría verse una segunda y sutil alusión a la música en el concepto de “peregrino”. En efecto, existe el tono peregrino, que Cerone (1613) cita y llamará también “irregular” o “mixto” y que, naturalmente, como todo lo “extraño” también habría de ser excluido como banda sonora de este momento culminante de suprema paz..

Aquí la alma navega
por un mar de dulzura, y, finalmente,
en él ansí se anega
que ningún accidente
extraño y peregrino oye o siente.

El poeta se recrea en esta plenitud, aunque ya se apunta que el alma habrá que emprender muy pronto el camino de vuelta, que es un descenso al destierro:

¡Oh, desmayo dichoso!
¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido!
¡Durase en tu reposo,
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido!

Invoca el poeta a sus amigos —y atención, porque el tema de la amistad lo colocan algunos autores como eje central— para que se animen a participar de este supremo bien, al que ya ha demostrado que se puede acceder partiendo de la música de Salinas y despojándose de las miserias humanas.

A este bien os llamo,
gloria del apolíneo sacro coro,
amigos a quien amo
sobre todo tesoro;
que todo lo visible es triste lloro.

En la conclusión de la oda se insiste en esta idea, ahora de forma más explícita. Se menciona a Salinas (en clara simetría con el comienzo) ratificando que la música del organista ciego nos eleva y nos lleva a desentendernos de las cosas que no conducen a esta alta meta. Todo se desarrolla en clave neoplatónica, desde la material a lo inmaterial, desde lo sensorial a lo espiritual, gradualmente, desde la realidad hasta lo divino, que como en los clásicos, no sólo es bello sino también bueno:

¡Oh! suene de contino,
Salinas, vuestro son en mis oídos,
por quien al bien divino
despiertan los sentidos
quedando a lo demás amortecidos.

Ref.: De entre las innumerables publicaciones referidas a esta oda, realizadas principalmente desde la filosofía, la estética y la literatura, recogemos un par de ellas.
Audrey Lumsden Kouvel: “El gran citarista del cielo: el concepto renacentista de la ‘música mundana’ en la ‘Oda a Francisco de Salinas’ de Fray Luis de León”. AIH. Actas VIII, 1983. Disponible en Centro Virtual Cervantes.
Ginés Torres Salinas: “Luz no usada y música estremada: poética neoplatónica de la luz en la Oda a Francisco de Salinas, de fray Luis de León” , Castilla. Estudios de Literatura, 4 (2013): 93-136. https://dialnet

Ilustraciones: Grabado de la Practica Musice, de Gaffurio, Milán, 1496. Fludd: Utriusque cosmi..., 1617 y ss..
 

jueves, 19 de mayo de 2016


I. Apunte de contexto 
La Escolanía de San Salvador tiene ya una historia de más de cuarenta años. Echó a andar en 1973 (si bien los preparativos ya habían comenzado en 1972) en el seno de la Capilla Polifónica ‘Ciudad de Oviedo’. Tuvo como director durante sus primeras tres décadas al maestro de capilla de la Catedral de Oviedo, don Alfredo de la Roza, fallecido en 2004 y a quien ya he dedicado una amplia entrada en este blog. Hasta entonces, la Escolanía estuvo vinculada a la catedral ovetense.
El antiguo escolano y sacerdote don Gaspar Muñiz fue el sucesor de don Alfredo y el impulsor desde 2005 de una nueva y fecunda etapa, con sede en la parroquia de San Isidoro el Real. De dicho periodo data, entre otras cosas, la misa y ciclo musical que cada año se celebran en recuerdo de don Alfredo.
En septiembre de 2013 asumió la dirección musical de la Escolanía la hasta entonces organista titular, Elisa García. La entidad cuenta con dos coros: los puericantores (6 a 14 años, que ya dirigía desde 2005) y el coro joven (entre 15 y 30 años).
Y como hombre clave en asuntos de gestión y representación, no quiero olvidarme de Nacho Rico, presidente de la Escolanía. Ni tampoco, aunque sea sin nombrarlos, de los amigos, socios, cantores, familiares, empresarios, músicos colaboradores e instituciones que hacen posible la benéfica labor de esta agrupación musical tan querida para los ovetenses y que ya ha tenido numerosos reconocimientos y actuaciones nacionales e internacionales.

II. Una velada muy especial
El caso es que este curso 2015-2016 la Escolanía organizó unas sesiones denominadas Las veladas de los jueves con un fin en buena medida divulgativo y didáctico y con el órgano como principal (aunque no único) protagonista. Y justamente el pasado jueves, 12 de mayo, tuvo lugar el concierto de clausura, que fue el número 16 del ciclo (si no he contado mal) y que cabe valorar como un perfecto broche de oro, especialmente atento al patrimonio musical asturiano y, más en concreto, a los fondos conservados en la Catedral de Oviedo.
Desde luego, en este caso se echó en falta un programa de mano. Sabemos que los medios son escasos y entendemos que ciertos conciertos de repertorio, bien explicado de viva voz al público asistente, pueden prescindir del programa si no queda más remedio. Sin embargo, este concierto tiene un manifiesto valor histórico. No es uno más del ciclo. Por ello, tendría que haberse editado un programa lo más cuidado y completo posible (autores, títulos, intérpretes, datos históricos…). Estamos hablando de la memoria de la ciudad y eso requiere un esfuerzo añadido. Todorov enseña que la memoria se construye con recuerdos y con olvidos. Y está claro que un concierto como éste ha de quedar entre los primeros.
No era la primera vez que la Escolanía se aproximaba a la música de la Catedral, como en su día lo hizo la citada Capilla Polifónica en la que tuvo su origen. Años atrás, por poner un ejemplo, estos jóvenes cantores interpretaron diversas piezas (algunas en varias ocasiones) que habían sido transcritas por el autor de estas líneas.
Sin embargo, en esta ocasión se pudo contar también con un grupo instrumental dirigido por el organista Samuel Maíllo, músico muy activo en todo este ciclo. Lo cual, junto con el coro y las voces solistas que entraron en juego, permitió la interpretación de un repertorio particularmente atractivo. En efecto, volvieron a sonar composiciones muy hermosas que se habían escrito casi dos siglos y medio atrás.
El concierto tuvo como asesora académica y presentadora de lujo a la Dra. María Sanhuesa Fonseca, profesora de Musicología la Universidad de Oviedo y perfecta conocedora de todos los entresijos del archivo capitular en lo atinente a la música allí conservada.
Sus intervenciones resultaron modélicas, ajustadas, enunciadas de forma clara y concisa. Y hasta se permitió algunos detalles de sutil ironía, tan suyos, como cuando se produjo una pequeña confusión con cierto cambio del orden de las piezas.

III. Cuatro estrenos en los tiempos actuales
Destacó la musicóloga que las cuatro composiciones seleccionadas se sitúan en plena edad de oro de la música catedralicia, exactamente entre 1773 y 1786. Dos de ellas son obra de Joaquín Lázaro, otra de Pedro Furió y una más de Francisco Nájer.
Comenzó el concierto con Dios mío, calla, aria para tiple, violines, flautas, trompas y bajo continuo, de Joaquín Lázaro (1746-1786). Como se sabe Lázaro sólo estuvo en Oviedo entre 1781 y 1786, fecha de su muerte. Este aria, carente del habitual recitativo previo, está dedicada al Niño Jesús. “La música —destacó la profesora Sanhuesa— tiene varios detalles descriptivos como subrayar rítmicamente la palabra ‘calla’, o ‘descansa’, con melodía descendente, aludiendo al reposo, al sueño”.
La soprano Elena Martín intervino como solista. Es sabido que la tradición hispánica reserva el término ‘tiple’ para quienes se encargan de la más aguda de las voces. En las capillas de música catedralicias esa voz la podían realizar niños, adultos falsetistas o capones (castrados) pero se excluía a las mujeres.
La forma ‘soprano’ viene de la palabra italiana que alude a esa misma voz y que es masculina, así como del concepto de ‘superius’, que se usa para la música escrita y en la teoría, pero no para los cantores. Hoy día una pieza para tiple, como la que nos ocupa, puede ser cantada por niños de ambos sexos, por contratenores sopranos o por sopranos femeninas.
A continuación se pudo escuchar Salamandras que ardientes bebéis, villancico de tonadilla con 4 tiples solistas, violines, trompas y bajo continuo, de Pedro Furió, que fue maestro de capilla en Oviedo desde 1775 hasta su muerte en 1780. Hay mucha confusión sobre su vida, pues se mezcla con la de un hijo homónimo e incluso con un tercer Furió. En todo caso éste es el “bueno” y el que tenía un prestigio en su época que había superado incluso las fronteras de España.
La obra trata un momento del martirio de Santa Eulalia, que tanta literatura produjo en toda Europa (del latino Prudencio a Lorca) y que tanta música generó en la Catedral de Oviedo por la sencilla razón de ser esta niña santa —y dispuesta a defender la fe hasta su atroz martirio— la patrona de la diócesis, como también lo es de Oviedo y de muchas otras localidades.
María Sanhuesa explicó el simbolismo de la salamandra, pues es creencia popular que no se quema con el fuego, y señaló que se usaban joyas/amuletos contra la fiebre que tenían forma de salamandra. Pero quizá el detalle más erudito lo puso la musicóloga al ofrecernos los nombres de los cuatro tiples que cantaron en su día esta obra en la capilla catedralicia: Santos, Canales, Candás (que es apodo) y Francisco Squarciafico, hijo de un instrumentista de la capilla. Y para que conste en algún sitio, recojo aquí los nombres de las seis jóvenes que lo hicieron en esta ocasión: Verónica Roal Rivero, Isabel Pérez Cuenco, Patricia Suárez Lobo, Celisa Fernández Alonso, Kassandra Fernández Alonso y Lucía Nieto Vegas.
La tercera obra supuso un notable giro estilístico derivado de la propia funcionalidad de la composición, que en este caso era ya plenamente litúrgica en su origen. Se trata de un himno de maitines de Francisco Nájer, titulado Domare cordis impetus, a 8 voces en 2 coros y bajo continuo (1780). Está dedicado a Santa Isabel de Portugal. Es el resultado de un ejercicio de composición para las oposiciones a maestro de capilla, que ganaría el ya citado Joaquín Lázaro.
Comentó María Sanhuesa que la obra se compuso con “término de 24 horas”, que es la expresión de la época para decir que ése era el tiempo máximo del que disponían los opositores para componer la obra, un poco a la manera de las “encerronas” de las oposiciones académicas, recordó la presentadora.
Elisa García asumió en esta ocasión la dirección del coro, quedando Maíllo a cargo del continuo. Desde el punto de vista de la himnodia presenta una estructura compleja, con versos de distinto metro y diversas combinaciones de pies. Su texto explica cómo la reina Isabel de Portugal domó el ímpetu del corazón y optó por la vida religiosa, renunciando a los bienes materiales para alcanzar los eternos y celestiales.
A mí me resultó particularmente interesante el tratamiento con diversas densidades corales de los distintos versículos y hemistiquios. Y luego están esos pasajes imitativos, que no desdibujan el sentido del texto en absoluto, servido con una música muy inspirada y solemne.
Por último se ofreció Del risco se despeña, aria para tiple, violines, trompas y bajo continuo, del ya citado Joaquín Lázaro, de nuevo con Elena Martín como solista. Una vez más, la profesora Sanhuesa apuntó detalles de interés. Por ejemplo que el niño que interpretó este aria era Josef María Páez, hijo del maestro de capilla Juan Páez Centella. Y como Páez llegó a la muerte de Lázaro, “esto nos indica —apunta la musicóloga— que tras 1786 este aria siguió cantándose en la catedral”. La pieza —prosiguió— es un aria da capo, carente de recitativo, que como la primera de la sesión abunda en detalles descriptivos: al fin y al cabo, todo el mundo de la música “poética” o retórica musical llevaba ya más de siglo y medio circulando por Europa.

IV. Los músicos
Samuel Maíllo fue también, junto con diversos colegas del mundo de la música y la orientación de María Sanhuesa, el responsable de poner a punto en los atriles todo este antiguo material, lo que es un esfuerzo digno de mención.
Al final tuvo unas palabras de agradecimiento para muy diversas personas e instituciones. Aludió Maíllo al concepto de altruismo, algo que considero más importante de lo que pudiera parecer a simple vista y que, en determinadas sociedades (no en la nuestra) tiene efectos asombrosos en las acciones sobre el patrimonio.
Todos estos jóvenes cantores e instrumentistas, solistas y directores merecieron el cálido aplauso del público tras cada interpretación y al final de la velada. Es de destacar esta característica de juventud de la inmensa mayoría de los que hicieron posible el concierto, algunos haciendo probablemente sus primeras armas como músicos ante el público, otros sin duda más curtidos, todos con ánimo y ganas, atentos a las indicaciones de los directores Samuel Maíllo y Elisa García.
Este blog no se dedica a la crítica musical. Dejo las posibles objeciones sobre aspectos interpretativos —siempre posibles y aun útiles si son constructivas— para los tiquismiquis aquejados de tiquismiquis, pues dice la RAE que la palabrita no sólo se refiere a ciertas personas sino también a los síntomas que los caracterizan y que consisten en “reparos vanos o de poquísima importancia” con que suelen entretenerse.

V. Un detalle de gestión
La transferencia del conocimiento, que es la aspiración de cualquier equipo científico, va mucho más allá de la muy meritoria difusión de resultados. Sólo teniéndolo en cuenta es posible presentar un bien cultural que resulte atractivo cuando se oferte y que incluso pudiera ser demandado. Existen varios planteamientos posibles, siendo el llamado modelo de la “triple hélice” (interacción de los marcos académico, institucional y empresarial, simplificando mucho) muy propio para obtener buenos resultados en ámbitos como el que nos ocupa. Hoy no procede extenderse sobre este asunto, pero es crucial y por ahí van los tiros. Aquí lo dejó apuntado por si a alguien le sirve.
Al final, como ironizaba María Sanhuesa, se trata de no tener que esperar otros 250 años para volver a escuchar músicas tan valiosas como las presentadas en esta sesión de clausura de Las veladas de los jueves de la Escolanía de San Salvador.

Foto cortesía de Enrique Campuzano.

jueves, 12 de mayo de 2016

Bach, nuestro contemporáneo

Como en la copla —ayer, hoy, mañana y siempre— todo tiempo vale para estar a la vera de Bach, o a sus pies, por decirlo con más justeza. Quizá con la excepción de las cinco décadas subsiguientes a su fallecimiento y dejando a un lado los momentos difíciles y las incomprensiones padecidas a lo largo de su vida, la fortuna crítica de Bach no ha parado de mejorar hasta el presente.
Si en el siglo XIX contribuyeron a su culto las ediciones de sus obras y los festivales impulsados por diversas sociedades, principalmente centroeuropeas, el siglo XX supo extraer del cantor de Santo Tomás algunas lecciones que circularían por lo mejor de su música, hasta el día de hoy, como una savia imprescindible. Y no deja de ser curioso constatar que esa influencia germinal se opera en autores y escuelas harto diversos.
Debussy, por ejemplo, aseguraba que Bach no era silbable. Eso de silbar las primeras notas de Los Maestros Cantores era para Debussy cosa muy propia de los “prisioneros de lujo de las cárceles musicales” cuando salen al boulevard, pero impensable para el caso de Bach. Porque en éste hay un sentido de la línea, un trazo a modo de divino arabesco, que constituye un universo propio.
Ese reino de lo ornamental (y Debussy advertía que el término “ornamento” en modo alguno ha de asociarse con lo que indican a ese propósito los manuales de música) es heredero del canto litúrgico, contrapunteado por los prodigios de los polifonistas clásicos y cristaliza en una música que levita, que se hace más aérea en manos de Bach por el feliz encuentro de la belleza y “esa libre fantasía, siempre renovada, que todavía asombra en nuestro tiempo”.
Debussy escribe estas líneas en 1901. Algunos años después surgiría la escuela capital para el desarrollo ulterior de la música del siglo XX. Dicha escuela, la segunda de Viena en términos musicológicos, no se explica sin Bach. Son conocidas las transcripciones de Bach realizadas por sus miembros más significativos. En el Cuarteto opus 28 de Webern todo gira en torno a unas notas que son el propio nombre de Bach (como se sabe, la notación alemana es alfabética) fenómeno que también se da en las Variaciones para orquesta de Schoenberg, compositor por cierto comparado frecuente y acertadamente con Bach por algunos autores. Alban Berg, por su parte, fue capaz de introducir un coral de Bach en su Concierto para violín sin que la coherencia dodecafónica de la obra se resintiese en ningún momento.
Cuando en 1931 Schoenberg preparaba un seminario titulado “El camino hacia la composición con doce sonidos”, Bach aparece de manera destacada como modelo en lo concerniente al contrapunto y al desarrollo. Las técnicas contrapuntísticas y la sabiduría de Bach en el arte de la variación no podían dejar de atraer a quienes llevaron estos principios constructivos a su grado más extremo en la historia de la música occidental.
Hubo aproximaciones desde otros enfoques muy distintos, caso de H. Villa-lobos o de Piazzola, por irnos al continente americano; y desde otros géneros, muy singularmente desde el jazz. Bach siempre es inagotable.
También la música española del siglo XX se nutre del universo bachiano. Adolfo Salazar, el más célebre crítico de la Generación de la República, es el autor de un notable estudio sobre el músico germano, de los pocos escritos por autores españoles. Ernesto Halffter ofrece una incisiva lectura del segundo concierto de Brandenburgo de Bach en una parte de su celebérrima Sinfonietta, la obra emblema de la intelectualidad musical de la época, como se advierte en El arte al cubo de Fernando Vela.
En la Generación del 51 y siguientes las alusiones, citas e integración de conceptos compositivos de Bach se multiplican, con matices imposibles de presentar en estas líneas. ¿Hace falta decir lo que significa Bach para Josep Soler, y no sólo por el homenaje que le tributa en varias piezas de su Álbum para piano?
Sin embargo, Agustín G. Acilu (Alsasua, 1929) pudiera ser el autor de su generación más constante y tempranamente atraído por Bach, al ver en él, como explica Marta Cureses en su libro El compositor Agustín González Acilu. La estética de la tensión (ICCMU), el máximo “equilibrio entre ciencia y humanismo” que se haya dado en la historia de la música. En ese mismo libro se recoge una chispeante sentencia que le he oído a Acilu en más de una ocasión: "después de Bach, viene la música ligera”.
Concluyo recordando un espectáculo de Carles Santos titulado La Pantera imperial, en el que la música de Bach tiene un papel central. Claro que Santos y Bach forman un binomio que da para mucho más, pero no en esta entrada. En efecto, Claude-Henri Buffard escribía con motivo de la presentación del espectáculo en Francia: para Carles Santos "Bach es su sol y su droga, su pan cotidiano y su primer bocado de miel de la mañana, su concubino y su ídolo, su amigo y su maestro".
O sea que, de nuevo como en la copla, a tu vera, siempre a la verita tuya, amigo Juan Sebastián.

Nota: este texto fue publicado, con el mismo título y contenido casi idéntico  en un medio periodístico con motivo de cierta celebración bachiana de bastantes años atrás. No dispongo de la referencia exacta, lo que no obsta para que lo recupere en este blog porque, como se ha dicho, siempre resulta oportuno acordarse de Bach, aunque sea de manera tan modesta como aquí es el caso.

jueves, 5 de mayo de 2016

La historia de Pigmalión y de la que sólo mucho más tarde será llamada Galatea tiene su fuente principal en Ovidio y es muy conocida. El escultor se enamora de su estatua, acude a las fiestas de Afrodita y le pide a la diosa que su obra cobre vida. Cuando regresa, el milagro sucede y el artista lo ratifica tomándole el pulso a su creación. El marfil se ha convertido en carne y hueso. Lo del pulso arterial —los “ritmos musicales del pulso”, como diría Censorino— pasa a ser una constante en ciertas líneas del pensamiento posterior. Pero no seguiré por ese lado.
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Como se sabe, esta bella historia circuló también en otras épocas y en otras lenguas con diversas variaciones. Así, la copiosa aportación de Jean de Meun al célebre Roman de la Rose, escrito en langue d´oil en el tercio postrero del siglo XIII, incluye el episodio de Pigmalión, cuya unidad y autonomía han sido destacadas por el profesor Luis Cortés Vázquez.
La versión de Jean de Meun sigue a Ovidio, pero, como insiste el estudioso citado, entre otros, la amplifica enormemente, en el sentido de la amplificatio de la retórica y no simplemente queriendo decir que se trata de una redacción más prolija en detalles. Se presenta a un escultor enamorado que dota a su estatua de un completísimo ajuar, propio de una reina, a la que deleita, por otra parte, con cantos, bailes y con un generoso desfile de instrumentos musicales que él mismo tañe, como si fuese tan buen músico como escultor.
Pigmalión empieza por entonar cantares profanos y deja bien sentado que no quiere jerarquías eclesiásticas en sus esponsales. Acto seguido irrumpe la ronda de instrumentos, que toca, al decir del poeta, con maestría mayor que la de Anfión de Tebas. Como es sabido, Anfión tocaba la lira con tanta destreza que hacía volar piedras y sillares hasta dejarlos convenientemente ubicados en la muralla que se estaba construyendo en Tebas. Ambos son, por tanto, ‘señores de la piedra’.
Luego salen a relucir arpas, gigas, rabeles, guitarras, laúdes, relojes de carillón que suenan por las diversas estancias, órganos que se transportan con una sola mano, címbalos, zampoñas, caramillos, tambores, flautas, sonajas, cítolas, trompas, odrecillos, salterios, vihuelas, cornamusa y gaitas de Cornualles, en total veinte instrumentos distintos que, menos una vez (la cornamusa), cita siempre en plural, acaso como símbolo de una magnificencia que parecería más propia de Pigmalión rey de Chipre, cuya historia es parecida aunque con muchos matices que no vienen al caso aquí.

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Por fin, Pigmalión baila solo y luego con ella. El editor y traductor de este texto al español dedica amplio comentario a todo este pasaje. Alude a enumeraciones anteriores y posteriores de instrumentos en la literatura medieval, entre ellas las que figuran en el Libro de Alexandre, en el Poema de Alfonso XI o en el Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita. Se refiere también a una larga relación de instrumentos de Guillaume de Machaut, el más grande compositor del siglo XIV. Y ello nos recuerda que el citado Machaut compara a su dama, en la balada 115 (“Je puis trop bien ma dame comparer”), con la estatua de Pigmalión antes de ser animada, por lo fría y poco complaciente que se muestra, acaso en la primera composición musical de autor relacionada de algún modo con este mito.
Además de los cantos profanos del principio y de los instrumentos múltiples que hace comparecer, probablemente para acompañarle o, en el caso de instrumentos en los que acompañarse a sí mismo no es posible —como la flauta— para tocar de manera autónoma, Jean de Meun describe la estructura de un típico motete de la segunda mitad del siglo XIII. Podemos encontrar esta forma musical, por ejemplo, en el códice de Montpellier, con su triplum (triple), motete y tenor. Se trata de tres voces que habrían de sonar simultáneas pero que Pigmalión (pues está solo) ha de hacer consecutivamente con el apoyo del órgano portátil antes citado. La lectura del elemento musical de este pasaje por parte de uno de los más brillantes analistas de la historia de Pigmalión, Victor I. Stoichita, tampoco entra en demasiados detalles.
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La riqueza de referencias musicales de este episodio de Le Roman de la Rose muestra a un autor absolutamente al día de lo que se hacía musicalmente en su época, incluyendo los repertorios más significativos, cual es el profano del momento. Éste no podía ser otro que el de los trovadores y troveros y ha de verse aquí no sólo (según apunta Stoichita) como parodia (que lo es) de un género sacro —innecesaria en el fondo en un texto explícitamente irreverente—, sino también como una ofrenda amatoria con la técnica propia del momento en este género de música.
Lo mismo cabe decir sobre el uso del motete, detalle absolutamente elegante por parte de Jean de Meun, por cuanto el motete (en este caso se supone que con textos amorosos, lo que tampoco implica ninguna parodia pues es del todo ordinario en las fuentes) es el máximo exponente de la música académica del momento, un género que, con su simultaneidad de textos distintos, requiere un auditorio en la élite de la cultura de fines del XIII.
Jean de Meun, tras las largas amplificaciones de los versos dedicados a describir las joyas y prendas con que agasaja a Galatea, los cantos y sones con que la venera, lleva a Pigmalión, siguiendo el guión ovidiano, a implorar el prodigio a Venus (a Santa Venus, nada menos, por ser más exactos) y pronto vemos que Pigmalión retorna ansioso y esperanzado a su casa para descubrir que Galatea “está viva y es carnosa”.
Por fin, confluyendo con Ovidio, nos ofrece su animada visión de la estatua nacida a la vida con la concluyente prueba del pulso: “el sant les os et sant les vaines, qui de sanc ierent toutes plaines, et le pous debatre et mouvoir”. que Cortés Vázquez traduce con finura: “y siente en ella hueso y siente venas que ya todas de sangre estaban llenas y ve que el pulso se debate y mueve”.
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La estatua que Jean de Meun nos había presentado, al principio del episodio, como “sorda y muda / que no palpita ni mostró meneo”, se anima para siempre. Venus ha sido decisiva, naturalmente, pero la soledad de Pigmalión, su deseo, su paroxismo (cantando, tocando y bailando por las vacías estancias de su casa, taller o casi palacio) no podían dejar de quedar sin efecto.

Referencias
Información más completa sobre el asunto en Angel Medina: “Las venas de Galatea: de la música humana a la cámara anecoica”. Quintana, 7, pp. 113-131. Dpto. de Hª del Arte. Universidad de Santiago de Compostela, 2009.
Luis Cortés Vázquez: El episodio de Pigmalión del Roman de la Rose. Ética y estética de Jean de Meun. Traducción española y estudio. Salamanca, Ed. Universidad de Salamanca,1980,
Victor I. Stoichita: Simulacros. El efecto Pigmalión: de Ovidio a Hitchcock. Madrid, Ediciones Siruela, Biblioteca de Ensayo, 47, 2006.