La Universidad de
Salamanca tuvo el honor de contar entre sus catedráticos con Francisco de
Salinas, uno de los más grandes tratadistas de música del Renacimiento. También
formó parte de aquel mismo claustro otro hombre de espíritu, capaz de perfilar
en versos inmortales la grandeza del arte musical de su amigo Salinas: fray
Luis de León.
Ilustraciones: Grabado de la Practica Musice, de Gaffurio, Milán, 1496. Fludd: Utriusque cosmi..., 1617 y ss..
El poeta consigue
describir en su célebre Oda toda la teoría de las tres músicas que se venía repitiendo desde Boecio, al
lado de la teoría platónica del “ethos”, el neoplatonismo y el pensamiento
numérico-musical de cuño pitagórico, todo lo cual se explicaba en las cátedras
universitarias de música de ese momento.
Y aunque citemos a
Boecio, de quien el propio Salinas decía que “siempre está en boca de todos los
músicos”, no hay que olvidarse de la importancia que algunos estudiosos otorgan
al Comentario al sueño de Escipión, de Macrobio, como fuente de ciertas ideas de la oda.
Pero —y ahí está otro
de sus logros— no sólo se sirve de dichos elementos en las hermosas diez liras
de la oda sino que las enriquece con un perfume y unas ideas que participan
(aunque quizá sólo de manera muy matizada y parcial) del entusiasmo místico que
se vivía por entonces en ciertas vertientes de la vida y de la literatura
españolas.
Así que después de
haber presentado en otra entrada el descenso del alma según Quintiliano, con su
proceso de materialización, añoranza del paraíso y ciertos detalles musicales,
cierro esta terna con el viaje de regreso —si bien no permanente— al origen
celeste del alma a partir de la música.
***
Comienza fray Luis
situando la interpretación musical de Salinas en un ambiente sereno y luminoso.
Ginés Torres Salinas analizó la estética neoplátónica de la luz en estos
precisos versos. Y uno quiere también imaginar que fray Luis alude a esa luz
que le faltaba al músico en sus ojos y le sobraba en su música.
El aire se
serena
y viste de
hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando
suena
la música extremada,
por
vuestra sabia mano gobernada
El alma reacciona de
inmediato a ese sonido musical. Le trae noticias de su origen, que es divino,
lo mismo que la propia música de Salinas:
A cuyo son
divino
mi alma, que en
olvido está sumida,
torna a cobrar
el tino
y memoria
perdida
de su origen
primera esclarecida.
Pero al llegar a la
siguiente estrofa encontramos un estadio intermedio, una pequeña marcha atrás.
O, dicho de otro modo, un recrearse en el proceso que llevará al alma de
regreso a su celeste origen a través de la música. Para ello, fray Luis traza
un eficaz diagnóstico de los efectos de la música de Salinas en el ser humano.
La clave es que el
alma “se conoce” en esa música, o sea, se reconoce en ella con todas las connotaciones de
recuperación de la memoria perdida y de regreso a su origen divino.
Lógicamente, ese encuentro entre el alma y la música no puede dejar de afectar
a la caracterización moral del oyente. El cual mejora su propia condición,
despreciando las perecederas riquezas y preparándose, libre de esas ataduras
materiales, para proseguir el ascenso y el retorno:
Y como se
conoce,
en suerte y
pensamientos se mejora;
el oro
desconoce,
que el vulgo
vil adora,
la belleza
caduca, engañadora.
Estos versos que
acabamos de comentar pueden verse como una adaptación de la clásica teoría del
“ethos”, es decir, del valor moral de la música, siguiendo la estela de Platón
y tantos otros.. De modo que hemos partido de una música que realmente suena
(la que está tocando Salinas, que es la tercera en categoría), pero que al ser
percibida por el oyente actúa con un efecto beneficioso en el plano del
“ethos”, como es propio de la música “humana”, que representa el segundo nivel
de las tres músicas boecianas. Y se sobreentiende que ese equilibrio benéfico
se ha de dar no sólo en el plano anímico sino también en el físico, entre el
alma y el cuerpo.
Pero este viaje no ha
hecho más que empezar, pues ahora el alma recorre en un par de versos las
esferas celestiales hasta llegar al punto donde suena la primera y más elevada
música, la música de los mundos, música sin principio ni fin y raíz de
cualquier otra:
Traspasa el
aire todo
hasta llegar a
la más alta esfera,
y oye allí otro
modo
de no
perecedera
música, que es
la fuente y la primera.
La visión boeciana
concluiría con la música de las esferas, pero en el Renacimiento todo este
andamiaje teórico estaba plenamente cristianizado y por ello, el alma ha de
encontrarse no sólo inmersa en la música celestial sino cara a cara ante una
divinidad, en este caso presentada como “gran maestro”, como el supremo músico
cuya cítara es el propio universo.
Es conocido que
cierto grabado de un tratado de Gaffurio (de finales del siglo XV) representa a
Apolo con las musas organizando la música cósmica y que el mismo fue señalado
como fuente de la célebre estrofa. Una imagen aún más clara de esta idea puede
verse en el tratado Utriusque cosmi…, del médico y alquimista Robert Fludd,
editado a principios del XVII. La mano de Dios mueve el universo. Y sabemos que
es la mano del Dios cristiano porque en otros grabados de la obra se hace
mención expresa de Él y figuran los coros celestiales de tronos, querubines,
dominaciones, principados y demás seres angélicos.
Dicho sea de paso, la
estrofa del “gran maestro” no aparece en todas las fuentes de manuscritos y
ediciones, así que han corrido ríos de tinta sobre ella. Incluso ha sido
considerada una interpolación, pero resulta mucho más convincente la idea de un
sector de la crítica literaria de que dicha estrofa es un tanto vidriosa y
bordea la heterodoxia, de ahí su no presencia en ciertas fuentes.
Ve cómo el gran
maestro,
aquesta inmensa
cítara aplicado,
con movimiento
diestro
produce el son
sagrado,
con
que este eterno templo es sustentado
La perfección
de esa música celestial puede muy bien asociarse a la perfección de los propios
números, situándose entonces el poeta en la tradición pitagórica:
Y como está
compuesta
de números
concordes, luego envía
consonante
respuesta;
y entrambas a
porfía
mezclan una
dulcísima armonía.
Lo más
interesante es que el alma responde a tales estímulos, a esos números que
parecen regir el orden cósmico, iniciándose un diálogo —y casi se intuyen
pasajes musicales donde una voz replica a otra en estilo imitativo—, entre lo
que los teóricos llamaban el microcosmos (sede de la música humana) y el macrocosmos (donde suena la música de
las esferas), semejante al que ya se había dado, como vimos, en los escalones
inferiores del neoplatónico ascenso, es decir, entre la música “instrumental”
—la que realmente suena y es el detonante para el recuerdo y el ascenso— y la
música “humana”.
La siguiente
lira muestra el momento de la llegada, recreada con imágenes de plenitud,
anegamiento y estabilidad. El término “accidente” podría vincularse a un
detalle musical. Niega el poeta cualquier atisbo de accidente en aquel éxtasis:
al fin y al cabo el vocablo “accidente” tiene un par de significados musicales
en aquella época y equivale a alteración, bien de la altura del sonido (un
sostenido, por ejemplo), bien de la duración de una nota en la teoría de la
perfección y la imperfección de la notación proporcional del momento. De modo
que la raigambre aristotélica del término viene muy bien para lo que quiere
decir el poeta pues le añade ese guiño musical.
Del mismo modo,
podría verse una segunda y sutil alusión a la música en el concepto de
“peregrino”. En efecto, existe el tono peregrino, que Cerone
(1613) cita y llamará también “irregular” o “mixto” y que, naturalmente, como
todo lo “extraño” también habría de ser excluido como banda sonora de este
momento culminante de suprema paz..
Aquí la alma
navega
por un mar de
dulzura, y, finalmente,
en él ansí se
anega
que ningún
accidente
extraño y
peregrino oye o siente.
El poeta se
recrea en esta plenitud, aunque ya se apunta que el alma habrá que emprender
muy pronto el camino de vuelta, que es un descenso al destierro:
¡Oh, desmayo
dichoso!
¡Oh, muerte que
das vida! ¡Oh, dulce olvido!
¡Durase en tu
reposo,
sin ser
restituido
jamás a aqueste
bajo y vil sentido!
Invoca el poeta
a sus amigos —y atención, porque el tema de la amistad lo colocan algunos
autores como eje central— para que se animen a participar de este supremo bien,
al que ya ha demostrado que se puede acceder partiendo de la música de Salinas
y despojándose de las miserias humanas.
A este bien os
llamo,
gloria del
apolíneo sacro coro,
amigos a quien
amo
sobre todo
tesoro;
que todo lo
visible es triste lloro.
En la
conclusión de la oda se insiste en esta idea, ahora de forma más explícita. Se
menciona a Salinas (en clara simetría con el comienzo) ratificando que la
música del organista ciego nos eleva y nos lleva a desentendernos de las cosas
que no conducen a esta alta meta. Todo se desarrolla en clave neoplatónica,
desde la material a lo inmaterial, desde lo sensorial a lo espiritual,
gradualmente, desde la realidad hasta lo divino, que como en los clásicos, no
sólo es bello sino también bueno:
¡Oh! suene de
contino,
Salinas,
vuestro son en mis oídos,
por quien al
bien divino
despiertan los
sentidos
quedando a lo
demás amortecidos.
Ref.: De entre las
innumerables publicaciones referidas a esta oda, realizadas principalmente desde
la filosofía, la estética y la literatura, recogemos un par de ellas.
Audrey Lumsden Kouvel:
“El gran citarista del cielo: el concepto renacentista de la ‘música mundana’
en la ‘Oda a Francisco de Salinas’ de Fray Luis de León”. AIH. Actas VIII,
1983. Disponible en Centro Virtual Cervantes.
Ginés Torres Salinas: “Luz no usada y música estremada: poética neoplatónica de la luz en la
Oda a Francisco de Salinas, de fray Luis de León” , Castilla. Estudios de Literatura, 4 (2013): 93-136. https://dialnetIlustraciones: Grabado de la Practica Musice, de Gaffurio, Milán, 1496. Fludd: Utriusque cosmi..., 1617 y ss..
Nostalgias musicales (y 3): escuchando a Salinas con fray Luis de León