domingo, 1 de diciembre de 2019

Músicos ciegos: el arte de ver más allá de las sombras

El 13 de diciembre se celebra la festividad de Santa Lucía, patrona de los ciegos y de otros colectivos, más o menos relacionados con la vista, como los electricistas o los fotógrafos, asociados respectivamente con la luz que disipa las tinieblas y con la mirada del instante decisivo, parafraseando a Cartier-Bresson. De Santa Lucía se cuenta que se arrancó sus hermosos ojos para enviárselos a un pretendiente pertinaz que, arrepentido de su acoso y de haberla denunciado por despecho, se hizo cristiano. También circula la leyenda de que, pese a la dicha mutilación, Lucía seguía viendo cuando estaba ante el tribunal que la juzgaba y que la condenaría al martirio y a la muerte a principios del siglo IV. 
La “visión” de los ciegos es un tema clásico que ya encontramos en los mitos griegos, como ocurre con la figura de Tiresias. La mirada de estos ciegos singulares conoce lo que sucede, lo que ha sucedido y lo que sucederá. Ya hemos tocado este tema en nuestro blog (“¿Músicos discapacitados?”), pero con otro enfoque, así que en esta ocasión nos vamos a centrar en unas pocas poesías que indagan en las relaciones de la música y la ceguera, aplicadas a un par de músicos españoles del Renacimiento. La elección proviene de la lectura de un reciente artículo de José Sierra Pérez y Manuel Tizón Díaz (abajo citado) donde compilan y analizan un amplio abanico de poesías que figuran, a modo de elogios al autor o presentaciones, en los tratados de música, en especial en los libros para la enseñanza de ciertos instrumentos, como la vihuela o el órgano. Miguel de Fuenllana, vihuelista, y Antonio de Cabezón, organista, son los dos músicos seleccionados, dos prodigios ciegos que llevaron el arte de sus respectivos instrumentos a las más altas cumbres.
En cuanto al primero, un soneto de Juan Yranzo plantea la premisa de que los dioses han castigado particularmente a dos hombres: Prometeo y Fuenllana. A aquél, porque había robado su fuego; a éste, porque había conquistado su música. Apolo, prosigue el soneto, estaba molesto y fue el más activo de los dioses a la hora de castigar a Fuenllana con la ceguera. Pero, en el terceto final, Apolo hubo de reconocer la grandeza del vihuelista:
Y a los Dioses les dijo (aunque con celo), 
Fuenllana ha mejorado la harmonía 
que no estaba tan dulce acá́ en el cielo. 

Otro soneto, de Benedito Arias Montano, toca el recurrente tema de que la música que escuchamos está conectada con aquella que es un ideal de perfección, una especie de arquetipo platónico, y que se desarrolla en los cielos. La música de Fuenllana puede considerarse, entonces, como una divina sombra de la luz celestial. Ese privilegio tiene sus costes, según leemos en el terceto final:
Y porque este gran don que le había dado 
no lo menguase en tractos de la tierra 
lo privó Dios de la corpórea vista. 

Antonio de Cabezón fue otro ciego y músico ilustre de la misma época. En la edición de sus obras (realizada por su hijo Hernando en 1578) figura un “Encomio de Juan Cristóbal Calvete de Estrella, escrito en latín, y cuya versión castellana de Francisco Javier Estrada Ramiro comienza así:
Aquel fulgor de la lira de Febo y gloria del plectro
            y aquella fama de la lira tracia
 perecen
            pues Antonio, ciego, ha quitado la gloria
            a todos cuantos brillaban con la luz del sonido eolio. 

Para la misma edición de las obras de Cabezón, Juan de Vergara escribe un soneto que es de los que más insiste en la ceguera, desde la que, sin embargo, se capta la luz celestial. El primer terceto dice de este modo:
Que mortal vista (Antonio) jamás pudo, 
lo que sin ella tú, que así́ dejaste
            de gente en gente eterna tu memoria. 

Hay más ejemplos para estos dos autores y no sería difícil encontrar poesías semejantes referidas a otros músicos ciegos. Ahí está la celebérrima “Oda” de Fray Luis de León a Francisco de Salinas, por ejemplo. que ya comentamos aquí. Pero lo señalado hasta aquí nos muestra un hecho de una cierta crudeza: el don de ser comparable o incluso superar a los músicos legendarios (como Orfeo o Anfión) lo da Dios, el destino o los dioses, pero no lo hacen gratis. El músico que alcanza esos niveles de prodigio destaca tanto en su actividad que ha de verse mermado en otras facultades, como si esa compensación tuviese algo de razonable y natural. En realidad, lo que sucede con esta concepción del ciego como músico superdotado es que, de algún modo, se está trasladando el concepto de genio platónico. Hablamos de lo que se dice en el discutido diálogo Ion. El creador es solo una especie de medio por el que habla la Musa, la divinidad; es un ser poseído e inspirado. El genio platónico resulta muy distinto del genio longiniano, como teorizó el filósofo de la música Peter Kivy. Y está claro que la visión que se desprende de este tipo de poesías constela en torno a las ideas platónicas del Ion. Ser un heraldo de lo trascendente implica un enorme dolor, un auténtico sacrificio –y hay textos admirables del compositor Josep Soler sobre esto–, y es algo que ha caracterizado a los verdaderos artistas a lo largo de los siglos. Entre ellos, los ciegos músicos que han sabido iluminar con su arte la vida de los demás hasta el día de hoy.

Referencia
José Sierra Pérez, Manuel Tizón Díaz: “Poesías en los Preámbulos de los libros impresos de música en España durante los siglos XVI y XVII. Parte I. Siglo XVI: vihuelistas y organistas”. NASSARRE, 34, 2018, pp. 15-50. 

Ilustración: detalle de un folio del libro Orphenica Lyra, de Miguel de Fuenllana.