En las primeras décadas del siglo XX los automóviles habían alcanzado un notable desarrollo en lo tocante a diseño, velocidad, prestaciones y también en cuanto al propio uso de los mismos. Para muchos artistas fue un objeto de culto, algo así como la auténtica cifra del siglo XX. El sonido de sus motores era una de las cosas que más llamaba la atención y empezó a ser celebrado —aunque no sin polémica— como la banda sonora de una nueva época. Seguro que al lector ya le ha venido a la mente el nombre de Marinetti, pero dejo al creador del futurismo para otra ocasión y me centro en unas líneas de Marcel Proust.
El escritor francés
—imprescindible de la noche y los salones parisinos durante una etapa de su
vida, fascinante conversador, cultísimo y sensible— era también un enamorado de
las novedades tecnológicas que le deparaba el siglo XX. Así se advierte, por
ejemplo, en el texto que se comenta a continuación, donde tecnología y música
entablan un curioso diálogo.
Dicho pasaje procede
de la primera parte de En memoria de las iglesias asesinadas, que a su vez se acota como
“Jornadas en automóvil”. Describe un viaje un tanto accidentado a Caen y
Lisieux. Saliendo de este segundo lugar, ya de noche y en dirección a
Louvriers, Proust reflexiona sobre la actividad del mecánico (es decir, del
conductor, pues entonces era normal que se contase con un experto para manejar
estos nuevos ingenios), al que —joven imberbe como era y tocado con una extraña
capucha—, llama “monja de la velocidad”. Dicho sea de paso, el joven chófer,
Alfred Agostinelli, fue también secretario y uno de los posesivos amores de
Proust.
El escritor recuerda
acto seguido a Santa Cecilia, patrona de la música, y la asocie con su
conductor, que teclea en el panel de mando como en un órgano. Y, claro, los
cambios de marcha que modifican el continuum del zumbido del motor equivalen para
Proust a los cambios de registro de ese órgano sobre ruedas en el que está
viajando.
En esa gradación, que
transmuta la capucha del conductor en toca de monja veloz y luego en una Santa
Cecilia aplicada al órgano rodante, se ve muy bien la maestría literaria de
Proust. No sorprende que el siguiente paso consista en afirmar que el sonido
del motor produce “una música que podríamos llamar abstracta, toda símbolo y
toda número, y que hace pensar en la armonía que se dice producen las esferas
cuando giran en el éter”.
El espejismo de las
nuevas tecnologías es una constante del pensamiento. Y si Boecio considera que
la música cósmica se produce por el perfecto ensamblaje de lo que denomina la
“máquina del cielo”, nada hay de extraño en que una máquina portentosa como era
un automóvil de los primeros tiempos se compare, en su perfección, con la
música de las esferas.
Tampoco está mal la
disquisición sobre el volante visto como Cruz de San Benito, o como
estilización medieval de la rueda, o bien como cruz de consagración al modo de
las de los apóstoles esculpidos en el coro de la Sainte Chapelle de París.
El remate de esta
parte del texto proustiano vuelve a plantear si lo que llamamos “ruido” no
podría ser en ciertas circunstancias considerado como una realidad sonora grata
y aun emotiva. Es algo muy frecuente en su obra, por lo demás. La pirueta de
Proust se articula ahora a partir de la bocina del automóvil. A medio camino de
la dirección antes indicada se encontraba la casa de los padres del escritor y,
aunque es de noche, desea darles una sorpresa.
El mecánico toca la
bocina repetidas veces para que el jardinero de la casa les abra la puerta. Y
dice Proust que el sonido de la bocina, que no nos gusta por su estridencia y
monotonía, “”sin embargo, como toda materia, puede resultar bello si se
impregna de un sentimiento”.
Los padres se
levantan de la cama y se aprestan a abrir la puerta. Piensa Proust que esa
bocina emite un sonido “placentero,, casi humano”, precisamente porque se
representa para sus padres como “la idea fija de su alegría próxima, apremiante
y repetida como su creciente ansiedad”.
Eso de la “idea fija”
le lleva a Proust a dar un nuevo y espectacular golpe de tuerca a la narración,
al venírsele a la cabeza la simple melodía del pastor en los actos II y III de Tristán
e Isolda. Igual
que los padres de Proust reconocen que la bocina está lanzando un mensaje de
alegría, porque trae en su sonido la presencia grata de su hijo, la melodía del
pastor encierra igualmente un pequeño código, pues según su carácter triste o
alegre trae malas o buenas noticias, siempre con la ansiedad de la espera como
telón de fondo. En ese modesto recurso, según Proust, es “donde Wagner, con una aparente y
genial abdicación de su poder creador, ha puesto la expresión de la más
prodigiosa espera de felicidad que colmara jamás el alma humana”.
Para que no se diga
que sólo de magdalenas vive la memoria del eximio escritor francés, siempre tan
músico y tan elegantemente abierto a los sonidos de la modernidad.
Ilustración: publicidad de un automóvil de los años 20.
El automóvil de Proust: un órgano rodante, celeste y wagneriano