Se cuenta que Pitágoras escuchaba la música de las esferas, cifra de la suprema perfección sonora. Desde entonces y hasta que sobreviene el cientifismo del siglo XVII -cuando se opera la “desafinación de los cielos”, como expresó Hollander muy brillantemente, cuando ya se conocía que la Tierra no era el centro y que las órbitas de los planetas no eran circulares sino elípticas-, numerosos filósofos aludieron a la música del universo y no faltaron músicos que compusieron piezas con las supuestas armonías que regían el movimiento de los distintos cuerpos celestes.
El cristianismo no fue
ajeno a este discurso. Basta con decir que detrás de las músicas de los mundos
está la mano de Dios, como un gran arquitecto a su "inmensa cítara aplicado”,
que es como nos lo retrata Fray Luis de León en la célebre Oda a Salinas. Pero
la música de las esferas no es lo mismo que la música celestial en el concepto
cristiano. De esta última, Dios no es el perfecto intérprete, sino el principal
dedicatario. Discurre, pues, la música celestial en continuas alabanzas al
Señor, concretadas mediante cánticos y danzas que corren a cargo de los
distintos coros celestiales.
Una cosa curiosa es la cuestión
de los instrumentos. Conocemos muchos cuadros de muy diversas épocas que pintan
a los ángeles como cantores e instrumentistas. Esas representaciones son de
gran utilidad para los musicólogos. Choca esa tolerancia de las artes plásticas
hacia los instrumentos si pensamos en las prohibiciones o restricciones que la
Iglesia decretó desde su legalización por Constantino en el siglo IV hasta las
normativas derivadas del motu proprio
papal sobre la música sacra de 1903. Por cierto, una de las maneras más sutiles
de rechazar los instrumentos, que tantas veces aparecen en los textos bíblicos,
consistía en la llamada “interpretación simbólica” de los mismos. Por ejemplo,
si un salmo habla de tocar el “salterio decacordo”, no quiere decir que lo
toquemos en los actos religiosos, ni mucho menos, sino que cumplamos los diez
mandamientos; pues si a un salterio le faltan cuerdas, suena mal, lo mismo que
suena mal, a los oídos de Dios, el cristiano que no cumple con el decálogo. No
se olvide que en los primeros siglos del cristianismo los instrumentos estaban
también asociados al mundo de los mimos romanos, de los espectáculos callejeros
de tono muchas veces atrevido y erótico desde el punto de vista de la nueva
moral.
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Además de mediante
representaciones plásticas, contamos con referencias literarias o teológicas
del Cielo que no se olvidan de aludir a las músicas que suenan allí para
perpetua honra de Dios. Las
descripciones de la música celestial tienen a veces mucho sabor de época. Es
como si los autores se hubiesen fijado en los buenos momentos que proporciona
la música terrenal y los hubiesen llevado, con las mejores galas, a las
provincias celestiales.
Un ejemplo de lo dicho nos
lo proporciona el jesuita Juan de Loyola, autor de un curioso libro titulado Historia del Cielo Empíreo, impreso en
Valladolid en 1755. Como es lógico, este estudioso alude primeramente a los
diversos lugares de la Biblia donde se mencionan los cánticos dedicados a Dios,
llegando a la conclusión de que “Todos se contienen en el célebre cántico de
los Serafines de Isaías: Santo, Santo, Santo, que los Bienaventurados
cantarán eternamente”.
Quienes merezcan ir al
Cielo tras su muerte, encontrarán allí no sólo mucha música, sino también
danzas y saraos en toda regla. Lo de los saraos requiere una matización por
parte del jesuita. Pues es verdad que, refiriéndose expresamente a los saraos,
considera que “tienen infamado este nombre los desórdenes escandalosos de los
festines de la tierra”. Pero si pensamos en el sentido de las Escrituras,
prosigue Juan de Loyola, citando a diversas autoridades, “habrá en las salas
del Empyreo celestiales y alegrísimos saraos, que causará él amor divino”.
El jesuita, siguiendo a San
Jerónimo, señala que las músicas (y, en su caso, las danzas) que se desarrollan
en el Cielo provienen de cuatro colectivos. Por una parte, están las vírgenes
-guiadas por María-, de cuyo oficio litúrgico saca unas bellas líneas: “Jesús
que te apacientas entre azucenas, cercado de Coros de Vírgenes que danzan;
Esposo lleno de gloria, que das gloria a tus Esposas; adonde quiera que vas, te
siguen, danzando y cantando con dulces himnos”.
Luego están los jóvenes,
con palmas de victoria, guiados por Jesús, “Esposo divino de las almas que
llegan al Cielo”, que cantarán con las palabras de Isaías: “Bendito sea
mil veces el que viene en nombre del Señor”. No pueden faltar los coros de
ángeles, “que aplauden y regocijan los celestiales festines”. No se entra
aquí en las diversas jerarquías de los ángeles, aunque es sabido que sólo los
tres tipos del primer nivel son los encargados de esta principal función. Y, por último, los ancianos que tocan cítaras
acompañando el cántico nuevo, tema de la más deslumbrante iconografía del
Pórtico de la Gloria, donde todavía están afinando los instrumentos, más que
cantando, a punto de comenzar dicho cántico nuevo.
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Como
es de suponer, un texto de este tipo no puede dejar de impartir doctrina y
moraleja. Así que el P. Juan de Loyola solicita a los fieles ayuno de los
festines sonoros y saraos o, a lo menos, mucha moderación en su uso, a fin de
que sus almas acaben siendo merecedoras de esas músicas imperecederas, de esas
danzas divinas y de esos sagrados festines y santos saraos que se celebran de
continuo en las infinitas salas del Palacio Empíreo.
Porque
–avisa- los saraos terrenales “causan amarguras indecibles, y no pocas
veces la última mudanza es
de la vida a la infelicidad eterna del infierno”.
Los saraos del Cielo