La historia particular de la música religiosa española tiene mucho pasado, mas anda escasa de presente y de futuro. Su incidencia en nuestro imaginario colectivo es notoria. Existió un "gregoriano popular" que durante décadas penetró en la memoria de nuestros mayores con tanta fuerza como ciertos números de zarzuela o las célebres melodías -solera (y empacho) de España- del maestro Quiroga.
Lo que había comenzado como una sincera búsqueda de la regeneración artística de la música de los templos, ya en pleno siglo XIX, con memorias tan dolidas como la que Rafael Herrando remitió a la reina y publicó en 1864, pasando por las inquietudes desde dentro de figuras tan célebres como el padre Eustoquio de Uriarte, preludiando el Motu Proprio papal de 1903, hasta el específico desarrollo de este decreto en los congresos de Valladolid, Sevilla, Barcelona y en el muy señalado de Vitoria (1928), parece querer concluir como el rosario de la aurora.
Hace décadas la hipercrítica teóloga Utta Ranke-Heinemann conjeturaba, medio en broma medio en serio, que la Iglesia acabaría recuperando en el fin del segundo milenio la figura de los cantores castrados. El tiempo, por fortuna, no le dio la razón. Si su punzante hipótesis se hubiese cumplido, las cosas aún serían peor, pues no sólo hubiesen retornado los capones, que así llamaban las actas catedralicias a los eunucos cantores, sino que hubiese aparecido la nueva especie de los capones en paro y la de los capones enmudecidos, silentes y asombrados ante el mal gusto musical reinante en la generalidad de las iglesias de España.
No olvidamos, claro está, que el reformismo derivado del Motu Proprio tuvo su lado policial e inquisidor y que muchos archivos eclesiásticos "perdieron" parte de sus fondos en aquellos afanes de pureza, del mismo modo que algunas trastiendas capitulares aún nos reservan sorpresas de interés; pero no es menos cierto que todo un tejido de buen hacer musical se fue extendiendo por los centros religiosos de cierto relieve y que se desarrollaron múltiples magisterios por toda España que acabaron beneficiando a la creación musical más allá de los muros eclesiásticos hasta hoy mismo.
Situémonos por ejemplo en la Universidad Pontificia de Comillas a comienzos del siglo XX. En ese momento el magisterio del P. Otaño (como después el del P. Prieto) está en la base del posterior esplendor musical de centros religiosos de toda España. Un ejemplo: la labor de Valentín Ruiz Aznar en Granada no se explica sin su formación en Comillas del mismo modo que el trabajo en esa misma ciudad de Juan Alfonso García no puede obviar la deuda con su maestro Ruiz Aznar. Otaño, Ruiz y García: tres creadores unidos por un hilo de continuidad con el telón de fondo de toda una centuria. Vicente Goicoechea, Donostia, Torres, Almandoz, Massana, Thomas (el gran amigo de Falla)… son otras tantas trayectorias que se entretejen ceñidamente en la vida musical del siglo XX (aunque a veces la musicología los sitúe en un compartimento estanco) merced a su objetiva proyección extrarreligiosa.
El Vaticano II, en los años 60, trajo muchos cambios, no siempre tan perniciosos para la música como es tópico afirmar. Pero eso es historia para otra ocasión.
Nota:el texto procede, con algunas modificaciones, de la tercera parte de un artículo titulado “Cuatro miradas sobre la música española del siglo XX”, publicado en el número 0 de la revista Enclaves (2001), que no tuvo continuidad ni apenas difusión, de ahí que lo reaprovechemos en este blog.
In nomine Dei