jueves, 24 de diciembre de 2015

En “Misa de gallo” con la Regenta


Hoy, 24 de diciembre, acompañamos a Ana Ozores a la “Misa de gallo”. Basta para ello con abrir La Regenta por el capítulo XXIII. Clarín logra en esta escena introducirnos con particular fortuna en el ánimo siempre extremado de la protagonista. Y la música tendrá a este objeto un papel estelar.
Ya se sabe que la “Misa de gallo” no es como cualquier misa de diario. La alegría del Nacimiento desborda los templos y ello conlleva algunas licencias, más habituales aún en la época en que se desarrolla la novela.

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Son las 12 de la noche de un 24 de diciembre de “mil ochocientos setenta y tantos”, como apunta Clarín. En la catedral de Vetusta hay más sombras que luces —al fin y al cabo los quinqués de petróleo tienen sus limitaciones—, pero todo parece iluminarse con la música del órgano:
¡Sí, sí, aleluya! ¡aleluya! le gritaba el corazón a ella... y el órgano como si entendiese lo que quería el corazón de la Regenta, dejaba escapar unos diablillos de notas alegres, revoltosas, que luego llenaban los ámbitos obscuros de la catedral, subían a la bóveda y pugnaban por salir a la calle, remontándose al cielo... empapando el mundo de música retozona”.

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Ana Cristina Tolivar ha escrito largo y tendido sobre la música en la obra de Clarín y ha contextualizado las piezas profanas que entonaba el órgano con la disculpa de la alegría navideña en este capítulo de La Regenta. Unas son temas populares, alguna otra tiene que ver con el repertorio de las guerras carlistas y hasta salen a relucir el brindis de La Traviata y el “Miserere” del Trovador, pero no de cualquier manera, sino imitando el modo particular en que lo tocaba en gaitero jurado del Ayuntamiento. Modo incorrecto, para ser más exactos. No merece la pena insistir por este flanco, pero sí por el del propio engarce de la música en la liturgia.
Cabe pensar que esta escena es pura ficción y que a la postre no deja de ser un capítulo de una novela. Y puede parecer raro que todas esas músicas suenen en el interior de una catedral durante una celebración litúrgica, incluso aunque estemos en “Misa de gallo”. Sin embargo, hay que llamar la atención sobre la base real en que se sustenta la ficción clariniana.

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En la segunda mitad del siglo XIX la música sagrada atravesaba un momento muy especial. Básicamente estaba demasiado sujeta a la influencia del teatro lírico. El problema ya venía de antes, como denunció el papa Benedicto XIV en el siglo XVIII. Paralelamente a aquella situación iban surgiendo movimientos reformistas que trataban de devolver a la música del templo la dignidad y unción que han de serle propias.
El movimiento cecilianista no paraba de crecer en toda el mundo. Pero los templos seguían dando cabida a cantos cuyos textos eran los canónicos, obviamente, pero que se escuchaban vestidos con hermosas melodías de cuño teatral o incluso adaptados literalmente a la música de conocidas arias operísticas.
Como era de esperar, la bipolarización estaba servida. Mientras unos disfrutaban en el templo (y en los periódicos se hablaba de las funciones religiosas como quien acaba de salir de una velada musical), otros sufrían con aquellos cánticos sensuales y aun indecorosos para los críticos más severos.
Y al final el papa Pío X, atendiendo al clamor de las protestas y como gran defensor que fue de todas las causas tradicionalistas, dictó su celebérrimo motu proprio sobre la música sagrada en 1903.

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¿Y de qué lado estaba la Regenta? Pues del lado de la alegría y del hedonismo. Lo único que pasaba es que había nacido un niño muy especial en Belén y el órgano lo celebraba con entusiasmo:
“… parecía que se volvía loco de alegría... que perdía la cabeza y echaba por aquellos tubos cónicos, por aquellas trompetas y cañones, chorros de notas que parecían lucecillas para alumbrar las almas”.
Y es aquí donde Clarín, por vía de Ana Ozores, aprovecha para pensar en una religión basada en el amor universal, en un tono casi panteísta, como alejando de la Iglesia los signos de severidad que asomaban en el horizonte y que culminaron en tiempos del citado papa:
“A la Regenta le temblaba el alma con una emoción religiosa dulce, risueña, en que rebosaba una caridad universal; amor a todos los hombres y a todas las criaturas... a las aves, a los brutos, a las hierbas del campo, a los gusanos de la tierra... a las ondas del mar, a los suspiros del aire...”.

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La musicología internacional, que contaba entre sus filas con muchos eclesiásticos partidarios de la reforma, se dedicó a celebrar los logros de los compositores disciplinados que seguían las directrices del moru proprio papal. Valoró las piezas neogregorianas y las que imitaban los modelos de la polifonía clásica. Las directrices eclesiásticas alejaron del templo los instrumentos fragorosos y trataron de erradicar las melodías operísticas y otras prácticas consideradas inadecuadas.
Los nombres del P. Otaño o del P. Prieto, entre tantos otros, bastarían para patentizar el alto nivel alcanzado por la música sagrada en España en la primera mitad del siglo XX. Pero para ello hubo que purgar archivos, prohibir repertorios, académicos y de tradición oral, y cercenar prácticas centenarias.
Bien pensado, ¿no tendría el planteamiento de Ana Ozores más fundamento del que solemos admitir? En otras palabras: esa música que embarga el alma enamorada de la Regenta no sería tanto el paradigma de todos los males de la música en el templo sino una opción gozosa, capaz de hermanar a la Humanidad en un amor nítido y tangible por lo trascendente.
Pero el viento no soplaba en esa dirección y el rigorismo supo jugar bien sus bazas, entre otras cosas mediante unos sistemas de propaganda sumamente eficaces. Los reformistas fueron unos magníficos luchadores en favor de su causa y dieron lugar a músicas de mucha calidad, pero nos asalta la duda (y esto es algo que podría sonar a heterodoxo a muchos musicólogos) sobre lo mucho que hubo que sacrificar en el camino.

2 comentarios:

  1. Pues sí… Mucha música religiosa de indudable calidad se cayó de los atriles merced al rigorismo del Motu Proprio. Qué voy a decir de aquella nueva estética –nueva en 1903, se entiende– cuando mi ideal de música religiosa son las Vísperas de Monteverdi…

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  2. Gracias, Ariodante, por tu comentario. Sí, hay músicas que suenan a aquello de "segundas partes...".

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