El
París de los años 20 del pasado siglo era, sin duda, la capital cultural del
mundo. Ejercía un magnetismo especial para gentes de todas las latitudes (rusos
alejados de su tierra por la Revolución, literatos norteamericanos como John
dos Passos o Hemingway, pintores y músicos españoles como Picasso o Falla…) y
todo era posible en sus cafés, teatros y salas de conciertos.
Los
extranjeros que llegaban a París no sólo se impregnaban de las tradiciones
francesas sino que dejaban en esa ciudad-crisol algo de su propia cultura. Un
caso muy destacado es el de la recepción de la música negra norteamericana en
el seno de la élite artística de la capital francesa.
En
efecto, el jazz (y los géneros con él entroncados) se había ido colando en la
creación académica. Esto era previsible en Estados Unidos, pero paralelamente los
grandes autores franceses se dejaban llevar por los ritmos americanos y
perfumaban sus obras con toques jazzísticos que no siempre eran bien
comprendidos por los oyentes más tradicionales.
Pueden
encontrarse influencias de ciertos patrones de la música negra americana en
autores como Ravel o incluso Debussy. Tales presencias aumentan en el Grupo de
los Seis (Milhaud, Poulenc, Tailleferre, Durey, Honnegger y Auric) y alcanzan a
otros menos conocidos, que estaban en la misma línea aunque no llegaron a
entrar en el grupo de los elegidos.
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A este respecto, traigo
hoy al blog a un músico que destacó más como pianista (y excelente
improvisador) que como compositor, si bien mantuvo una notable dedicación a la
música cinematográfica. Sus relaciones con Los Seis —especialmente con Milhaud
y con el mentor del grupo, Jean Cocteau— fueron muy intensas e interesantes. Me
refiero a Jean Wiéner (París, 1896-1982), cuyas fascinantes memorias conozco gracias a la profesora Marta Cureses, colega y amiga.
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La
inauguración del bar Gaya tras la Gran Guerra, con Wiéner al piano y la
colaboración del músico americano de color Vance Lowry, que tocaba el banjo y
el saxo, marcó un hito a tener en cuenta en esta imparable invasión de la
música de ultramar. Una tarde de 1920, Wiéner pudo anotar la presencia en el
Gaya de Diaghilev, Cocteau, Picasso, la señorita Mistinguett, Gide, Maurice
Chevalier, Satie, René Clair y otros tantos no menos destacados en sus
respectivos campos. Luego vendría la época de Le Bœuf sur le Toit, otro punto de
encuentro imprescindible para la comprensión de aquella efervescencia parisina
de los años 20.
El
propio Wiéner se convirtió en organizador de conciertos y en ellos hubo cabida
para todas las vertientes de la nueva música. En diciembre de 1921 abrió el
ciclo la orquesta americana de Billy Arnold. Albert Roussel se marchó dando un
portazo. Ravel, que también estaba allí, felicitó al organizador. “Sin
comentarios”, apostilla Wiéner en sus memorias. Ese mismo mes sonaría, con
carácter de estreno en Francia, la primera parte del Pierrot Lunaire y no con el
aplauso de todos. O sea, que si bien la pasión de Wiéner estaba en su
manifiesto gusto franco-americano, no dejaba de abrir sus oídos y los
conciertos que organizaba a las nuevas músicas de otras latitudes y tendencias.
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Además
de en los locales citados y en sus propios ciclos de conciertos, Wiéner
extendió el gusto por la música de Gershwin, el jazz y los nuevos ritmos
norteamericanos a partir de un hecho en cierto modo casual.
Diré
antes que la admiración que Jean Wiéner sentía por la música americana ya se
había hecho notar en su primera sonata, llamada Sonatina sincopada, que data de
1923. “Mi manía de mezclar la forma clásica con la síncopa americana —escribe
el autor—, todo relleno de acordes perfectos y aderezado con novenas, daría un
estilo muy personal”.
Este
mismo año de 1923 compone el Concierto franco-americano, para piano y
orquesta de cuerda. En octubre de 1924 se estrena en el Teatro Mogador, en el
marco de los Conciertos Pasdeloup, con el autor al piano. Se oyen protestas,
pero a muchos les entusiasma. A la salida, los Rouché —el director de la Ópera
y su señora— le dicen a Wiéner que quiere esa música para la fiesta de
compromiso de su hija. Y que como en su casa no cabe una orquesta, que busque
un segundo pianista para sustituir la parte de la cuerda. Así se hizo y aquello
resultó todo un éxito.
Este
pianista era un belga que había estado en Estados Unidos, llamado Clément
Doucet. Wiéner lo había conocido días antes en una especie de demostración de
un nuevo instrumento o ingenio sonoro llamado Orphéal. Wiéner vio algo en él. A
primera vista parecía un pianista de segunda que no ocultaba su vocación de
ferroviario. Tenía una “rara musicalidad” y tras su modestia se escondía un
grande del teclado, que además sabía tocar a la perfección en el estilo
americano que tanto admiraba Wiéner.
De un
hecho tan aparentemente insignificante (casi un bolo), surge una pasmosa pareja
artística, la de Jean Wiéner y Clément Doucet. Este dúo pianístico se presentó
en 1926 y estuvo activo ininterrumpidamente hasta 1939. Ofrecieron más de 2000 conciertos por toda
Europa (incluyendo varias ciudades españolas), hasta que el viejo continente volvió
a estar en llamas. Sus programas siempre mezclaban a los clásicos con los
contemporáneos franceses y americanos. Ho faltaban Strawinsky y las obras del
propio Wiéner.
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La
reflexión a la que podemos llegar es que cuando se habla de la influencia de la
música negra norteamericana en la música de las primeras décadas del siglo XX,
no basta con referirse a los detalles, muchas veces puntuales, que se aprecian
en los nombres de oro de la creación musical del momento. Es preciso pensar que
entre el jazz en estado puro (u otras vertientes de la música negra americana,
como el rag-time, el blues, los espirituales, los ritmos antillanos, etc., que se escuchaban en ciertos
locales de París) y las obras de algunos miembros del Grupo de los Seis, por ejemplo, hubo
pasos intermedios que contribuyeron a espesar ese caldo de cultivo. Así, los protagonizados
por Jean Wiéner, tanto en su faceta de compositor como en cuanto a su impagable
labor como intérprete y difusor de todos estos nuevos ritmos y géneros que
tanto atraían a la modernidad parisina de aquellos años irrepetibles.
Referencia:
Jean
Wiéner: Allegro appassionato. París, Ed. Fayard,
2012. (Estas memorias se publicaron por primera vez en 1978).
Ilustración:
Ed. cit. de las memorias de Wiéner. La foto de la cubierta es de Man Ray.
Jean Wiéner: el gusto musical franco-americano